lunes, 31 de mayo de 2010
Dúo
El guitarrista Ralph Towner y el trompetista Paolo Fresu acaban de editar, para el sello ECM, un disco bellísimo llamado Charoscuro. Aquí, ambos en vivo, en el Festival de Jazz de Bergamo de este año.
sábado, 29 de mayo de 2010
Lo que se nombra
Si se llega a Buenos Aires desde el extranjero, el primer contacto es con el nombre con el que fue bautizado el aeropuerto. El así llamado "ministro Pistarini" –lo fue de Justo y Perón y desde ese gobierno promovió la idea del actual aeropuerto de Ezeiza– tenía como antecedentes haber sido el gestor de la compra de armamentos a Alemania, durante el gobierno de Uriburu, y haber sido condecorado con la Cruz de Hierro por el Tercer Reich. Luego de abandonar el modesto aeródromo local, se circula por una autopista que porta dos nombres, Tte Gral Ricchieri y Luis Dellepiane. El primero fue el creador del servicio militar obligatorio y el segundo comandó la policía durante la Semana Trágica. Ya en la ciudad se verá cómo cada escaramuza en el barro (uno podría imaginarse, más que batallas, picaditos de cinco contra cinco), cada cabo o alférez tiene su calle o su plaza, mientras Enrique Mario Francini, Lucio Demare, Osvaldo Fresedo, Julio De Caro, Juan Carlos Castagnino, Leónidas Barletta, Roberto Mariani, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Bernardo Verbitzky, Atahualpa Yupanqui, Enrique Molina, Oliverio Girondo, Edgar Bailey, Enrique Wernicke, Manuel Castilla, Gustavo Leguizamón, Bernardo Kordon, Astor Piazzolla, Alberto Ginastera y muchísimos otros artistas carecen de recordatorio alguno. Sería, desde ya, engorroso, ponerse a cambiar nombres de calles y autopistas a lo loco –aunque algunos cambios no vendrían del todo mal– pero lo importante es reparar, simplemente, en cómo un país se cuenta a sí mismo. O mejor, en cómo lo cuentan sus gobernantes. No es lo mismo mostrar a las visitas el baño o la colección de corbatas que la biblioteca. En lo que se muestra –en lo que se nombra– y en el orden en que se lo hace, descansa ni más ni menos que la escala de valores de quien se exhibe. No es original remarcar hasta qué punto fue el ejército argentino –un ejército intrascendente y de logros muy menores, incluso para su propio sistema de valores– el que contó y nombró a la Argentina con una nomenclatura aún vigente. Sí, tal vez, hacer hincapié en que el pasado Bicentenario, en cuyos festejos el arte, en muy diferentes manifestaciones, fue central, significó tal vez la primera vez en que la Patria, esa entelequia, fue contada –por decisión gubernamental, mal que les pese a muchos– a través del arte. Es decir, ni más ni menos que con lo único –junto a ciertas ramas del deporte y la ciencia– en lo que la Argentina se ha destacado. Uno podría imaginarse perfectamente un mundo sin Ricchieri o sin Cachimayo. Seguramente nada cambiaría en ninguna parte sin esos pequeños pliegues en el espacio tiempo aún más insignificantes que la mariposa de Bradbury. Pero, claramente, un mundo sin Troilo o sin Roger Plá, sin Spilimbergo o sin Hugo Díaz o sin Juan Carlos Paz, sería otro mundo. Un mundo peor. La Argentina no existe por sus militares, eso es ya claro, sino por sus intelectuales y creadores. Y los festejos del Bicentenario, aún el torpe acto político/farandulero que el ex presidente de Boca devenido alcalde pergeñó a costa de la reinaguración del Colón, lo pusieron en escena. No hubo discursos escolares, no hubo declamaciones (o no las hubo en exceso), no hubo mito de la Patria. Hubo arte en las calles.
viernes, 28 de mayo de 2010
"...shining in June..."
