“Tocamos en el Olympia con un éxito total. Pero los franceses, que conocen muy bien mi obra, me hicieron una especie de planteo. ‘¿Qué le pasa Piazzolla? ¿Qué hace con este conjunto? El mundo está lleno de guitarras y bajos eléctricos, de sintetizadores y órganos. Así es uno más, pero con instrumentos acústicos usted tiene uno de los mejores conjuntos del mundo, vuelva al Quinteto’. Lo pensé y me dije: esta gente tiene razón. Yo soy Piazzolla, mi música tiene que ver con el tango. ¿Qué tengo que ver yo con la fusión jazz rock?", transcribía Natalio Gorin en su libro de conversaciones con el bandoneonista. Antes, había dicho a El expreso imaginario, refiriéndose a Emerson, Lake & Palmer, “ellos me impactan y me voy a casa a escribir. Pero no para repetir lo de ellos, sino para escribir lo mío. Eso me da ánimo”. El momento jazz-rock, en la biografía musical de Piazzolla, encarnó en las dos (o dos y un poco más) formaciones de un octeto pensado, inicialmente, como el grupo para tocar en vivo la música que venía grabando en Italia a partir de Libertango, de 1974. La primera de esas formaciones incluía a Antonio Agri en violín, Horacio Malvicino en guitarra eléctrica, Adalberto Cevasco en bajo eléctrico, Enrique Roizner en batería, Juan Carlos Cirigliano en piano, Santiago Giacobbe en órgano eléctrico y Daniel Piazzolla en sintetizador, además de Astor en el bandoneón, es claro (tal como se los ve en este video de calidad bastante pobre).
Después de una temporada en La Botonera, de Mar del Plata, el grupo se presentó en La Ciudad, en Buenos Aires, y con un reemplazo de instrumento e instrumentista: el saxofonista y flautista Arturo Schneider entró por Agri. El grupo tuvo un efecto notable en músicos como Luis Alberto Spinetta (que incluyó bandoneón en dos temas del que fue el último disco de Invisible, El jardín de los presentes) o los integrantes del entonces trío Alas (a partir de allí incluirían, también, bandoneón). Este octeto electrónico se separó, no obstante, en el medio del fracaso económico de una gira por Brasil y fue rearmado al poco tiempo por Daniel, a pedido de su padre, "con músicos más jóvenes, que no vengan del tango". Tomás Gubitsch en guitarra eléctrica, Ricardo Sanz en bajo eléctrico y Luis Cerávolo en batería eran la base. Daniel tocaba el sintetizador, los dos tecladistas eran Osvaldo Caló, ex integrante de Los desconocidos de siempre, en órgano eléctrico, y Gustavo Beytelman en piano y Chachi Ferreyra tocaba flauta y saxo. Sólo quedó una grabación de este grupo, realizada en el Olympia de París en 1977 y largamente inédita en la Argentina hasta su publicación como parte del cuarto volumen de la serie que reúne todas las grabaciones de Piazzolla para los sellos Philips y Polydor –que tuve el honor de curar – y en cuya restauración sonora hicieron milagros Roberto Sarfati y Diego Vila. El grupo fue finalmente vilipendiado por casi todos, piazzollianos o no, y empezando por el propio Piazzolla. Aquí, en un pequeño video de la televisión francesa –un verdadero hallazgo– puede entenderse la profunda injusticia de esa sub valoración: el piano de Beytelman, la guitarra del jovencísimo y genial Gubitsch y un Piazzolla con una energía y un control de su instrumento absolutamente paralizantes.
jueves, 6 de julio de 2017
Los ocho más odiados
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diego fischerman
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martes, 20 de junio de 2017
Días de junio. Días de banderas.
