sábado, 16 de marzo de 2013

Sensualidad









En el excelente prólogo escrito por Pablo Gianera para Pensamientos verticales, de Morton Feldman –bella y trascendente publicación de la editorial Caja Negra–, se abunda con maestría en la relación de la música de Feldman con la pintura de algunos de sus contemporáneos y, en particular, con la de Philip Guston y, claro, de Mark Rothko. Cita el artículo "Pintura de tipo americano", escrito por Clement Greenberg en 1955, donde "hablaba del 'color incandescente' y 'de la descarada y simple sensualidad' de los grandes cuadros verticales de Rothko'." Y concluye el párrafo diciendo: "Por lo demás, no hay en la segunda mitad del siglo XX música más sensual que la de Feldman".
Disiento.
Y parto de una admisión. Feldman me interesa, puedo llegar a admirarlo y hay obras como Rothko Chapel (precisamente) o The viola in my life que escucho con cierta cautivación. Pero no me produce placer en absoluto. Y mucho menos encuentro allí ninguna clase de sensualidad. Tal vez se trate de mí. Ya se sabe, para aquel que sólo sueña con morochas delgadas, una rubia voluptuosa puede ser invisible. Y no se trata, es obvio, de que ella carezca de atractivos. Pero lo cierto es que, puesto a pensar en la sensualidad de la música y circunscribiéndome al campo delimitado por Gianera –explícitamente el de la segunda mitad del siglo XX e implícitamente el de la tradición académica– y aun sin negarle del todo su sensualidad a Morton Feldman, encuentro que sí hay músicas más sensuales. La sensualidad exquisita y refinada de Kaija Saariaho, la sensualidad torturada de Sofia Gubaidulina –me percato del hecho de que mis primeros ejemplos son femeninos y sólo puedo concluir en que el inconsciente hace lo suyo–, la sensualidad acuarelística de Toshio Hosokawa, la sensualidad avasalladora de John Adams (que me perdone la inteligentzia), la sensualidad explosiva del Cuarteto de cuerdas No. 2 de Krzysztof Penderecki, la sensualidad envolvente del Concierto de cámara de György Ligeti y hasta la sensualidad material, escandalosa, si no de la obra completa por lo menos del comienzo de Répons, de Pierre Boulez.
Dice Gianera, glosando al compositor Cornelius Cardew, que la lentitud, en Feldman, es algo así como "la puerta estrecha a cuyas dimensiones el oyente debe acomodarse para empezar a reconocer los materiales de esa música, la invención irisada que habita sus obras. El tiempo –continúa Gianera– no es utilizado como principio constructivo, sino más bien abandonado a su suerte. Se trata de una quietud que, en palabras del propio Feldman, se despliega entre la expectativa y la consumación y que parece situar ilusoriamente su música antes y después de toda música." Nada de esa lentitud me interpela; nada de la ilusión de falta de transcurso y de borramiento del tiempo me seduce. No deja de sorprenderme, eso sí, el extraño y particular culto argentino a Feldman, tal vez originado en el peso que Mariano Etkin –uno de sus primeros apóstoles locales– ha tenido como formador. Podría caer en una boutade a la que ya he recurrido en alguna oprtunidad con cierto éxito: "morton feldman, se acabó la rabia". Prefiero en cambio agradecer la existencia de un libro inteligente, capaz de lograr que uno discuta con él. Y, por supuesto, la de un inteligente –y magníficamente escrito– prólogo.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Libros







"...mi impresión es que el 'himno de Charly', de 1990, que al término de la transición democrática marcó el reemplazo del modelo militar del heroísmo por un estilo de lo patriótico asociado al rock, al fútbol y a la televisión, sigue siendo una referencia importante para explorar el imaginario nacional contemporáneo..."  En el Prólogo a la segunda edición de O juremos con gloria morir. Una historia del Himno Nacional Argentino, de la Asamblea del Año XIII a Charly García, de Esteban Buch. Eterna Cadencia, 2013.