Simplemente una de mis cantantes preferidas, June Christy, que empezó reemplazando a Anita O'Day en la orquesta de Stan Kenton, aquí junto a Claude Wiiliamson en piano (aunque los títulos del comienzo anuncien al cuarteto del acordeonista Ernie Felice, que está detrás), en una bellísima canción, "Imagination".
domingo, 23 de mayo de 2010
¿Un slogan allí?
sábado, 22 de mayo de 2010
Gobernando por un sueño
Lo primero que se aprende en la facultad es la jerga. Aunque más no sea la de las asambleas. Dos funcionarios, uno pasado y otro presente, ambos con títulos universitarios a cuestas, carecen llamativamente de ella. Ni el abogado Carlos Menem habla como tal (es más, comete errores legales que sus estudios no deberían permitir) ni el ingeniero Mauricio Macri delata en sus maneras el paso por los claustros. Más bien, uno y otro han exhibido o lo hacen en la actualidad sus verdaderas fuentes. Cuando el ex presidente consideró que las encuestas significaban un resultado eleccionario de por sí, sin la necesidad (ni la molestia) del sufragio, reveló que en su concepción del mundo los medios de comunicación lo eran todo. Es decir, para alguien formado por horas y horas de televisión, no había diferencia alguna entre lo que ese medio pudiera asegurar y una realidad que, en rigor, aún no había sucedido (ni llegó a suceder jamás). Para él, si la televisión decía que perdería, el completamiento del proceso eleccionario, con la debida segunda vuelta, era innecesario.
La confusión del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires no es menor. Sólo alguien educado por los reality shows y por un medio que, ya desde su constitución y de aquellos remotos e ingenuos chismes de revistas como Antena o TV Guía, basa su existencia en la publicación de lo privado, puede ignorar como lo ignora los límites entre sus gustos personales (como cuando se retiró aburrido de la ejecución de la Sinfonía No 9 de Beethoven) y la función que ejerce. Sólo para la televisión (y para su público, si no es críticamente reflexivo al respecto) lo privado y lo público son lo mismo. Sólo para la televisión y los que se han formado exclusivamente con ella, es posible el argumento de que algo que se dijo –es decir que se hizo público– no tenía el peso de lo público sino que era privado. Sólo alguien cuya enciclopedia total no excede lo aprendido en las horas de exposición a alguno de los programas de Tinelli pude decir, suelto de cuerpo, que no le gustaría sentarse al lado del marido de la presidente (que de paso es un ex presidente, aun si en opinión del funcionario se trata de un ex presidente malo y un marido todavía peor) y, después, sorprenderse (o actuar su sorpresa) frente al enojo (también actuado, desde ya) y la respuesta de la funcionaria, que lo libera de tan mal trago durante la reinauguración del Colón, para entonces llamarla intentando decirle (la presidente no lo atendió pero lo que le hubiera dicho en privado también se hizo público) que deben situarse por encima de sus rencillas y comportarse de acuerdo con su investidura. Para decirlo de otra manera, si lo privado se hace público, ¿cómo saber cuándo se trata de algo público? Y, en el caso particular de Macri, ¿en qué momento lo que siempre hizo público dejó de ser privado? ¿Tal vez espiar a un pariente con fondos públicos corresponda al mismo tipo de confusión?
Poesía
En su precisa enumeración de las virtudes de este blog, y en particular de su chispeante humor, JF omite, con intención, a la niña de sus ojos: la poesía. Para demostrar que tampoco ella nos es ajena hemos escrito un soneto –de discretos méritos y acentuaciones algo dudosas– conmemorativo de los magnos tiempos de los que nos toca ser partícipes.
Soneto de invitación
Se invita a mirarlo desde afuera
mientras dentro, PRO-hombres se pasean
buscando con su galas que los vean
ser parte de cultura tan señera.
No se suspende, aunque no lo crean
por lluvia ni tormenta verdadera.
No será ésta la ocasión primera
En que tristes figurones menean
sus menaces figuras al resguardo
y el pueblo cual caballo del establo
recibe las noticas con retardo:
el costo del arreglo del retablo
se acerca al de un cuadro de Leonardo
para gloria de Maese Pedro (Pablo).
martes, 18 de mayo de 2010
Un año (pasado)
Este blog comenzó el 5 de mayo del año pasado. La primera entrada se refería a una crítica periodística, o a la falta de ella, frente a un hecho que a mi juicio había resultado trascendente: la primera interpretación realizada en Buenos Aires de la Sinfonía Fantástica de Berlioz con el instrumental para el que había sido compuesta. A partir de allí se suman 200 entradas más (201 si se cuenta esta) a las que se agregan los comentarios de muchos de los lectores. Para alguien que trabajó siempre en medios gráficos (eso que ahora se llama "en papel"), se trata de un mundo casi desconocido y siempre sorprendente. Desde el 20 de mayo de 2009 –antes no sabía utilizarlo y Martín Liut me enseñó cómo–, un programa llamado Google Analytics me permite saber cuántos –y desde dónde– leen, consultan o comentan aquí. Hasta ahora se registran 17.615 visitas correspondientes a 6901 usuarios situados en 83 países o territorios. Feliz cumpleaños (inexacto) a todos.
