Hace un año murió Luis Alberto Spinetta. Transcribo aquí lo que en esa oportunidad escribí en Página/12.
En la tarde
de ayer, Silvio Rodríguez subió en su blog una foto y la letra de una
canción. La foto era de Luis Alberto Spinetta y la letra la de “El
anillo del Capitán Beto”. El cantante y compositor cubano, atravesado
como tantos por el dolor, ponía de manifiesto una verdad incontrastable.
Algunos, los mejores, pueden ser nombrados tan sólo con sus obras.
Estaban los datos fríos: el cáncer de pulmón diagnosticado en julio del
año pasado, los mensajes en Twitter de sus hijos, la noticia descarnada:
Spinetta había muerto a los 62 años. Más allá de la biografía, de las
minucias de un periodismo amarillo que tampoco esta vez estuvo a la
altura de las circunstancias, de una privacidad que no debió ser
invadida ni debería serlo tampoco ahora, para sus hijos, que estuvieron a
su alrededor en los momentos finales y que lo cremarán en privado, hay
una historia. Y esa historia les pertenece sólo a ellos. Para los demás,
Spinetta no ha muerto porque allí está, y seguirá estando, su obra.
Las exegesis abundarán en fórmulas como “padre” o “fundador del rock
nacional”. Limitar su importancia a la mera estadística de un género
sería, sin embargo, una injusticia mayúscula. Porque de lo que se trata
no es de quién llegó primero a ningún lugar ni del modesto valor que
pudiera tener la invención del rock argentino. Todo eso existe,
eventualmente, pero lo que Spinetta hizo, como antes Dames, Demare, o
Falú, fue crear algunas de las canciones más significativas de los
últimos cuarenta años. Ni “Ella también”, ni “Barro tal vez”, o “Los
libros de la buena memoria”, o “Las golondrinas de Plaza de Mayo”, o
“Laura Va”, “Durazno sangrando”, “A estos hombres tristes”, “Los
elefantes”, “Hoy todo el hielo en la ciudad”, “La cereza del zar”,
“Credulidad”, “Seguir viviendo sin tu amor”, “Tema de Pototo” o “Tu
vuelo al final”, por sólo nombrar algunas de sus canciones, las primeras
en ser recordadas, se agotan en los estrechos límites de un estilo ni
de una generación. Cuando, en 1968, Leonardo Favio cantó “Tema de
Pototo”, cambiándole el título por “Para saber cómo es la soledad”,
entendía, en todo caso, que de lo que se trataba no era de una canción
de rock sino, simplemente, de una gran canción.
“La música es algo que va más allá de si uno da recitales o no. Hay
que librarse de todo eso y quedarse con la naturaleza del sonido, como
para ver bien a qué jugamos con este lenguaje tan maravilloso”, decía
Spinetta en una charla abierta ante estudiantes de música, hace once
años. Y concluía con una de esas iluminaciones, esas metáforas
desaforadas con las que lograba forzar las palabras, invadirlas de un
ritmo propio y hacerles decir lo que nadie había dicho antes: “Y a mí,
que me siento un pequeño músico, frente a músicas que son el cielo, me
encanta poder difundir algunas ideas que creo que son válidas. Me
encanta poder hablar de lo sagrado que tiene el sonido. De esa arcilla
con la que, si se tiene la visión del cielo, se puede elaborar el
cielo”.
Figuraté
El arte de Spinetta, en todo caso, siempre había tenido que ver con
llevar los materiales –una melodía de una amplitud melódica inédita, una
armonía que la recorría con un significado sorprendente, unos acentos
que la convertían en elemento vivo– a su propio terreno, allí donde
estaba “la cereza del zar impulsada por él”; allí donde se compelía a
figurarse que se perdía “la cabezá”. Esos acentos a contrapelo en la
canción “Figuración”, incluida en esa suerte de mapa de futuros
territorios que fue el primer disco de larga duración de Almendra, son,
en ese sentido, toda una declaración. Porque podría pensarse en un
error; en una falta de pericia en la manera de conciliar música y letra;
en un trabajo apresurado o demasiado autocomplaciente. Pero, en cambio,
están las versiones anteriores de ese tema, escuchadas en vivo, donde
todo cabía perfectamente y todavía “cabeza” no se había perdido en un
nuevo acento. Y esas versiones muestran que no hay error sino decisión.