"'Nací en 1901 [...]. Como verán, es fácil comprender que me considere uno de los primeros hombres del siglo', afirmaba Juan Carlos Paz. En otras ocasiones dio como años de su nacimiento 1899, 1903 y 1905: cuestión de desconcertar a posibles futuros historiadores, de ficcionalizar la biografía, en franca descendencia macedoniana. Su sentido del humor, su horror de pertenecer al siglo XIX y su espíritu polémico aparecen ya aquí. Temor del tiempo, pero también desconfianza de las precisiones cerradas, gusto por la indeterminación y a través de ella por la capacidad poética de la posibilidad. Esta actitud es particularmente sensible en los últimos años de su vida: Galaxia 64 fue compuesta, según lo que el autor anota en la partitura, en 'casi Buenos Aires...'..." En el Capítulo 1. Situación y oportunidad de Vanguardias al sur. La música de Juan Carlos Paz, de Omar Corrado. Universidad Nacional de Quilmes Editorial, 2013.



"Como está finalizando la temporada y estas obras (Flor de nieve, de Constantino Gaito, e Ilse, de Gilardo Gilardi) no se han dado ni se anuncian, es de sospechar que no subirán a las tablas, dejando a sus autores burlados y con considerables gastos hechos: copias de partituras, partes, figurines, etc. Es de esperar que alguien haga recordar a la empresa el cumplimiento de la única obligación que beneficia al naciente arte argentino y que –aunque parezca raro– fue uno de los motivos porque se creo el lujoso teatro municipal." Julián Aguirre, El Hogar, agosto de 1921. Citado por Silvina Luz Mansilla en Julián Aguirre y la convalidación de la producción nacionalista argentina desde el semanario El Hogar (1920-1924), uno de los trabajos incluidos en Dar la nota. El rol de la prensa en la historia musical argentina, Gourmet Musical, 2012.

lunes, 4 de marzo de 2013

Gestualidad








Hace años, en Nueva York, adonde había ido a entrevistar a John Faddis, vi por televisión una clase donde Wynton Marsalis explicaba a unos niños la síncopa. No subdividía el ritmo ni hacía ningún gráfico en un pizarrón con corcheas ligadas. Cantaba una canción infantil y luego introducía en ella una síncopa. Resumía todo el asunto con un gesto. Adelantaba un poco el cuerpo, entrecerraba los ojos, fruncía apenas los labios. Hacía el gesto de la síncopa y todos los niños entendían inmediatamente. Luego, varios de ellos introducían síncopas en canciones que ellos elegían. Hubo una época en la que pensaba que los gestos sobraban. Que la mejor manera de escuchar música era en disco (y con los ojos cerrados, salvo que se estuviera siguiendo la partitura), para que no hubiera distracción alguna. Para que la música fuera sonido y nada más. Si hiciera falta una prueba de que estaba equivocado, bastaría con este video. Aquí, la Orquesta y el Coro Sinfónicos de Sâo Pablo, con dirección de John Neschling, interpretan, en un concierto de año nuevo en la maravillosa sala que alguna ver fue la estación de trenes de la ciudad –y que la televisión transmitió en directo–, el final del Choros No 10 "Rasga o coraçâo", de Heitor Villa-Lobos. Una especie de Stravinsky con bastante de Varèse y pasado por el trópico. La obra es de 1926, su escritura rítmica es intrincadísima y al coro y la orquesta no les importa. Porque lo bailan. El efecto es extraordinario. Y, sin duda, verlo es una manera incluso mejor de escucharlo.