Los días de junio trataba de banderas. Banderas del Papa, de las Malvinas, del Mundial. La filmó Alberto Fischerman, mi tío Alberto, con quien sigo dialogando imaginariamente y consultando cada frase que se me ocurre escribir –como hacía entonces– 22 años después de su muerte y que en estos días de junio está más presente que nunca. En esa película, que sucede en 1982 y que dirigió en 1985, los cuatro amigos que se reencuentran –uno de ellos tiene, en lo que era una librería, una fábrica de banderitas que vende en la calle junto con sus hijos– crean una bandera a la que luego prenderán fuego. En una escena, para mí memorable, otro de los amigos, que es profesor de historia, se quiebra leyendo a sus alumnos la carta de Manuel Belgrano al Triunvirato de gobierno, respondiendo a la prohibición de enarbolar una nueva bandera. Aquella carta que concluye diciendo: "La desharé para que no haya ni memoria de ella. Si acaso me preguntan responderé que se reserva para el día de una gran victoria y como está muy lejos, todos la habrán olvidado". Aquí puede verse otro momento, con un joven Garzón haciendo de estudiante "nacional y popular" y un brillante momento de reconocimiento, entre el profesor y otro de sus alumnos, a partir de la enunciación de unas pocas palabras: "18 Brumario".
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sábado, 3 de junio de 2017
El amigo americano
Era la voz que cantaba en la banda de sonido de Midnight Cowboy, un film dirigido por John Schlesinger en 1969, con Jon Voight y Dustin Hoffman como protagonistas. La canción, "Everybody's Talking", la había compuesto y grabado Fred Neil en 1965 pero la versión de Midnight Cowboy, la de Harry Nilsson, se convirtió en un hit (sexto en la lista de los Hot 100 de Bilboard) y ganó un Grammy. En la década siguiente participó en varios proyectos con John Lennon y con Ringo Starr, de quienes fue muy amigo. Cantó en "Old Dirt Road", en el disco Walls and Bridges, de Lennon, y éste le produjo su álbum Pussy Cats, donde también toca Starr. Y coprotagonizó con el baterista el film Son of Dracula. Antes, en 1970, había convertido en un éxito "Without You", una canción de Badfinger, el grupo protegido de Paul McCartney. Y en 1967, en Pandemonium Shadow Show, el segundo disco de su carrera –y primero para RCA– había incluido dos canciones de The Beatles: "You Can't Do That" (lado B del single "Can't Buy Me Love", publicado a comienzos de 1964) y la entonces reciente "She's Leaving Home" (Sgt. Pepper se editó en junio y Pandemonium comenzó a grabarse en julio). Como escribió alguna vez Federico Monjeau acerca de la versión de Salgán del tango "Recuerdo", de Pugliese, podría decirse que la versión de Nilsson encapsula a la de los Beatles. Que la incluye dentro y la homenajea. El arreglo, hasta la última estrofa, es prácticamente el mismo. Reemplaza el arpa por un clave y las cuerdas por un grupo de bronces; las voces, en el estribillo, cantan lo mismo que los Beatles. En la última estrofa el corno hace un contracanto nuevo y la percusión (¿una máquina de escribir? ¿la carta que ella escribe desde algún lugar?) toma el ritmo sincopado que, en Sgt Pepper, Mike Leander había escrito para las cuerdas. La cercanía en el tiempo –y la literalidad– hacen de esta relectura un caso bastante atípico. Nilsson, que había nacido en 1941–un año después que Lennon y uno antes que McCartney– murió muy joven, el 15 de enero de 1994, el mismo día en que había terminado de grabar las voces del que fue su disco póstumo, el todavía inédito Papa's Got a Brown New Robe –aunque nada es inédito para Youtube–. Su relación con la iconografía Beatle, en realidad, podría remontarse a 1964, cuando compuso tres canciones para el vilipendiado Phil Spector. Pero su historia no se agota allí. Más allá de algún otro éxito resonante, como la notable canción "One" –con ese cello tan pero tan beatle–, que después interpretó el grupo Three Dog Night, la discografía de Harry Nilsson está repleta de bellísimas canciones. Y, claro, de la herencia Beatle más pura que pueda encontrarse por allí.