Que la desnaturalización de la palabra era necesaria para crear un
efecto.
El tiempo era veloz, en los finales de la década de 1960. Un día los
Beatles sacudían al mundo con la
Banda del Sargento Pepper y al otro ya
no existían. De un disco a otro de The Who, Procol Harum, Moody Blues o
The Hollies había universos de distancia. Y la historia del grupo que
cambió para siempre la historia de la música artística de tradición
popular en la Argentina también fue rápida. En 1966 The Larks, un grupo
en el que tocaban Luis Alberto Spinetta y el baterista Rodolfo García,
cambiaba de nombre por The Mods y luego se unía a Los Sbrirros, donde
tocaban el guitarrista Edelmiro Molinari y el bajista Emilio Del
Güercio, ambos compañeros de Spinetta en la escuela San Román. Después
de un año de paréntesis, motivado por el servicio militar de García, en
marzo de 1968 el grupo retomaba sus ensayos y cambiaba de nombre.
Pensaron llamarse La Organización o El Tribunal de la Inquisición.
Finalmente eligieron Almendra. Una conversación casual con el productor
discográfico Ricardo Kleiman (también factótum del programa radial
Modart en la noche, patrocinado por su empresa familiar), a la salida de
un recital de Los Gatos en el teatro Payró, derivó en la firma de un
contrato con la RCA Victor. En agosto, la revista
Pinap –la primera
dedicada casi exclusivamente a lo que todavía se llamaba “música beat” y
destinada explícitamente, en la Argentina, a un público juvenil–, en su
número 5, hablaba por primera vez de ellos. “Almendra se llama el
conjunto que, seguramente, se va a convertir en la sensación de la
próxima primavera porteña”, sentenciaba. “El capo del group (sic), José
Luis (sic, de nuevo), según algunos de los más entendidos músicos beats
de Baires está destinado a ser una especie de prolífico Lennon
argentino: tiene alrededor de sesenta temas compuestos, ‘uno mejor que
el otro’ según dicen. Almendra ya está grabando sus temas y el mes que
viene RCA los lanzará al mercado.” Ya eran capaces de vaticinar el éxito
y calificar la música del grupo, aunque nunca la habían escuchado, no
sabían el nombre de Spinetta, y anunciaban grabaciones que, en rigor,
recién comenzarían un mes después, con el registro, el 20 de agosto, de
“Tema de Pototo”.
Fantasía en blanco y blanco
Pero hay una canción grabada apenas unos días después, el 2 de
octubre, que alcanza para poner en escena, con toda su magnitud, el
talento de este supuesto “Lennon argentino”. El tema ocuparía el lado A
del segundo simple del grupo. Su nombre era “Hoy todo el hielo en la
ciudad”. La sola mención de la ciudad en un título ya significaba algo. Y
esa ciudad era, en este caso, una fantasmagoría. Una ciudad cubierta
por el hielo. Un blanco profundo permanente, arriba y abajo; de nada
servía perforar el hielo y remontarse al cielo: sólo se podía observar
el hielo en la ciudad. Allí aparecía, muy tempranamente, una guitarra
distorsionada. También un vibrafón –tocado por Mariano Tito– y un pitido
electrónico à la Pink Floyd. Y además, una escena genial. Como
sucedería más adelante con el Capitán Beto –esa brillante continuación
de Trafalgar Medrano, el camionero espacial que había creado Angélica
Gorodischer–, esta fantasía en blanco y blanco aparecía anclada en
Buenos Aires, aun cuando nunca se la nombrara. No podía ser otra la
ciudad donde “inmóvil ha quedado un tren, entre el hielo de la estación”
y en que “mientras no hay nadie que pueda ayudar, los niños saltan de
felicidad”. En la ciudad de la dictadura de Onganía, allí donde no se
podía hablar y reinaba la censura, y donde el tango venía cantándole a
una ciudad irreal –sin casas de departamentos ni migración interna– y a
un barrio idealizado y convertido en mito desde hacía décadas, por
primera vez esa geografía imaginaria era trazada desde otra parte. Eran
los años en que Cadícamo llamaba “cretinos y turros” a los que “escuchan
a los Beat’s” y Spinetta cantaba, a los 18 años, “cuánta ciudad, cuánta
sed, y tú un hombre solo”.