jueves, 28 de febrero de 2013

Modernismo















La literatura no necesitó ser antirromántica. O no lo necesitó a fondo. La música, como la pintura –aunque con menos suerte en el mercado– reivindicó, en los comienzos del siglo XX, la abstracción como virtud. Y, a diferencia de la literatura, en el mundo del sonido los que pretendían algún grado de representación –incluso representaciones populares– eran los reaccionarios. El progreso estaba del lado de quienes ignoraban connotaciones o funcionamientos sociales. Los revolucionarios (musicales) eran quienese negaban cualquier posible extramusicalidad. Lo que en otras artes estaba bien (hablar del pueblo, mostrar la cultura de la pobreza, defender las especificidades lingüísticas regionales) en la música era signo inocultable de decadencia. Lo que en la literatura significaba el enfrentamiento con las viejas academias, en la música implicaba la consagración de sus ideales. Escuchaba, hoy, Festa das igrejas, una magnífica (y algo delirante) pieza para orquesta y órgano compuesta en 1940 por Francisco Mignone, un brasileño nacido en 1897 y muerto en 1986. La escuchaba en la extraordinaria versión de la Orquesta de San Pablo editada por el sello sueco Bis (con publicación brasileña por parte de Biscoito Fino, la misma marca en la que actualmente editan su material Chico Buarque y Maria Bethania). Pensaba en una nueva posible lectura del nacionalismo musical en Latinamérica como movimiento modernista. Aun cuando sus cultores no lo fueran. O no del todo. O no conscientemente.

viernes, 8 de febrero de 2013

Hoy todo el hielo en la ciudad

Hace un año murió Luis Alberto Spinetta. Transcribo aquí lo que en esa oportunidad escribí en Página/12.

 







En la tarde de ayer, Silvio Rodríguez subió en su blog una foto y la letra de una canción. La foto era de Luis Alberto Spinetta y la letra la de “El anillo del Capitán Beto”. El cantante y compositor cubano, atravesado como tantos por el dolor, ponía de manifiesto una verdad incontrastable. Algunos, los mejores, pueden ser nombrados tan sólo con sus obras. Estaban los datos fríos: el cáncer de pulmón diagnosticado en julio del año pasado, los mensajes en Twitter de sus hijos, la noticia descarnada: Spinetta había muerto a los 62 años. Más allá de la biografía, de las minucias de un periodismo amarillo que tampoco esta vez estuvo a la altura de las circunstancias, de una privacidad que no debió ser invadida ni debería serlo tampoco ahora, para sus hijos, que estuvieron a su alrededor en los momentos finales y que lo cremarán en privado, hay una historia. Y esa historia les pertenece sólo a ellos. Para los demás, Spinetta no ha muerto porque allí está, y seguirá estando, su obra.
Las exegesis abundarán en fórmulas como “padre” o “fundador del rock nacional”. Limitar su importancia a la mera estadística de un género sería, sin embargo, una injusticia mayúscula. Porque de lo que se trata no es de quién llegó primero a ningún lugar ni del modesto valor que pudiera tener la invención del rock argentino. Todo eso existe, eventualmente, pero lo que Spinetta hizo, como antes Dames, Demare, o Falú, fue crear algunas de las canciones más significativas de los últimos cuarenta años. Ni “Ella también”, ni “Barro tal vez”, o “Los libros de la buena memoria”, o “Las golondrinas de Plaza de Mayo”, o “Laura Va”, “Durazno sangrando”, “A estos hombres tristes”, “Los elefantes”, “Hoy todo el hielo en la ciudad”, “La cereza del zar”, “Credulidad”, “Seguir viviendo sin tu amor”, “Tema de Pototo” o “Tu vuelo al final”, por sólo nombrar algunas de sus canciones, las primeras en ser recordadas, se agotan en los estrechos límites de un estilo ni de una generación. Cuando, en 1968, Leonardo Favio cantó “Tema de Pototo”, cambiándole el título por “Para saber cómo es la soledad”, entendía, en todo caso, que de lo que se trataba no era de una canción de rock sino, simplemente, de una gran canción.
“La música es algo que va más allá de si uno da recitales o no. Hay que librarse de todo eso y quedarse con la naturaleza del sonido, como para ver bien a qué jugamos con este lenguaje tan maravilloso”, decía Spinetta en una charla abierta ante estudiantes de música, hace once años. Y concluía con una de esas iluminaciones, esas metáforas desaforadas con las que lograba forzar las palabras, invadirlas de un ritmo propio y hacerles decir lo que nadie había dicho antes: “Y a mí, que me siento un pequeño músico, frente a músicas que son el cielo, me encanta poder difundir algunas ideas que creo que son válidas. Me encanta poder hablar de lo sagrado que tiene el sonido. De esa arcilla con la que, si se tiene la visión del cielo, se puede elaborar el cielo”.

