miércoles, 21 de octubre de 2009

Habitar (Morton Feldman)










Publicado originalmente en La Tempestad (México)


Dicen, los que piensan en el espacio, que el tiempo no le es ajeno. Decía, Morton Feldman, que durante un período corto se podía pensar en la forma de una obra musical pero, después de una hora y media, la cuestión era la escala. Y tanto la forma como la (su) escala remiten al espacio. Dijo, Martin Heidegger, en Darmstadt –una ciudad que devino meca de la creación musical– y en 1951, “al habitar llegamos, así parece, solamente por medio del construir; éste, el construir, tiene a aquél, el habitar, como meta”, y reflexiona acerca de las diferencias entre la antigua palabra  sajona “wuon” –permanecer, residir– y el gótico “wunian”, que expresa de un modo más claro la idea de permanencia al relacionarla con el estar satisfecho y en paz. Se construye para habitar, y cuando, como en el caso de Morton Feldman, se construye en el tiempo, con el tiempo como materia, lo que se produce, mucho más que música para ser escuchada –¿cómo podría escucharse un cuarteto de cuerdas que dura cinco horas y media y cuya dinámica no excede jamás el mezzopiano?–, es música para ser habitada. Para llegar a ella. Para transitar por sus meandros, para ir y venir, para esconderse, recostarse, abrir los postigos o cerrarlos, osurecerla o iluminarla, mirarla o tantearla a ojos cerrados; para inundarse con ella o para jugar, por momentos, a ignorarla. Incluso las partituras de Feldman hablan del espacio y sus transformaciones; del construir para habitar.

  El compositor, en uno de sus textos reunidos en Essays (Begginer Press, 1985) dice del Schubert tardío, que en él “la transición de una idea musical a otra no es sólo evidente, sino demasiado evidente” y agrega que “como un mal jugador de póker, Schubert siempre muestra las cartas. Pero la falla misma, el fracaso mismo es su virtud. En el fracaso vemos toda la ingenuidad, todo el genio del artista”. La mención explicita, en realidad, algo que Feldman hace en su propia música: dar  a las transformaciones una entidad en sí misma. Para él (como se insinúa en algunas de las últimas obras de Schubert, el Quinteto en Do, el Cuarteto en Sol, la Sonata D 960) las transiciones no son tales: se convierten en objetos. Un pequeño motivo de tres notas va cambiando lentamente, se va convirtiendo en otra cosa, pero como en la travesía de Moisés, lo importante es, más que llegar a la tierra prometida, el ir hacia allí.

  Suele emparentarse a Feldman con John Cage y en un punto –la reflexión sobre el tiempo y el espacio, en particular– tal relación podría tomarse como cierta. Sin embargo, la obra de Cage es capaz de independizarse de su sonido. El concepto, en muchos casos, permanece presente aun cuando la obra no tenga lugar. De hecho, algunas de sus composiciones, cuyo efecto dependía de la irrepetibilidad, pueden contarse e, incluso, contadas es como mejor sobre viven. Toda nueva “ejecución” de 4’33” resulta, por ejemplo, bastante patética, con sus reverentes cageianos en éxtasis, mientras que, en cambio, su relato es, todavía, eficaz a la hora de dar cuenta de la obra. Se puede discutir durante horas acerca del concepto de temporalidad y de medida en Cage sin haber estado presente en ninguna interpretación pública de 4’33” (las privadas suelen ser involuntarias) mientras que tal cosa es imposible en el caso del Segundo Cuarteto para cuerdas o de Rothko Chapell. No es que no sean obras conceptuales sino que esos conceptos anidan –habitan– en la experiencia sonora.

  Como Giacinto Scelsi, Feldman comenzó a ser más tenido en cuenta a partir de su muerte. La falta de algo que los ideologizados cincuentas pudieran identificar con la ideología lo relegó a una suerte de segunda fila, detrás, por ejemplo, de Cage, para quien el no tener ideología fue siempre una ideología evidente. Pero en los 70, cuando la fe en las grandes causas –y en el Gran Arte– cayó en pedazos, la figura de este autor emergió como la de un gigante dormido; alguien que había estado componiendo silenciosamente y guiado por algo que las ideologían blandas no tendrían mucho problema en idealizar: la intuición. Cabe señalar, no obstante, una excepción. En la Argentina, y en gran parte por la divulgación un tanto mimética realizada por el compositor Mariano Etkin, Feldman fue siempre un compositor influyente. Lo que, claro, no resultó demasiado bueno teniendo en cuenta las características tumorales de su estética: es casi imposible ser feldmaniano sin convertirse en una copia, obviamente desmejorada, del modelo. Más interesado en los sonidos que en quienes los producen, Feldman renegó explícitamente de la exhibición virtuosa. Cultivó, asimismo, las partituras gráficas –y el amor por el grafismo– y, en obras como Durations Series para diversos grupos y en Between Categories, para dos cuartetos conformados, cada uno de ellos, por campanas tubulares, piano, violín y cello, cada uno de los intérpretes debe tomar decisiones  musicales independientemente de los otros, por lo que el resultado es aleatorio.  Los otros rasgos en común de su obra son la lentitud y la condición cercana al silencio. En propias palabras del compositor: “La música debe parecer que flota; que no tiene ninguna dirección, uno no debe saber cómo está hecha; debe parecer que carece de cualquier clase de dialéctica. Los oyentes no deben ser condicionados acerca de cómo deben oír. Ese es el problema. Mucha música escucha por su público”. En los setenta comenzó a escribir más música orquestal, en parte porque a comienzos de la década residió en Berlín y muchas orquestas europeas le comisionaron composiciones. Pero, sobre todo, en esa época, sus obras se hicieron desmesuradas: el primer Cuarteto, con una hora y media de duración, el mencionado Segundo Cuarteto, de cinco horas y media, For Philip Guston, de cuatro horas.