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viernes, 2 de junio de 2017
Sad galliards
La canción de Dowland parece ser una canción de amor pero no lo es. En rigor, se trata de un pedido de clemencia para un traidor, el mentado Earl of Essex (Robert Deveraux, en la imagen), que había sido favorito de la reina Elizabeth hasta que dejó de serlo mediante el sencillo expediente de participar en una conspiración contra ella (y ser descubierto). Cuando la canción llegó a oídos de la monarca, el patíbulo ya había sido levantado en el patio de la Torre de Londres y, ya se sabe, tales esfuerzos no suelen ser desperdiciados. Casi al mismo tiempo que la canción Dowland escribió la galliard, para laúd (minuto 4:24 de este video con la magistral interpretación de Nigel North), y volvió a realizar un arreglo instrumental, para cinco violas y laúd (aquí un fragmento), que incluyó en su Lachrimae or Seven Tears, de 1604. Otra versión de "Can She Excuse", por Sting junto a Edin Karamazov en laúd, si bien se aleja del canon de las pulcras interpretaciones historicistas, tal vez sea más cercana a cómo alguien podría haber llegado a cantarla en los comienzos del siglo XVII cuando, según se dice, los laúdes colgaban en las paredes de las barberías para que los utilizaran quienes esperaban, a falta de las aún no creadas revistas de Clarín o La Nación. El video de Sting culmina con un arreglo a cuatro voces (cuatro Stings superpuestos).
Hay otra bella gallarda triste en The Rape of Lucretia, de Benjamin Britten (en el minuto 41:20 de este video) pero difícilmente haya algo más desgarrador que esa pareja en lo alto de una escalera, esa música casi festiva y esas palabras: "She breaks down and cries to her husband/ "Daddy, our baby's gone".
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jueves, 1 de junio de 2017
Beatles juice
Hermann Warm era arquitecto. Y se ocupó de diseñar los decorados de El gabinete del Dr Caligari, en 1920, y más tarde, de la magistral Fantasma, de Friedrich Wilhelm Murnau. Él fue quien introdujo el recurso de incluir, en las escenografías, las sombras pintadas sobre el suelo –sombras que la iluminación necesaria para poder filmar, en esa época, hacía imposibles–.
Una respuesta artística a una limitación técnica.
Una hipotética restauración que permitiera ver aquellas películas con la definición que actualmente puede lograrse en la imagen –y con la intensidad lumínica del presente– conllevaría un problema: ¿cómo se verían aquellas sombras pintadas? Un problema que se pone en escena, de manera patente, en la edición "De Luxe", recién editada, de la quincuagenaria banda del Sgt. Pepper. Una banda –ellos o The Beatles– que no sólo pintaba las sombras en el suelo sino que, por primera vez, convirtió esa práctica en principio constructivo.
Podría pensarse que con el grado de tensión que Beethoven o Schubert establecen con los instrumentos de su época la situación es similar. ¿Cuánto de esa cualidad de abismo, de temblor, inseparable de un acorde fortísimo en un fortepiano Conrad Graf del siglo XIX, desaparece en un moderno Steinway o en un poderoso Bössendorfer de factura reciente?
La grabación del sonido es una técnica que se ha perfeccionado notablemente a lo largo de un siglo. Algunos músicos –y algunos productores e ingenieros de sonido– aceptaron los límites de la tecnología de cada momento y trataron de lograr, simplemente, la mayor fidelidad que era posible obtener con ella. La restauración de un registro del quinteto de Dizzy Gillespie con Charlie Parker en el saxo, de Billie Holiday con la orquesta de Teddy Wilson o de Alfred Schnabel tocando las sonatas para piano de Beethoven no ofrecería mayores dudas. Habría que tratar de lograr, en la remasterización, lo que sus responsables originales habían querido: la mayor cercanía posible con el sonido real de esos instrumentos en un ambiente ideal de audición.
Pero hubo músicos que, como Murnau y Warm, tomaron decisiones frente a los límites. Duke Ellington grabó en ocasiones con dos baterías, por ejemplo, porque con la tecnología de la época una sola era casi inescuchable. ¿Cómo deberían restaurarse hoy esas grabaciones para que al otorgarle a esos instrumentos un sonido real no se desvirtuara la otra realidad, la que Ellington había logrado en sus discos? Y, obviamente, The Beatles –incluyendo en esa formulación a George Martin, desde luego– tomaron infinidad de decisiones artísticas a partir de los límites tecnológicos, desde acelerar una grabación para conseguir una mayor –y artificial– separación de planos en la mezcla mono –que era la que Martin firmaba– de "She's Leaving Home" hasta el nivel de detalle –o de falta de detalle– de ciertos pasajes masivos –la orquesta en "A day in the Life"o las superposiciones sonoras de "I Am The Walrus"–. Martin sabía qué sonaba y era totalmente consciente de cómo buscar un determinado efecto con esos medios.
