lunes, 31 de agosto de 2009

La selecta esfera de los grandes sentimientos y las pasiones nobles


Escribe Antonio Gramsci:

La música de Verdi, o más bien sus libretos y los argumentos a los que ha puesto música, son responsables de un amplio rango de poses "artificiales" en la vida de la gente, de maneras de pensar, de un "estilo". Quizás "artificial" no sea la palabra correcta porque entre las clases populares esta artificialidad asume formas ingenuas y mutantes. Para muchos legos, el barroco y lo operístico se presentan como una extraordinariamente fascinante manera de sentir y actuar, un medio de escapar de lo que consideran bajo, vil y despreciable en su educación y sus vidas para poder entrar así en la selecta esfera de los grandes sentimientos y las pasiones nobles. Las novelas seriales y las lecturas populares aportan los héroes y las heroínas. Pero la ópera es la más contaminante porque las palabras musicalizadas son más fáciles de recordar y se transforman en matrices donde el pensamiento adquiere forma a partir del flujo. (En Cuadernos de la cárcel, México, Universidad Autónoma de Puebla).

Pienso: Qué tiempos aquellos, cuando alguien podía considerar baja, vil y despreciable parte de su educación y de su vida y añorar "una selecta esfera de las grandes sentimientos y pasiones nobles". Qué tiempos esos en los que había una tensión entre la cultura real y la cultura anhelada. En que las modelos (y los políticos) –ya lo he dicho en otras ocasiones– precisaban, para ser respetables frente a las cámaras televisivas, la mentira hoy innecesaria acerca de sus escuchas de Vivaldi y sus lecturas de Borges y Cortázar. Qué tiempos aquellos, los de lecturas populares. Y los del sueño de la democratización de los bienes de la cultura alta (esas Bibliotecas de los socialistas) que terminó degenerando en la democratización de la cultura baja: Tinelli y bailanta para todos. No es una teoría general. Apenas una cuestión de gustos. Y de soledad. "Escúchame entre el ruido".

viernes, 28 de agosto de 2009

Sinfonistas


Sibelius y Mahler se encontraron en noviembre de 1907 en Helsinki . Y hubo un diálogo, relatado por Sibelius a uno de sus biógrafos, Karl Ekman: “Cuando nuestra conversación tocó el punto de la esencia de la sinfonía yo dije que admiraba su severidad y estilo y la lógica profunda que creaba una conexión interna entre los motivos. Esta es la experiencia a la que yo había llegado componiendo. La opinión de Mahler era justo la contraria: ‘No, la sinfonía debe ser como un mundo; debe abarcarlo todo.’”

miércoles, 26 de agosto de 2009

Mosaicos




Fueron siempre la joya más preciada de los amantes del jazz. Se vendían sólo por correo y hacerlas llegar a Buenos Aires era entre imposible e impagable. Las cajas Mosaic, armadas por el productor MIchael Cuscuna, con sus seis, ocho o más Cds reuniendo discografías como las de Pepper Adams y Donald Byrd en estudio, las de Tristano, Konitz y Marsh, las de Basie, las grabaciones con grupos chicos de Dizzy Gillespie o J. J. Johnson o, más recientemente, las notable de Anthony Braxton en Arista, numeradas, negras, pesadas, en tamaño LP y deseables ya desde su olor, nos eran ajenas (o casi). Ahora, con sus hermanas menores, las Mosaic Select (imperdibles cajas de tres CDs que incluyen, entre otras cosas, discos de la banda de Toshiko Akiyoshi con Lew Tabackin, de Richie Beirach, Dave Liebman y Randy Brecker en vivo en el Village Vanguard, de Andrew Hill solo o en trío, de McCoy Tyner en los 70) se consiguen en Minton's (Galería Apolo, ex Lorange). Guillermo Hernández arregló directamente con los responsables del sello y trae por encargo las que están aún disponibles.

El oleaje













Veo en la televisión un documental sobre Katsushika Hokusai. Vuelvo a deslumbrarme con sus 36 vistas del Monte Fuji, publicadas como láminas entre 1826 y 1833. Descubro, gracias a la mirada experta que ve aquello que uno tardaría años en descubrir (o quizá ni eso) la duplicación del Monte Fuji como parte de la misma ola. Se ve, en el film, una foto de Debussy en su estudio, con esa vista (esa ola) en particular puesta en la pared detrás de él. Recuerdo la tapa del viejo LP donde Boulez dirigía El Mar, cuya tapa era esa ola de Hokusai. Pienso en la idea del oleaje musical, que permite escuchar ese Mar de Debussy como parte de una misma serie junto a La Tempestad de Tchaikovsky y con La Tempestad de Sibelius. Pienso, también, en "Tema de las mutaciones del mar", el extraordinario poema, hecho de oleajes, de John Peale Bishop, que Borges y Bioy Casares tradujeron para Sur, que Luis Chitarroni recuperó en mi memoria y que Jorge Fondebrider me prestó en una versión bilingüe incluida en una magnífica edición de la Universidad de México dedicada a la poesía norteamericana.

sábado, 22 de agosto de 2009

Más Beethoven












"Me parecía que, después de Beethoven, la inutilidad de la sinfonía estaba probada."
Claude Debussy

"¿Quizás usted no sepa que yo también pinto?..."