  En un ensayo en que habla, sobre todo, de pintura, Morton Feldman dice: “Nos enseñan a pensar en la música como en un lenguaje abstracto –olvidamos cuán funcional es, cuán vinculada se halla a ese otro espíritu, sea literario o una metáfora literaria de la técnica. ¿Puede decirse que la gran música coral del Renacimiento es abstracta? Por cierto que no. Josquin, que poseía el genio de envolver una coloración musical espléndida en torno a la palabra devota, usa la música para transmitir una idea religiosa. Boulez la usa para impresionar y asombrar al intelecto representando las que parecen ser las cumbres de la lógica humana. Se da por sentado que la Gran Fuga de Beethoven está integrada por componentes abstractos que forman un todo musical también magníficamente abstracto. Hace muy poco que he comenzado a escucharlo como lo que de verdad es, un himno tormentoso y muy literario –una marcha dedicada a Dios. ¡La música no puede ser tan abstracta si sirve para tan diferentes y a la vez precisas funciones!”. En ese texto, el compositor reflexiona acerca de la emoción ante la “experiencia abstracta”. Allí dice, además, que “completar una obra de arte no es hacer un paquete, ‘expresar los propios sentimientos’, ‘decir una verdad’. La obra completa es simplemente la eterna muerte del artista. ¿No es acaso cualquier obra maestra una escena de muerte? ¿No es por eso que queremos recordarla, porque el artista está mirando hacia atrás cuando ya es tarde, cuando ya todo pasó, cuando se la ve finalmente como algo perdido?”. Tal vez por eso, como Rothko, Feldman no acaba las obras. Más bien las deja.

   “Hay una clase de quietud que se experimenta cuando nada pasa, pero hay otra clase de quietud que tiene lugar cuando algo –algo enorme– sucede”, escribe el musicólogo Paul Griffiths en sus notas para el disco con la versión que Marek Konstantynowicz realizó de The Viola in My Life para el sello ECM. Los cataclismos llevan, también –e incluso obligan– a la quietud. Cuando Feldman compuso esta serie de cuatro obras, entre agosto de 1970 y marzo del año siguiente, llevaba dos décadas trabajando con diferentes clases de notación indeterminada. En estas piezas, en cambio, todo está pautado: las notas, sus duraciones y velocidades. Los tempi apenas cambian entre pieza y pieza e indicaciones como la que Feldman escribe en la segunda, “extremadamente silencioso; todos los ataques al mínimo, sin sensación de  golpe”, son claras del paisaje que el autor construye.  Las cuatro piezas están escritas para viola en diversas combinaciones instrumentales. Con flauta, violín, cello y percusión en la primera; junto a flauta, clarinete, celesta, percusión, violín y cello la segunda; con piano en la tercera y, en la cuarta, con orquesta. En The Viola in My Life hay algo de doméstico, de hogareño, ya desde el título –un instrumento en la vida de alguien, en lo cotidiano, podría pensarse– y desde las circunstancias extramusicales de su dedicatoria a Karen Philips, su pareja en ese entonces, hasta la propia leyenda de la viola, subsumida por los violines por un lado y el cello por otro a un lugar de virtual anonimato o, mejor, de privacidad. Si Rothko Chapell, para coro, cantantes solistas e instrumentos, habita una capilla o, tal vez, se convierte en el sagrario que el oído habitaría, The Viola in My Life es la música espacial por antonomasia, no porque se refiera a ningún espacio en particular ni porque haya sido pensada como ambientación de lugar alguno sino porque dibuja un espacio en sí misma. No hay nada aquí de la música escultórica o de las obras mobiliarias de Erik Satie. Mucho menos de los inanes neomuzaks de Brian Eno. En esta obra cuyas cuatro piezas funcionan como tenues movimientos hacia una elegante elusión final, hay una especie de pequeño temblor, de balanceo. No es el espacio el que cambia sino nuestra forma de mirarlo, de percibirlo, de habitarlo. Feldman define, a su manera: “Las situaciones se repiten a sí mismas con cambios sutiles más que con desarrollos. Hay un hiato entre la expectativa y la realización. Como en los sueños, no hay liberación hasta que no despertamos. Y eso no es porque el sueño haya terminado”.

 

1 comentario:

  1. ¿El de la foto es Morton Feldman? ¿O Espalter en la época de Telecataplún?

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