Ya la remasterización stereo de toda la discografía Beatle realizada en 2009 había mostrado parte de estos problemas. En "I Am The Walrus", por ejemplo, se escuchaban desprolijidades que nunca debieron haberse percibido. Los Beatles no hacían lo que era innecesario. No tenía sentido darle demasiada importancia a lo que en la edición final no sonaría más que como un efecto. Pero, claro, al cambiar las reglas del juego (qué es lo que puede oírse) se produjo un efecto semejante al que generaría un corredor olímpico de 1967 puesto en una competencia actual. La velocidad con la que había ganado medallas hoy lo condenaría a un innoble último puesto. Es decir, lo que algunos restauradores no tienen en cuenta es que el cambio de condiciones implica, necesariamente, un cambio en las respuestas frente a esas condiciones. Un corredor actual entrenaría para obtener una cierta velocidad –posiblemente impensable hace cincuenta años– y los Beatles, con toda certeza, grabarían hoy la orquesta de "A Day in the Life" de manera diferente a cómo lo habían hecho.
Pero hay un error aún más evidente, que ya estaba en la edición stereo de 2009 –la caja mono sigue siendo imbatible–: el nivel del bajo. Las líneas que Paul McCartney tocaba en ese instrumento y que iban mucho más allá de las meras notas del bajo de cada acorde, demandaban que pudieran ser escuchadas y, para ello, se lo registraba con una intensidad mucho mayor que la habitual en otros grupos pop de la época. Eso era, no obstante, una respuesta a un límite: el bajo, en las grabaciones de la época y en la mezcla mono que posteriormente se editaba, apenas se escuchaba. Si en una antigua grabación de jazz el sonido de las ediciones del momento provocaba –de manera forzosa– un balance poco real, donde los bajos sonaban mucho menos que lo que sucedía en la audición en vivo, y una remasterización actual recupera el balance que con aquella tecnología era imposible de lograr, con The Beatles sucede algo muy distinto. Martin y McCartney (posiblemente sin el consentimiento de Lennon) ya habían hecho algo al respecto. Y al no tenerlo en cuenta, este nuevo Sgt, Pepper queda convertido en una especie de gran concierto para bajo y grupo de acompañamiento. No era ese el balance deseado y las maneras de comprobarlo son sencillas. Alcanza con escuchar la versión mono –y mejor aún, los vinilos originales– y, si quedan dudas, el nivel del bajo, en estas modernas remasterizaciones, en los casos en que no están a cargo del bajo eléctrico: el doble cuarteto de cuerdas de "Eleanor Rigby", el cuarteto de "Yesterday" y el grupo de cuerdas y arpa de "She's Leaving Home". Eventualmente, donde esta nueva remasterización stereo funciona a las maravillas es donde hay menos trabajo de composición en el estudio. Los momentos en que la banda toca y no hay otra cosa que eso –en "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band" y en su reprise, por ejemplo– el sonido, y la manera en que aparecen el empuje y la energía del grupo, son formidables.
Una respuesta artística a una limitación técnica.
Una hipotética restauración que permitiera ver aquellas películas con la definición que actualmente puede lograrse en la imagen –y con la intensidad lumínica del presente– conllevaría un problema: ¿cómo se verían aquellas sombras pintadas? Un problema que se pone en escena, de manera patente, en la edición "De Luxe", recién editada, de la quincuagenaria banda del Sgt. Pepper. Una banda –ellos o The Beatles– que no sólo pintaba las sombras en el suelo sino que, por primera vez, convirtió esa práctica en principio constructivo.
Podría pensarse que con el grado de tensión que Beethoven o Schubert establecen con los instrumentos de su época la situación es similar. ¿Cuánto de esa cualidad de abismo, de temblor, inseparable de un acorde fortísimo en un fortepiano Conrad Graf del siglo XIX, desaparece en un moderno Steinway o en un poderoso Bössendorfer de factura reciente?
La grabación del sonido es una técnica que se ha perfeccionado notablemente a lo largo de un siglo. Algunos músicos –y algunos productores e ingenieros de sonido– aceptaron los límites de la tecnología de cada momento y trataron de lograr, simplemente, la mayor fidelidad que era posible obtener con ella. La restauración de un registro del quinteto de Dizzy Gillespie con Charlie Parker en el saxo, de Billie Holiday con la orquesta de Teddy Wilson o de Alfred Schnabel tocando las sonatas para piano de Beethoven no ofrecería mayores dudas. Habría que tratar de lograr, en la remasterización, lo que sus responsables originales habían querido: la mayor cercanía posible con el sonido real de esos instrumentos en un ambiente ideal de audición.