Jazz mine
Habían tocado juntos por última vez en 1977, cuando dejó de existir el Cuarteto americano de Keith Jarrett (con Dewey Redman, Charlie Haden y Paul Motian). Treinta años después, el pianista participó de una grabación para un documental sobre el contrabajista y, luego, lo invitó a su estudio. El resultado es Jasmine, ya publicado en Europa, por ECM, y próximo a salir en los Estados Unidos (el martes 25). Como suele suceder, ya puede bajarse en MP3 de algunos sitios. No reemplaza al disco pero sirve para ir espiando.
lunes, 17 de mayo de 2010
Libro
Se editó el libro "El principio del terror".
Una conversación con su autor, Diego Fischerman.
Fischerman, crítico musical y escritor, autor de un conjunto de relatos muy inquietantes.
El silencio puede ser un narrador implacable.
Mucho sabe de esto Diego Fischerman, prestigioso crítico de música y escritor. Su libro "El principio del terror" (Mondadori), invoca una época de la historia nacional a través de relatos que si bien no la niegan, la omiten desde la palabra. Sin embargo, el terror y el drama están allí presentes. Su colección de relatos es una vía literaria a través de la cual acercarse al pasado. Aquí no hay precisiones accesorias ni preciosismos. Hay vida cotidiana. Sucesos naturales bajo el signo del peligro construidos con prosa limpia y económica. "El principio del terror" es una de las más interesantes novedades literarias en lo que va del año. Su lectura nos deja sumergidos en una encrucijada: entre el nerviosismo y la duda.
–Tus historias tienen como fondo omnipresente la realidad y el peso de la dictadura militar. Sin embargo, como si fuera una especie de fantasma capaz de aparecer mediante un conjuro, no lo nombras. Le quitas el poder de su apodo. ¿Cómo fue el proceso de construcción de estos relatos con esa palabra ausente aunque implícita en las narraciones?
–Siempre es mejor el silencio. Lo que no se nombra obliga a la imaginación. Y, en general, las conversaciones, las relaciones entre las personas, son largos rodeos alrededor de cosas no dichas. Por otra parte, aquello que está, de lo que no se duda, no se menciona. Como decía Borges, Mahoma no hablaba de camellos en el Corán. Quienes se sentían obligados a mencionarlos eran los turistas o los falsarios. En todo caso, eso se conectaba, para mí, de una manera directa con la vida cotidiana durante la dictadura. Con los silencios incluso ante uno mismo. Me parecía que hablar de esos años de terror implicaba hablar del silencio y hacerlo con silencios.
–Por otro lado, si bien existe un principio del terror también hay cierto juego, una ironía que no prevalece, está ahí, buscando un gesto cómplice. Hasta diría, esperando una mueca, una sonrisa mínima. ¿Te resultó difícil trabajar con un material delicado y, al mismo tiempo, darle este tipo de giros estéticos y conceptuales que menciono?
–No me gustan los retratos obvios, sin grietas, ni dobleces, ni miradas extrañas ni gestos equívocos. No me gustan los dramas donde nadie ríe ni las comedias donde falta alguna muerte o algún abandono atroz.
–¿Por qué el arte de la pesca está presente en el libro? ¿De dónde te viene y hacia dónde va como impulso narrativo?
–El apellido me condena. Fischerman significa pescador y los pescadores cuentan cuentos. Pero, sobre todo, la pesca me parece una metáfora fantástica de la literatura. Se trata, en una y en la otra, de tentar con un señuelo –la realidad, al fin y al cabo, siempre está en otra parte– y de hacer que no se lo abandone hasta el final.
–Una vez terminado el libro me quedó en el cuerpo una sensación que sólo he encontrado en algunas películas de suspenso: una tensión eléctrica, la necesidad de mirar sobre mi hombro, una sonrisa nerviosa. ¿Buscabas eso cuando escribiste estos relatos?
–Cualquier respuesta que diera sería un poco mentirosa. No escribo pensando en las reacciones. No todo es premeditado. Pero, por supuesto, creo que el arte debe ser inquietante, es decir mover a alguien desde la quietud, sacarlo de ella, y no me es indiferente si eso se logra o no.