Figuraté

El arte de Spinetta, en todo caso, siempre había tenido que ver con llevar los materiales –una melodía de una amplitud melódica inédita, una armonía que la recorría con un significado sorprendente, unos acentos que la convertían en elemento vivo– a su propio terreno, allí donde estaba “la cereza del zar impulsada por él”; allí donde se compelía a figurarse que se perdía “la cabezá”. Esos acentos a contrapelo en la canción “Figuración”, incluida en esa suerte de mapa de futuros territorios que fue el primer disco de larga duración de Almendra, son, en ese sentido, toda una declaración. Porque podría pensarse en un error; en una falta de pericia en la manera de conciliar música y letra; en un trabajo apresurado o demasiado autocomplaciente. Pero, en cambio, están las versiones anteriores de ese tema, escuchadas en vivo, donde todo cabía perfectamente y todavía “cabeza” no se había perdido en un nuevo acento. Y esas versiones muestran que no hay error sino decisión. Que la desnaturalización de la palabra era necesaria para crear un efecto.
El tiempo era veloz, en los finales de la década de 1960. Un día los Beatles sacudían al mundo con la Banda del Sargento Pepper y al otro ya no existían. De un disco a otro de The Who, Procol Harum, Moody Blues o The Hollies había universos de distancia. Y la historia del grupo que cambió para siempre la historia de la música artística de tradición popular en la Argentina también fue rápida. En 1966 The Larks, un grupo en el que tocaban Luis Alberto Spinetta y el baterista Rodolfo García, cambiaba de nombre por The Mods y luego se unía a Los Sbrirros, donde tocaban el guitarrista Edelmiro Molinari y el bajista Emilio Del Güercio, ambos compañeros de Spinetta en la escuela San Román. Después de un año de paréntesis, motivado por el servicio militar de García, en marzo de 1968 el grupo retomaba sus ensayos y cambiaba de nombre. Pensaron llamarse La Organización o El Tribunal de la Inquisición. Finalmente eligieron Almendra. Una conversación casual con el productor discográfico Ricardo Kleiman (también factótum del programa radial Modart en la noche, patrocinado por su empresa familiar), a la salida de un recital de Los Gatos en el teatro Payró, derivó en la firma de un contrato con la RCA Victor. En agosto, la revista Pinap –la primera dedicada casi exclusivamente a lo que todavía se llamaba “música beat” y destinada explícitamente, en la Argentina, a un público juvenil–, en su número 5, hablaba por primera vez de ellos. “Almendra se llama el conjunto que, seguramente, se va a convertir en la sensación de la próxima primavera porteña”, sentenciaba. “El capo del group (sic), José Luis (sic, de nuevo), según algunos de los más entendidos músicos beats de Baires está destinado a ser una especie de prolífico Lennon argentino: tiene alrededor de sesenta temas compuestos, ‘uno mejor que el otro’ según dicen. Almendra ya está grabando sus temas y el mes que viene RCA los lanzará al mercado.” Ya eran capaces de vaticinar el éxito y calificar la música del grupo, aunque nunca la habían escuchado, no sabían el nombre de Spinetta, y anunciaban grabaciones que, en rigor, recién comenzarían un mes después, con el registro, el 20 de agosto, de “Tema de Pototo”.