Pero hubo músicos que, como Murnau y Warm, tomaron decisiones frente a los límites. Duke Ellington grabó en ocasiones con dos baterías, por ejemplo, porque con la tecnología de la época una sola era casi inescuchable. ¿Cómo deberían restaurarse hoy esas grabaciones para que al otorgarle a esos instrumentos un sonido real no se desvirtuara la otra realidad, la que Ellington había logrado en sus discos? Y, obviamente, The Beatles –incluyendo en esa formulación a George Martin, desde luego– tomaron infinidad de decisiones artísticas a partir de los límites tecnológicos, desde acelerar una grabación para conseguir una mayor –y artificial– separación de planos en la mezcla mono –que era la que Martin firmaba– de "She's Leaving Home" hasta el nivel de detalle –o de falta de detalle– de ciertos pasajes masivos –la orquesta en "A day in the Life"o las superposiciones sonoras de "I Am The Walrus"–. Martin sabía qué sonaba y era totalmente consciente de cómo buscar un determinado efecto con esos medios.
Ya la remasterización stereo de toda la discografía Beatle realizada en 2009 había mostrado parte de estos problemas. En "I Am The Walrus", por ejemplo, se escuchaban desprolijidades que nunca debieron haberse percibido. Los Beatles no hacían lo que era innecesario. No tenía sentido darle demasiada importancia a lo que en la edición final no sonaría más que como un efecto. Pero, claro, al cambiar las reglas del juego (qué es lo que puede oírse) se produjo un efecto semejante al que generaría un corredor olímpico de 1967 puesto en una competencia actual. La velocidad con la que había ganado medallas hoy lo condenaría a un innoble último puesto. Es decir, lo que algunos restauradores no tienen en cuenta es que el cambio de condiciones implica, necesariamente, un cambio en las respuestas frente a esas condiciones. Un corredor actual entrenaría para obtener una cierta velocidad –posiblemente impensable hace cincuenta años– y los Beatles, con toda certeza, grabarían hoy la orquesta de "A Day in the Life" de manera diferente a cómo lo habían hecho.
Pero hay un error aún más evidente, que ya estaba en la edición stereo de 2009 –la caja mono sigue siendo imbatible–: el nivel del bajo. Las líneas que Paul McCartney tocaba en ese instrumento y que iban mucho más allá de las meras notas del bajo de cada acorde, demandaban que pudieran ser escuchadas y, para ello, se lo registraba con una intensidad mucho mayor que la habitual en otros grupos pop de la época. Eso era, no obstante, una respuesta a un límite: el bajo, en las grabaciones de la época y en la mezcla mono que posteriormente se editaba, apenas se escuchaba. Si en una antigua grabación de jazz el sonido de las ediciones del momento provocaba –de manera forzosa– un balance poco real, donde los bajos sonaban mucho menos que lo que sucedía en la audición en vivo, y una remasterización actual recupera el balance que con aquella tecnología era imposible de lograr, con The Beatles sucede algo muy distinto. Martin y McCartney (posiblemente sin el consentimiento de Lennon) ya habían hecho algo al respecto. Y al no tenerlo en cuenta, este nuevo Sgt, Pepper queda convertido en una especie de gran concierto para bajo y grupo de acompañamiento. No era ese el balance deseado y las maneras de comprobarlo son sencillas. Alcanza con escuchar la versión mono –y mejor aún, los vinilos originales– y, si quedan dudas, el nivel del bajo, en estas modernas remasterizaciones, en los casos en que no están a cargo del bajo eléctrico: el doble cuarteto de cuerdas de "Eleanor Rigby", el cuarteto de "Yesterday" y el grupo de cuerdas y arpa de "She's Leaving Home". Eventualmente, donde esta nueva remasterización stereo funciona a las maravillas es donde hay menos trabajo de composición en el estudio. Los momentos en que la banda toca y no hay otra cosa que eso –en "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band" y en su reprise, por ejemplo– el sonido, y la manera en que aparecen el empuje y la energía del grupo, son formidables.
