Pienso (y escribo) sobre la crítica musical y sobre el silencio –o el ruido vacuo– producido por la primera interpretación más o menos fiel a la partitura original de la
Sinfonía Fantástica de Berlioz escuchada en Buenos Aires. Una versión que fue opacada, tanto mientras sucedió como en lo que a posteriori se escribió sobre ella, por una puesta en escena poco imaginativa y planteada en un espacio muy conflictivo (un escenario chico, donde los planos se superponían inevitablemente). La discusión acerca de la necesidad o no de esta puesta, de su pertinencia y calidad, eclipsó la reflexión –o al menos el recuerdo– de la interpretación de la Orchestre des Champs Elysées dirigida por Philippe Herrewghe. En el blog de
Martín Liut, una entrada de
Abel Gilbert pone en escena, de manera brillante, algunos de los aspectos implicados, en particular cómo la pacatería impidió (y tiñó, o contaminó) la escucha de un crítico –y hay que pensar que no se trata sólo de él, ya que hay un público lector numeroso que lo legitima–. También Pablo Gianera, en su blog
Gianero Solitario hace mención al tema.
Llama la atención, en la crítica firmada por Juan Carlos Montero, en el diario
La Nación, la falta de mención a cuestiones que sí sucedieron y, en cambio, la enunciación de suposiciones a las que se les da el rango de hechos. No repara en la separación entre primeros y segundos violines, ni en la disposición estéreo de la orquesta, donde los graves estuvieron en el centro y no acumulados en un rincón, como en la disposición que terminó siendo hegemónica a partir de 1950, aproximadamente. Tampoco se repara en el hecho de que esta disposición permitió escuchar los ecos y efectos espaciales concebidos por Berlioz, ni que, por primera vez, fue posible oír ciertas frases del corno o las maderas y, sobre todo, tener la sensación de fortissimo en los bronces, con una sección que tocaba en el máximo de sus posibilidades y, no obstante, no tapaba a las cuerdas ni a las maderas. No hubo mención, asimismo, a la claridad en los planos y a la línea discursiva de Herreweghe. Montero escribe, en cambio: "Desde el punto de vista interpretativo la
Fantástica fue ofrecida con una lectura carente de emotividad a partir del criterio artístico de Philippe
Herreweghe. Al mismo tiempo se escuchó a una agrupación sinfónica discreta que acaso por la fatiga del viaje y el exceso de ensayos no logró alcanzar su mejor nivel". La verdad es que el nivel fue excelente y si algo no faltó fue emotividad. El crítico parte más bien de un prejucio bastante común hace veinte o treinta años, cuando nombres como Gardiner, Herreweghe, Alessandrini o McCreesh aún no habían desarrollado la parte sustancial de sus carreras: el supuesto museísmo y frialdad de los filologistas musicales. Obviamente, no sólo la interpretación de Herreweghe puede ser discutida y, más aun, algunos (no yo) podrían concluir que, con todas sus ganancias en el aspecto de la claridad de los planos y de la restitución de la concepción espacial con que fue creada, el historicismo no le queda bien a la
Fantástica. Que nada de lo que éste le aporta consigue compensar el brillo y el poderío de la orquesta moderna. Esa es una discusión posible pero es una discusión que no tuvo lugar. Simplemente se le atribuyó a un indemostrable cansancio de los integrantes la fenomenal diferencia entre su sonido y el de una orquesta actual. En la misma crítica, por otra parte, tampoco se discute la puesta ni se analizan sus posibles errores escénicos. Simplemente se la descalifica. Y se la descalifica, créase o no, por europea. "Por fin, cabe elogiar al Mozarteum Argentino, porque facilitó el observar algo de los pensamientos imperantes en Europa en relación a las puestas escénicas del espectáculo teatral, donde en aras del progreso se recurre con liviandad al dudoso gusto, falsedad y distorsión de las formas", se escribe, como si fuera la "moda europea" el criterio de valor en juego. En Europa, desde ya, se hacen buenas y malas puestas. Y las hay tanto en el campo de las más tradicionalistas como en el de las renovadoras. Montero se coloca –ya lo ha hecho en otras oportunidades– como custodio de una tradición que aquí, en las colonias, estaría resistiendo el embate de la decadencia metropolitana. Como esos habitantes de territorios alejados que siguen hablando un inglés del siglo XIX, nosotros, los argentinos educados sentimentalmente por un Teatro Colón con mucho de anacrónico, estaríamos en condiciones de discernir entre el verdadero arte y ese que "en aras del progreso distorsiona las formas". Mientras tanto, en el Centro Cultural Rojas, una ópera que tuve el honor de haber encargado desde mi trabajo como co-coordinador del área de música de ese centro cultural, compuesta por Marcelo Delgado y Emilio García Wehbi a partir de
El matadero, de Esteban Echeverría, también pone en juego (o debería) el debate (aunque, notablemente, en este caso sea nuevamente un debate ausente) acerca del "buen gusto" en el terreno de las puestas escénicas. La pregunta es: ¿Debería exigírsele "buen gusto" a una obra que, precisamente, busca problematizarlo?
Sabés que es lo que me sorprende muchas veces de los viejos "críticos"? Su pereza. Pereza que es del ejercicio mínimo del periodismo para, por ejemplo, informarse mínimamente de algo evidente como que, en las funciones, no se usó la campana acústica. Suponemos que un crítico musical sabe que la campana sirve, no solo para mejorar la escucha entre los propios músicos, sino para la proyección del sonido hacia la sala.
ResponderEliminarSaber por qué no se puso la campana, también le habría venido bien para saber que, aunque en el escenario hubiese estado la Filarmónica de Berlín, todos los instrumentos que quedaran al fondo iban a perder proyección porque una buena parte iba a a quedar atrapada en los pesados cortinados del fondo. Esto incluye, claro está, al gran coro de Andrenacci.
La figura del crítico que va sin haberse preparado en lo mas mínimo y se va del mismo modo, es algo anacrónico en la práctica periodística. Un pibe que cubre deportes termina aprendiendo cosas del futbol, por ir varias veces por semana a los entrenamientos, a la cocina del asunto.
Hay una pereza, además, intelectual. Todos tendemos a considerar aquello que aprendimos en nuestros años de formación como definitivo. A mí me pasa también, aunque en un sentido que podría considerarse contrario al de generaciones anteriores, que me cuesta darme cuenta que el modelo Pollini-Gardiner-Abbado, por ponerle un nombre a una cierta manera más bien racional y objetivista de interpretación, también es "uno más" –justo aquel con el que me formé como oyente– y no el único. Me cuesta, por ejemplo, aceptar a Il Giardino Armonico o a directores que "vuelven al pasado", o sea que son más modernos, como Thielemans. Y ni hablar del vibrato "exagerado" de los cantantes –es decir de aquel más amplio que el de mis intérpretes preferidos–. Sería bueno, y no sólo en el periodismo y en la crítica, conocerse más, saber las propias limitaciones y jamás considerarlas una virtud.
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