Fantasía en blanco y blanco

Pero hay una canción grabada apenas unos días después, el 2 de octubre, que alcanza para poner en escena, con toda su magnitud, el talento de este supuesto “Lennon argentino”. El tema ocuparía el lado A del segundo simple del grupo. Su nombre era “Hoy todo el hielo en la ciudad”. La sola mención de la ciudad en un título ya significaba algo. Y esa ciudad era, en este caso, una fantasmagoría. Una ciudad cubierta por el hielo. Un blanco profundo permanente, arriba y abajo; de nada servía perforar el hielo y remontarse al cielo: sólo se podía observar el hielo en la ciudad. Allí aparecía, muy tempranamente, una guitarra distorsionada. También un vibrafón –tocado por Mariano Tito– y un pitido electrónico à la Pink Floyd. Y además, una escena genial. Como sucedería más adelante con el Capitán Beto –esa brillante continuación de Trafalgar Medrano, el camionero espacial que había creado Angélica Gorodischer–, esta fantasía en blanco y blanco aparecía anclada en Buenos Aires, aun cuando nunca se la nombrara. No podía ser otra la ciudad donde “inmóvil ha quedado un tren, entre el hielo de la estación” y en que “mientras no hay nadie que pueda ayudar, los niños saltan de felicidad”. En la ciudad de la dictadura de Onganía, allí donde no se podía hablar y reinaba la censura, y donde el tango venía cantándole a una ciudad irreal –sin casas de departamentos ni migración interna– y a un barrio idealizado y convertido en mito desde hacía décadas, por primera vez esa geografía imaginaria era trazada desde otra parte. Eran los años en que Cadícamo llamaba “cretinos y turros” a los que “escuchan a los Beat’s” y Spinetta cantaba, a los 18 años, “cuánta ciudad, cuánta sed, y tú un hombre solo”.
En 1968, lo que después se llamó rock no entraba en los diarios. Es más, allí no había crítica de música popular. El pionero, en esa materia, fue Jorge Andrés, en sus notas para la revista Análisis y, un poco después, en el diario La Opinión. “Antes de seis meses, no menos de 30 grupos de virginal anonimato lograron un contrato de exclusividad con alguna grabadora o productor independiente”, diagnosticaba en un artículo publicado por Análisis el 30 de marzo de 1971. Allí citaba a un buscador de talentos de un sello grabador diciendo “en la Capital hay por lo menos un conjunto en cada manzana” y afirmaba: “Al cabo de dos años de imprudente utilización, el rótulo música beat comprende ahora cualquier tipo de grupo, con la condición de que sus participantes sean jóvenes, no importa si practican una cerrada investigación underground o se dedican a las tonterías más calculadoras”. Para ese entones, ya todo había sucedido. El 21 de noviembre del año anterior Almendra había actuado en el primer B.A. Rock, en el Velódromo, estrenando gran parte de los temas de su doble, que terminaría de ser grabado seis días después y se publicaría el 19 de diciembre. En esa ocasión, la canción “Rutas argentinas” había sido chiflada por gran parte de los asistentes. Era “música comercial” para los oídos de barricada azuzados por la revista Pelo y su taxativa división entre “progresivo” o “complaciente”. El 25 de ese mes sería la última actuación, en el cine Pueyrredón de Flores.