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jueves, 25 de mayo de 2017
El sonido de los sueños
...Una misma historia, una historia de terror, o infantil –tal vez sea lo mismo–, es tomada por dos de los compositores más importantes de la actualidad y desde estéticas poco menos que opuestas. Helmut Lachenmann compone una pieza en gran escala, una ópera donde los personajes son más bien los sonidos, y David Lang una pasión a la manera bachiana –aunque sin nada de Bach– donde el texto es interpelado por otros. El cuento que ambos toman como punto de partida es “La vendedora de fósforos” (o la niña de los fósforos) de Hans Christian Andersen. Y los dos lo cuentan como si se tratara de un sueño. O la ensoñación, en todo caso, es la que da cuenta de ese universo de sonidos subdivididos, espejados y proliferados hasta el infinito, en Lachenmann, y de esa suerte de letanía que cuenta sin pasión la Pasión de una niña golpeada por su padre, tratando de vender fósforos en una noche de navidad, viendo la alegría detrás de las ventanas ajenas mientras muere de frío en la calle. Como en sueños, pasado y presente, el propio mundo y el ajeno, el sufrimiento y la esperanza transitan por ese relato sin fronteras, con la misma naturalidad con que la habitación conocida se transforma en un pasillo sin final, en una caída interminable...
De "El sonido de los sueños", ensayo que da título al libro que, en estos días, publica Debate.
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Días y espumas
"Soy snob, aún más snob que hasta hace un rato, y cuando me muera quiero un sudario de Dior", canta Boris Vian en "J'suis snob", con música de Jimmy Walter. Una versión muy lograda de Alberto Favero, que interpretaba su mujer de entonces, Nacha Guevara, introducía la variante "Tengo abono en el Colón pero no voy". Vian, trompetista amateur, letrista de canciones y cantante, autor de muchas novelas ingeniosas y de algunas geniales –La espuma de los días, Otoño en Pekín que, claro, no sucede ni en otoño ni en Pekín–, dijo algunas grandes frases ("la lengua es un órgano sexual que ocasionalmente puede utilizarse para hablar", "los seres humanos se equivocan en conjunto pero parece que siempre tienen razón cuando están solos") y escribió también sobre una de sus pasiones, el jazz. Fue un ferviente defensor del hot y un furibundo enemigo del cool, en una época en que parecían ser opuestos. La encarnación del mal, en música, para él tenía un nombre: Gerry Mulligan. Había nacido en 1920. Murió a los 39 años de un ataque al corazón mientras asistía, de incógnito, al preestreno de la película de la que había sido expulsado después de pelearse con todo el mundo. Se trataba de la adaptación de su novela Escupiré sobre sus tumbas, que en su momento había firmado como Vernon Sullivan por miedo al escándalo. El film fue dirigido por Michel Gast y tiene una bella banda de sonido de Alain Goraguer,
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miércoles, 24 de mayo de 2017
Dos guitarristas
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domingo, 21 de mayo de 2017
Naqsh
El viernes, con amigos, veo un disco que Guillermo Hernández, de Minton's, le llevó al dueño de casa. Músicas desconocidas para mí. Dos iraníes, la guitarrista Golfam Khayam –con mucho, y bueno, de Ralph Towner– y la clarinetista Mona Matbou Riahi, que conforman el dúo Naqsh. Investigo, escucho y recomiendo.
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viernes, 19 de mayo de 2017
Cuervos
Se está representado hasta el domingo, en el CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón), el extraordinario monodrama El cuervo, del compositor Toshio Hosokawa sobre el poema de Edgar Alan Poe. La puesta es de Federico Lamas, un videasta e ilustrador. "El cuervo" (el poema) ha tenido a lo largo de la historia, diversas ediciones ilustradas, firmadas por algunos de los más célebres en el oficio: John Tenniel (el ilustrador de Alice in Wonderland, de Lewis Caroll), el genial Gustave Doré –las más cargadas de simbolismo– y nada menos que Édouard Manet, para le edición traducida al francés por Stéphane Mallarmé. Aquí, algunas de ellas.
"El cuervo" según Tenniel
"El cuervo" según Doré
"El cuervo" según Manet
"El cuervo" según Tenniel
"El cuervo" según Doré
"El cuervo" según Manet
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