En 1968, lo que después se llamó rock no entraba en los diarios. Es
más, allí no había crítica de música popular. El pionero, en esa
materia, fue Jorge Andrés, en sus notas para la revista
Análisis y, un
poco después, en el diario
La Opinión. “Antes de seis meses, no menos de
30 grupos de virginal anonimato lograron un contrato de exclusividad
con alguna grabadora o productor independiente”, diagnosticaba en un
artículo publicado por Análisis el 30 de marzo de 1971. Allí citaba a un
buscador de talentos de un sello grabador diciendo “en la Capital hay
por lo menos un conjunto en cada manzana” y afirmaba: “Al cabo de dos
años de imprudente utilización, el rótulo música beat comprende ahora
cualquier tipo de grupo, con la condición de que sus participantes sean
jóvenes, no importa si practican una cerrada investigación underground o
se dedican a las tonterías más calculadoras”. Para ese entones, ya todo
había sucedido. El 21 de noviembre del año anterior Almendra había
actuado en el primer B.A. Rock, en el Velódromo, estrenando gran parte
de los temas de su doble, que terminaría de ser grabado seis días
después y se publicaría el 19 de diciembre. En esa ocasión, la canción
“Rutas argentinas” había sido chiflada por gran parte de los asistentes.
Era “música comercial” para los oídos de barricada azuzados por la
revista Pelo y su taxativa división entre “progresivo” o “complaciente”.
El 25 de ese mes sería la última actuación, en el cine Pueyrredón de
Flores.
Distinto, nuevo, desafiante
El protocolo indicaba que los grupos debían separarse, y Almendra se
separó. Vino Pescado Rabioso, con la explicitación de un mandato más
carnal (y la influencia de Led Zeppelin a cuestas). Pero estaba
Spinetta, claro, y entonces todo acababa siendo distinto. Y nuevo, y
desafiante. Y ese lenguaje “de época” se mezclaba con una serpiente que
viajaba por la sal, y con una de las clásicas e inquietantes –y
dolorosamente bellas– melodías de su autor. Después llegó Invisible. Y
Jade. Y Los Socios del Desierto. Pero la originalidad siguió siendo la
misma. “Veo a la música como el cielo”, decía Spinetta en aquella
conversación con estudiantes de música. “Con la complejidad, la
magnificencia y la sencillez del cielo”. Allí decía: “Inventar es
maravilloso. Porque tenemos esa gran posibilidad de descubrir algo y
volverlo cien por ciento efectivo, como decía John Cage. Lograr el
máximo de utilidad de una materia sonora que originalmente no fue
pensada como instrumento. Cuando no hay catálogo, cuando uno desvirga
una materia, todo se inventa y al no haber con qué comparar lo que
hacemos, eso es el máximo hasta que venga otro y le saque otro juguito.
La materia, en esa primera vez, da todo de sí”. Definía la creación como
una “colisión entre uno y los materiales” y “un milagro”.
Dos de las palabras más usadas por Spinetta en sus canciones son
“luz” y “mirada”. Pero uno de sus sellos de fábrica –y de todo el rock
argentino a partir de él– fue siempre la utilización de palabras
inusualmente largas (“desenvolverás”, por ejemplo, en “Abrázame
inocentemente”). Palabras que obligan a usar varios acentos o,
directamente, a desplazarlos. En una tradición que, en el español, se
remonta a Juan de Mena y a Francisco de Quevedo y, más cerca, a Rubén
Darío, Spinetta (y curiosamente, casi al mismo tiempo Juan Gelman, en
Fábulas) ya desde el primer disco de Almendra forzaba la prosodia. La
colisionaba. “Es muy difícil conmoverse con la obra de uno”, decía. Se
emocionaba con “ese instante en que la música puede enmudecerlo a uno”.
Hoy, enmudecidos de tristeza, los demás, aquellos para los que no ha
muerto, se conmueven –y seguirán haciéndolo– con su obra. Esa que ya es
capaz de nombrarlo para siempre.