Por Beatriz Sarlo
(publicado originalmente en Revista Clásica)



Todo el mundo recuerda el retrato de Alban Berg pintado por Schönberg. La figura alargada, la masa compacta del pelo, los ojos muy delineados en la cara partida en dos por una sombra, la diagonal del cuerpo que se apoya contra un mueble, quizás la caja de un piano; y, detrás de la figura, un paisaje que podría haber sido de August Macke. Los severos azules y tierras del cuadro responden a un criterio estricto de tonalidad. Ese retrato es muy conocido, aunque sólo porque fuera la tapa, hace muchos años, de los Junglieder de Berg cantados por Fischer-Dieskau.
Schönberg se propuso, cuando lograrlo con su música le resultaba muy difícil, ganar un poco de dinero ofreciéndose como retratista. En 1910 le rogaba a su editor que viera si conseguía que algunos ricos, interesados en el arte, le encargaran sus retratos. No se quedaba corto en el precio con el que se ofrecía, ya que casi alcanzaba la suma que poco después cobraba Egon Schiele, cuya fama plástica era incomparable con la del músico.
Ese mismo año, Schönberg expuso cuarenta y dos telas. El gesto tenía mucho de insensato: Schönberg buscaba encargos de retratos porque no ganaba lo suficiente con su música; sin embargo, para pagar la sala vienesa donde colgó los cuadros que, según sus ilusiones, le traerían algunos clientes, debió organizar un concierto al que sólo asistieron ochenta personas. La crítica, por supuesto, tampoco le fue favorable. En los dos años siguientes, son otros pintores los que reconocen que hay algo en los cuadros de Schönberg: Kandinsky, en primer lugar, y también August Macke, quienes lo invitaron a participar en una exposición de Der Blaue Reiter, en Munich.
Como era previsible, nadie le encarga un cuadro, pero algunos artistas ven "algo" en los que Schönberg ha pintado. Más allá de los límites de un oficio, que Schönberg sólo había explorado antes con Richard Gerstl, Kandinsky reconoce una capacidad de "visión", en obras que llevan muchas veces ese título repetido: "Visiones".
Otras ironías rodearon la relación de Schönberg con la pintura. En 1906, Richard Gerstl pintó dos retratos, de Schönberg y de su mujer, Mathilde, con Gertrude, la hija: cuadros apacibles de interior burgués, empapelados y tapetes. Pero se sabe que los vendavales se filtraban por las rendijas de esos interiores. El mismo año de 1908 en que Gerstl pintó otro casi bucólico grupo de la familia Schönberg entre vagas nubes postimpresionistas, Mathilde abandonó a su esposo y se fue con Gerstl. Un discípulo de Schönberg, Webern, interviene frente a ese probable maestro en defensa del suyo. Mathilde vuelve, finalmente, pero Gerstl se suicida. La historia tiene mucho de melodrama, que Schönberg y Gerstl hubieran juzgado con condescendencia. Y, sin embargo, también tiene algo de novela vienesa, de Schnitzler o de von Hofmannsthal.
Entre ese año fatídico y 1911, Schönberg pintó muchos de sus autorretratos. "¿Quizás usted no sepa que yo también pinto?", le escribió, en 1911, a Kandinsky, que le respondió, después de recibir un envío de reproducciones: "Me entusiasman verdaderamente sus pinturas: ellas encuentran su fuente en una necesidad natural y en una sensibilidad delicada". Posiblemente no fueran estos retratos los que vio en primer lugar Kandinsky sino la serie de fantasmagorías casi abstractas de la "Visiones", que evocan, de una manera que tiende a la abstracción simbolista, una escena intensamente subjetiva, un fondo para Erwartung.
Sin embargo, son los autorretratos de Schönberg los que presentan el enigma de la insistencia y la repetición con variaciones. Schönberg se pinta casi siempre de frente; acentúa el modelado del rostro con una paleta completamente a tono con el fondo: la figura y el fondo tienen un único cromatismo, que sólo varía con los reflejos de luz o los huecos sombríos. De los ojos se prolongan dos líneas imaginarias hacia quien está mirando el cuadro, dos líneas perpendiculares al plano. En algunos, la pupila adquiere una cualidad pétrea, como la de los ojos de las estatuas, perfectamente geométrica y separada con nitidez del óvalo blanco.
De muchos de estos retratos podría decirse que son variaciones en preparación de un mismo cuadro definitivo que, por supuesto, no existe. Son por lo tanto, variaciones cada una de ellas definitiva en sí misma: variaciones sobre el tema de Schönberg. Pero hay uno que se sustrae a la repetición; el autorretrato de 1911, de cuerpo entero, a diferencia de las cabezas que configuran la serie.
Este autorretrato es, también un paisaje urbano que podemos conjeturar en la línea negra que divide, en un sentido vertical y como línea de fuga, el plano: de un lado la calle, del otro, la vereda; sobre ella, separada por una línea más tenue, la alzada de una casa, probablemente también el ángulo de una ventana. Schönberg camina por la calle, que se diferencia de la vereda por los grafismos curvos que evocan el contorno de los adoquines de un empedrado. Lleva un bastón y algo negro en las manos cruzadas, quizás un sombrero; viste un traje pardo y zapatos oscuros, representados con el mismo color del pelo que, macizo y compacto, rodea la cabeza. La parte superior del cráneo casi toca el extremo superior del cuadro; los pies, en cambio, están bien separados del borde inferior. El hombre se aleja.
Pero el hombre que se aleja está de espaldas. El autorretrato es el de un cuerpo y un cráneo que se postulan como "Schönberg". Nada más desquiciante que esta contradicción de la extrema subjetividad a la que aspira un retrato por la ausencia radical de la fisonomía. Melancólico, Schönberg-modelo se aleja de Schönberg-pintor a quien le niega su rostro.