–¿Cómo resolviste la ecuación de encontrar un ritmo y una cadencia justa para estos relatos que quedan enmarcados en un contexto histórico sombrío? ¿Es decir, cómo te transportaste al sentimiento de una época, si bien más o menos reciente, pasada?
–No es algo de lo que me haya dado cuenta. No se trató de un proceso muy meditado. Ese era el tono que quería y hasta diría que en algunos casos fue el tono el que guió a la trama. Eventualmente, escribir ese grupo de cuentos que recorren una cierta época sombría me sirvió para contar historias de soledad, de traiciones, de miedos, de sospechas, de desencuentros. Es decir historias humanas.
–Tu condición de crítico de música debe haber influido en la composición de tus historias ¿qué fondo musical les pondrías?
–No influyó tanto el escribir de música como la música en sí. Hay, creo, una percepción del ritmo y de la estructura que vienen de la música. Y, claramente, no pondría fondo musical. A lo sumo, podría haber un sonido. El de un pequeño oleaje de río, ese testarudo ir y venir del agua contra la orilla, golpeando apenas un bote atado a una soga; un bote que no dejaría nunca de balancearse y, también, de producir un cierto crujido.
sábado, 15 de mayo de 2010
Aplausos II
En lo personal, la profusión de aplausos no me gusta. He visto, por televisión, a sacerdotes saliendo de iglesias con imágenes sagradas para su comunidad mientras una voz, por altoparlantes, reclamaba "un aplauso para la virgen". Hay en todo caso, una cierta dinámica televisiva que se ha adueñado de casi todo –vean si no los actos escolares–. Y aclaro: no condeno los aplausos, como espontánea reacción de las personas, simplemente no me atraen. En el caso particular de la música artística de tradición europea y escrita, ese aplauso responde a ciertas convenciones, que además han ido cambiando a lo largo del tiempo (y que podrían volver a hacerlo) como se desprende, por ejemplo, de la lectura de esta carta de Mozart que había transcripto en una entrada anterior. Cuando ese aplauso, además, revela la presencia de un público nuevo, no habituado pero indudablemente interesado, me alegra (aunque igual me moleste, pero eso tiene que ver con mis manías y no con otra cosa). En el caso de un público de políticos que, más allá de su gusto –y del mío– no se informó de los usos y costumbres del lugar adonde irían a mostrarse, la situación es distinta. Existen, por ejemplo, los asesores. Lo que se revela es un desinterés absoluto y un cierto patoterismo. Nadie se asesora acerca de lo que las convenciones indican porque a eso no se le da la mínima importancia. El político (cierta clase de político) no querría quedar mal en una cancha de fútbol o en un programa de televisión pero lo tiene totalmente sin cuidado lo que pase en el Colón. En el caso del público común, el desconocimiento de las convenciones sociales (en un concierto o en cualquier otra parte) muestra movilidad social, lo que es bueno. Y, obviamente, ese público común no habría tenido antes ni la posibilidad ni mucho menos la obligación de conocer esas convenciones. En el caso de los funcionarios públicos, su trabajo, para el que la población, que paga sus sueldos, los ha elegido, de manera directa o a través de sus mandatarios, brinda la posibilidad e incluye la obligación de informarse acerca de esas convenciones.