Distinto, nuevo, desafiante

El protocolo indicaba que los grupos debían separarse, y Almendra se separó. Vino Pescado Rabioso, con la explicitación de un mandato más carnal (y la influencia de Led Zeppelin a cuestas). Pero estaba Spinetta, claro, y entonces todo acababa siendo distinto. Y nuevo, y desafiante. Y ese lenguaje “de época” se mezclaba con una serpiente que viajaba por la sal, y con una de las clásicas e inquietantes –y dolorosamente bellas– melodías de su autor. Después llegó Invisible. Y Jade. Y Los Socios del Desierto. Pero la originalidad siguió siendo la misma. “Veo a la música como el cielo”, decía Spinetta en aquella conversación con estudiantes de música. “Con la complejidad, la magnificencia y la sencillez del cielo”. Allí decía: “Inventar es maravilloso. Porque tenemos esa gran posibilidad de descubrir algo y volverlo cien por ciento efectivo, como decía John Cage. Lograr el máximo de utilidad de una materia sonora que originalmente no fue pensada como instrumento. Cuando no hay catálogo, cuando uno desvirga una materia, todo se inventa y al no haber con qué comparar lo que hacemos, eso es el máximo hasta que venga otro y le saque otro juguito. La materia, en esa primera vez, da todo de sí”. Definía la creación como una “colisión entre uno y los materiales” y “un milagro”.
Dos de las palabras más usadas por Spinetta en sus canciones son “luz” y “mirada”. Pero uno de sus sellos de fábrica –y de todo el rock argentino a partir de él– fue siempre la utilización de palabras inusualmente largas (“desenvolverás”, por ejemplo, en “Abrázame inocentemente”). Palabras que obligan a usar varios acentos o, directamente, a desplazarlos. En una tradición que, en el español, se remonta a Juan de Mena y a Francisco de Quevedo y, más cerca, a Rubén Darío, Spinetta (y curiosamente, casi al mismo tiempo Juan Gelman, en Fábulas) ya desde el primer disco de Almendra forzaba la prosodia. La colisionaba. “Es muy difícil conmoverse con la obra de uno”, decía. Se emocionaba con “ese instante en que la música puede enmudecerlo a uno”. Hoy, enmudecidos de tristeza, los demás, aquellos para los que no ha muerto, se conmueven –y seguirán haciéndolo– con su obra. Esa que ya es capaz de nombrarlo para siempre.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Frases










"...lo único que los hace sentirse vivos es algo que, sin embargo, lentamente, está destinado a matarlos. Los hijos para los padres, el éxito para los artistas, las montañas demasiado altas para los alpinistas..."
Alessando Baricco, Mr Gwyn.

"Odio la 'música clásica': no la cosa, sino el nombre. Éste encierra un arte tenazmente vivo dentro de un parque temático del pasado..."
Alex Ross, comienzo (muy buen comienzo) de Escucha esto.

"Quien no vive tiene miedo de la muerte"
Título de un disco publicado por Ney Matogroso en 1988

lunes, 4 de febrero de 2013

Edades













Es posible que la música ya no sea el lenguaje de la juventud. En todo caso, lo que es evidente es que ya no hay jóvenes de 16, 17 o 18 años como Miles Davis, Paul McCartney, John Lennon o Luis Alberto Spinetta esperando revolucionar el mundo. O por lo menos, no es en ese campo. Eventualmente, como hipotética imagen de un cierto descalabro, observo, en un concierto en el Festival de Cartagena, que el promedio de edad de quienes están en el escenario es quince o veinte años más bajo que el de su público. En la presentación de un grupo de rock sucedería lo contrario.

