jueves, 14 de mayo de 2009
Viajes
El Royal Pavillion de Brighton fue un malentendido, como cuenta con gozosa –y gozable– prosa Luis Chitarroni en "Los extranjeros definitivos", el segundo ensayo de Mil tazas de té (La Bestia Equilátera). La frase "los funcionarios tienen en general predilección por el error incorregible, que en nada se parece a la equivocación", referida al remedo, en un palacio inglés, de una India más o menos inventada –y más parecida, finalmente, a China– valdría por sí sola la lectura de ese libro tan breve como exquisito. Chitarroni habla de viajeros. Felix Mendelssohn realiza un dibujo en lápiz y tinta, el 7 de agosto de 1829 (11 años después de la finalización de las obras en Brighton) al que titula "Una vista de Las Hébridas", según relata Michael Steinberg en Escuchar la razón (Fondo de Cultura Económica). Mendelssohn dibujó un árbol, el Castillo de Dunillie y las siluetas de Morven y la Isla de Morn. Al día siguiente fue a visitar la gruta de Fingal (título alternativo de su Obertura Las Hébridas). No llego a verla, sin embargo, por culpa de un ataque de mareo. Escribe Steinberg: "Cualquier registro que habite en la música sobre esa célebre gruta es un registro de algo que no ha sido visto". No importa –no aquí– discutir acerca de las capacidades descriptivas de la música. Me interesa, en cambio, la idea del viaje y, mejor aun, la del viaje imaginario. Me atrae Salgari en su escritorio inventando la selva malaya y la astucia de los elefantes que dejan a los cocodrilos en las copas de los árboles mientras son observados por calculadoras arañas con miles de ojos. Me atrae El llibro de la jungla, las cinco obras que el inclasificable Charles Koechlin compuso fascinado por el texto de Kipling (hay una fantástica versión dirigida por David Zynman, al frente de la Radio-Symphonie-Orchester Berlín y editada por RCA en 1994). Me interesan la España de Bizet (tan francesa) y el Medio Oriente delirante de La infancia de Cristo, de Berlioz o Herodiade de Massenet. Y la India de Lakhmé, de Delibes, y de los Cuatro poemas hindúes de Maurice Delage (interpretación magistral de Anne Sofie von Otter). Y, desde ya, el Oriente de la Far East Suite, de Duke Ellington, a la que cualquier rastro de etnología hubiera destruido en el acto. Algo de eso hay en el Tango de John Cage (parte de la International Tango Collection encargada por Yvar Mishakoff e incluido por Haydée Schvartz en su disco Incitation to Desire), apenas un gesto evocando una sombra imaginaria y, por eso, más interesante que la declamada y tosca verosimilitud de tanto nuevo tango porteño.
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Publicado por
diego fischerman
en
14:21
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A mí me gusta el "Tango alemán" de Kagel, el músico europeo favorito de Cage. Siempre me sonó como esos experimentos cinematográficos en los que nos quieren hacer ver las cosas desde el punto de vista de un perro, un gato, o algún otro mamífero por el estilo. Como si Kagel dijera: "Si yo cantara un tango hecho y derecho, esto es lo que escucharían los alemanes." Capussottiano avant la lettre.
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