viernes, 14 de mayo de 2010
Aplausos
En la pasada función para invitados, en que en los hechos se estrenó el Teatro Colón con su platea remozada, la Orquesta y Coro Estables, junto a un grupo de solistas y con la dirección de Carlos Vieu interpretó la Sinfonía No. 9 de Beethoven (demostración práctica del excelente libro de Esteban Buch sobre los usos de esta obra). Más allá de un conato de discusión acerca de la acústica, por ahora improcedente dado que la cámara acústica utilizada no fue la que se usará en el futuro, la nutrida asistencia PRO de jóvenes de pelos lacios con trajes grises mostró una conducta hasta ahora nueva. Con frecuencia, y distintos grados de indignación, se registra, cada vez que un público popular o no habituado asiste a conciertos de música artística de tradición europea y escrita, el hecho de que se aplauda al final de los movimientos de una obra, sin esperar su conclusión. Esta vez, el horror al vacío, la compulsión al aplauso de un público habituado a batir sus palmas frente a los ocasos en Punta del Este (el Sol agradecido, desde ya, redoblará sus esfuerzos en futuros atardeceres) o el simple desconocimiento de la obra –remarco, la Sinfonía No. 9 de Beethoven y no Nymphea de Kaija Saariaho– logró un hito: aplausos en el medio de un movimiento. En concreto, en el último, después de la primera entrada del coro y antes de la "marcha turca", se aplaudió. Es posible que a los ultraocupados funcionarios macristas les pareciera que ese era ya un buen momento para ir terminando. De hecho el Señor Jefe de Gobierno se retiró bastante antes de la finalización. Lo que me lleva a una última consideración: la constatación de su pereza. Obviamente me gustaría que a él le gustaran las cosas que a mí me gustan y considerara importantes las que a mí me lo parecen. Pero sé que no es así y, por otra parte, ni está obligado a conocer las sinfonías de Beethoven ni, mucho menos, a disfrutarlas. Pero sí está obligado a hacer su trabajo. A mí me aburren horriblemente las fiestas de casamiento y si quien se casa es la hija o el hijo de un amigo, me la banco hasta el final. Parte del trabajo de Macri es asistir al Teatro Colón. Como lo era ir a las sesiones de la Cámara de Diputados cuando había sido electo (y cobraba un sueldo) para hacerlo. Sé que lo hará mal, es apenas el ex presidente de un club de fútbol. Pero debe hacerlo.
martes, 11 de mayo de 2010
Macabro
Pianista de izquierda
Leopold Godowski, nacido en 1870 y muerto en 1938, se dedicó, entre otras cosas, a reescribir los Estudios de Chopin, agregándoles o cambiándoles algunas cositas. Aquí, Marc-Andre Hamelin toca su Estudio No. 13, ni más ni menos que el Op. 10 No. 6 de Chopin (o casi) pero sólo para la mano izquierda.
martes, 4 de mayo de 2010
Tenores, dijo el penado alto
lunes, 3 de mayo de 2010
Bloggers Trotters
domingo, 2 de mayo de 2010
Partituras y críticos
Retomo un tema a partir de un comentario de Martín Liut: la partitura como fuente de análisis. Y corrijo algo de lo dicho antes por mí. Toda elección, incluso aquella en la que algo se descarta, implica el conocimiento previo. Sólo puede dejarse de lado lo que se conoce. Si no, no se trata de elección sino de limitación. La partitura es, en efecto, una fuente invalorable y su utilización o no, es decir su pertinencia en cada caso, debe ser (debería, sería deseable que fuera) decidida. Hay un singular prejuicio, en el caso de la música, que asimila el saber con la lectoescritura. En el sentido común, cuando se dice "no sé nada de música" no se está hablando de una particular experticia en la escucha sino de no saber leerla ni escribirla o no haber estudiado la teoría europea clásica. Obviamente hay un cúmulo de saberes musicales (algunos culturales, muchos inconscientes) que son ni más ni menos que los que permiten a cada cual disfrutar de la escucha de la música. Pero quien escribe sobre música debe tener (debería, sería deseable que tuviera) acceso a la partitura. Pienso, por ejemplo, en la Kreisleriana de Schumann tocada por Horowitz, a raíz del bello y agudo comentario publicado por Pablo Gianera en su blog. En el final de la obra, Schumann escribe un decrescendo constante, hasta terminar en pianísimo. Y Horowitz hace exactamente lo contrario: crece hasta culminar en fortísimo. Todo ese movimiento tiene un ritmo obsesivo y esa obsesión toma un cariz totalmente diferente en la versión de Horowitz (un cariz que incluye, podría pensarse, aquello que, dos siglos después, se sabe sobre Schumann, incluyendo su reclusión final en un manicomio). No es el tema, en este caso, discutir acerca de si una decisión como la de Horowitz (decisión que se toma no por azar sino con el conocimiento preciso de la partitura, qué duda cabe) es o no una atribución que el intérprete puede (o debe) tomarse frente a una obra. Lo que me interesa en este caso es señalar que cualquier oyente atento podrá percibir la diferencia entre la interpretación de Horowitz y las otras (me parece ejemplar la de Kissin, en un disco RCA que incluye además la Chaconne de Bach-Busoni y el Rondo Op. 51 No. 2 y el Rondo a capriccio Op. 129 de Beethoven). Pero el crítico debe poder (debería, sería deseable que pudiera) explicar por qué. Y para eso necesita su conocimiento de la partitura.