martes, 25 de diciembre de 2012

La voz humana













Uno de los presupuestos es que todo puede decirse. Que siempre son posibles descripciones más o menos objetivas, o que por lo menos recurran a una metafórica más o menos convencional en una cultura dada. Si tal cosa no sucede, no se puede hablar de música. Es decir: puede hablarse de fraseo, de afinación, de color (y ahí ya se entra en un territorio un poco menos seguro), de respiración, de manejo del tiempo, de intensidades. Y pueden utilizarse imágenes como "aterciopelado", u "oscuro", que, si bien no tienen un significado demasiado preciso, son claras dentro de un determinado contexto. Pero hay hechos sonoros irreductibles. Que se resisten. Y, me parece, siempre tienen que ver con la voz humana. Y con una clase de reacción física que sólo las voces humanas producen (pueden producir) en quien escucha. Oía ayer, en la noche, una obra amada, las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss. Ya se sabe, no fueron concebidas como ciclo –el nombre y el ordenamiento ("Primavera", "Septiembre", "Al irme a dormir" y "En el ocaso") fueron decididos por el editor Ernst Roth–, tres de las canciones tienen texto de Hermann Hesse y la cuarta de ellas fue en realidad la primera en ser compuesta y la única que recurre a un poema de Joseph von Eichendorff, y fueron escritas por Strauss en 1948, cuanto tenía 84 años. Su lenguaje, un romanticismo extremo, ligado al último Wagner, es ya impensable en una época atravesada por La consagración de la primavera, la atonalidad, el futurismo y la música concreta. Y esas canciones quedan como una especie de objeto fuera del tiempo –de cualquier tiempo–. Hay muchas grandes versiones. Kirsten Flagstad con dirección de Wilhelm Furtwängler en 1950 (fueron quienes las estrenaron), Elisabeth Schwarzkopf con George Szell, en 1965 (ya las había grabado con Otto Ackerman en 1953), Gundula Janowitz junto a Von Karajan, en 1973, y Jessie Norman con Kurt Masur, en 1982, aparecen como las referencias obligadas. Y, más cerca, Renée Fleming con Christoph von Eschenbach (1992), Karita Mattila con Claudio Abbado (perfectos pero demasiado descafeinados, para mi gusto) y Soile Isokoski con Marek Janowski (una de las mejores, sin duda), enriquecen la lista en que, desde ya, hay otros nombres (Lisa della Casa, Lucia Popp y Kiri Te Kanawa entre los más importantes). Estas versiones se dividen en dos grandes grupos, que, en rigor, convierten a estas canciones en obras de naturaleza absolutamente distinta entre sí pero, en ambos casos, extraordinarias: las de las sopranos líricas y las de las dramáticas. La que escuchaba ayer, y provocó esa famosa reacción física indescriptible (ganas de reírse, una especie de extraños espasmos, gestos absurdos realizados con una mano en el aire, a solas) ante fenómenos sonoros igualmente indescriptibles –una voz que parecía de pronto despegarse de sí misma, que se espesaba en el aire, que contenía más dimensiones que las conocidas-- pertenecía a un disco que se editó en la Argentina, en la época en que Sony todavía funcionaba como un sello discográfico, y que pasó virtualmente desapercibido. Ignoro si ese Cd se encuentra todavía en alguna disquería local pero merecería ser buscado. Allí la orquesta es la Staatskapelle de Dresden, el director es Fabio Luisi (excelente) y la obra que lo abre es la Sinfonía Alpina (versión notable). La grabación es de mayo de 2007 y la cantante es la soprano Anja Harteros (la misma que participa en la deslumbrante interpretación del Requiem de Verdi dirigida por Antonio Pappano, que también fue en algún momento editada en este país). Hecha la aclaración de que el sonido de Youtube está a distancias siderales de hacerle justicia, aquí hay una versión suya de "Septiembre", con dirección de Mariss Jansons y la Orquesta de la Radiodifusión de Baviera, que puede servir como aproximación. Decir que la de ella con Luisi es la mejor versión existente de estas canciones postreras, sería, tal vez, un exceso. Y muy difícil de comprobar, por otra parte. Sólo diré que, una vez acabadas, volví a escucharlas de nuevo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los extraviados










Hacía poco que el Tte. Gral. Juan Carlos Ongania había asumido el gobierno dictatorial en la Argentina. La entonces tradicional función de gala del 9 de julio, en el Teatro Colón, lo sorprendió con el ballet La consagración de la primavera, de Oscar Aráiz sobre música de Igor Stravinsky. Poco después confesó, públicamente, que él y su familia habían debido confesarse, privadamente, debido a la inmoralidad de la obra. Es decir, aunque no lo dijera, por causa de las fantasías que les habían despertado, a él y su familia, los cuerpos en mallas color carne vistos sobre el escenario. 
 Cuarenta y seis años después, el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, se pronunció contra una puesta de ópera presentada hace un poco más de un mes en el Teatro Argentino de esa ciudad. La obra era Pepita Jiménez, de Isaac Albéniz, y la régie pertenecía al notable director teatral Calixto Bieito. En ella aparecía, en un momento, la virgen, abriendo su manto para quedar desnuda frente al público. “Un atentado” contra la madre de Jesús y “una ofensa contra la religión católica”, opinó el jerarca de la iglesia católica platense, según el portal del diario Clarín. “Entre otras felonías, se exhibió durante casi veinte minutos a una mujer desnuda que representaba a la Virgen María”, amplió, atribuyendo el “hecho abusivo, no autorizado por la novela de Juan Valera, ni por la versión musical de Albéniz”, tan sólo “al resentimiento anticatólico del director de escena.” Escapó al dirigente eclesiástico un hecho no menor. La desnudez de la virgen –que duraba unos pocos minutos– guardaba, en la puesta, una estrecha relación con el conflicto entre erotismo y entrega religiosa que desgarra al protagonista, un seminarista enamorado de la Pepita Jiménez que el título anuncia.
No es mi intención discutir la posición del arzobispo ni, tampoco, abundar en algunas de sus consideraciones más curiosas, acerca de cómo una ofensa al judaísmo no despertaría la misma complacencia y de cómo en ese caso “habría actuado de oficio la sucursal bonaerense del INADI”, no por falta de interés sino porque excede los discretos límites de este comentario. Me interesa, en cambio, relacionarlo con la reciente polémica sobre La Traviata, de Giuseppe Verdi, estrenada el pasado 4 de diciembre en el Teatro de La Monnaie, en Bruselas con puesta de Andrea Breth, una de las directoras más interesantes del momento. Ella fue, por ejemplo, la responsable del extraordinario Eugene Onegin de Tchaikovsky con dirección musical de Daniel Barenboim que se presentó en Salzburgo en 2008 (existe versión comercial en DVD), y, con el mismo conductor, del Wozzeck del año pasado y la Lulu de 2012 –ambas óperas de Alban Berg– en la Opera Estatal de Berlín. Y en esta Traviata incurre en uno de los pecados que más ofenden a esos otros religiosos, los operómanos: la prostituta lo parece.
Es llamativo, en todo caso, cómo las discusiones que desaparecieron en el cine, el teatro y la literatura, se han refugiado en el campo de la ópera. El único territorio, podría decirse, en que los partidarios de la censura son sus propios fans. Ningún cinéfilo defendería los cortes de las escenas eróticas en un film que se refiriera a la prostitución. Y a nadie se le ocurriría, a esta altura del partido, condenar La romana, de Alberto Moravia. Y, ni siquiera, ese paroxismo de la inmoralidad yuppie titulado American Psycho, de Bret Easton Ellis. Tampoco serian imaginables críticos de cine o de literatura indignados por lo revulsivo de algunas escenas de ciertas obras. Todo eso, y mucho más, es todavía corriente, sin embargo, en el encantador mundo de la ópera. Sólo allí, todavía, puede alguien montar en cólera por un desnudo. En su página de Internet dedicada al estreno de la obra de Verdi, La Monnaie ofrece un enlace titulado La Traviata y la libertad de expresión. Allí, Romeo Castelucci, la propia Andrea Breth, Guy Joosten, Olivier Py y Krzysztof Warlikowski opinan sobre la cuestión. Este genial artista polaco es, posiblemente, el que logra, en un texto titulado “Obcecación e ignorancia”, una síntesis más exacta –o más parecida a lo que yo pienso: “La calle no ofende, la calle no choca, la calle no provoca el debate. No. Sólo lo que sucede en el escenario los exaspera. Es increíble. Lo que es concebido, fabricado, creado en un teatro causa escándalo; no la realidad. A los ojos de algunas personas, el atentado a la convención es más escandaloso que la pobreza, la desesperación y la violencia que nos rodea.”

jueves, 6 de diciembre de 2012

Dave Brubeck (6-12-1920 / 5-12-2012)






La complejidad. El estilo. La elegancia del fraseo. La fluidez. El riesgo. La falta de declamación. La polifonía y el swing. Debussy, y el Oriente, y las tradiciones musicales norteamericanas, leídos desde la estética más cosmopolita. Un cuarteto ejemplar. También, el sonido de una época. Y el sonido que trasciende una época.