Nota: El Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París realizó entre septiembre y diciembre de 1995 una exposición de los cuadros de Schönberg y publicó un magnífico catálogo, Schönberg, Regards, con textos de Pierre Boulez, Sarkis, Robert Fleck, Werner Hofmann y Christian Hauer. El catálogo incluye la traducción al francés de correspondencia entre Schönberg y Kandinsky, que, para los interesados, se encuentr, en castellano, en un volumen de la editorial Alianza.

viernes, 21 de agosto de 2009

La Novena


Maynard Solomon dice: "Si perdemos el 'sueño' de la Novena Sinfonía, ya no nos queda nada para compensar los aplastantes terrores de la civilización moderna, nada para oponer a Auschwitz y a la guerra de Vietnam como paradigma de las potencialidades humanas". Nicholas Cook, agudo, contesta que "Solomon se acerca peligrosamente a decirnos que necesitamos creer en algo aunque no creamos en ello". Esteban Buch, en su excelente La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo (El Acantilado) los cita a ambos y concluye: "¿Debemos de verdad aceptar el principio de que el arte es la garantía última de la moralidad de la empresa humana? Y, en ese caso, ¿debemos tomar siempre a Beethoven como testigo de ese hecho? Beethoven contra Auschwitz, contra la guerra de Vietnam, contra el Muro de Berlín, contra la guerra en la ex Yugoeslavia, contra las matanzas futuras, de acuerdo; pero siempre que continuemos con esa crítica de la tradición que sigue siendo la tarea principal si pretendemos que la Novena Sinfonía, vestigio de un mundo cada vez más lejano, nos hable de un modo significativo...o si estamos dispuestos a aceptar la idea de que un día, por qué no, se vuelva muda sin que ello constituya necesariamente una catástrofe".

jueves, 20 de agosto de 2009

"Escuchar la música. Es muy difícil"


"Se ama el confort, la repetición, los mitos; se ama el escuchar siempre lo mismo, con esas pequeñas diferencias que permiten mostrar inteligencia. Escuchar la música. Es muy difícil. Yo creo que, hoy en día, es un fenómeno raro. Se escuchan cosas literarias, se escucha lo que se ha escrito, se escucha a uno mismo en una proyección".
Luigi Nono, en "L'erreur comme nécessité", Revue Musicale Suisse 123, 1983. (Gentileza de Pablo Gianera que me envió la cita, hace tiempo, a raíz de su lectura, generosa y brillante, de Efecto Beethoven).

sábado, 15 de agosto de 2009

Sea shanties

















En una entrada anterior se mencionaba el trabajo del musicólogo A. L. Lloyd en la recopilación de canciones de marinos balleneros. Aquí puede verse la magnífica escena (reparar en las caras de las ancianas que despiden a los marinos y en la composición plástica del cuadro de los mástiles) de Moby Dick (John Huston, 1956) en que la tripulación –Lloyd entre ella– entona "sea shanties".

Un modelo


Jorge H. Andrés es el primer periodista especializado en música popular que hubo en la Argentina. En la revista Análisis y luego en el diario La Opinión no sólo sentó el precedente más valioso en la materia sino que instaló espacios de discusión y crítica para aquello para lo que hasta ese momento apenas existía la ritual propaganda del tipo “continúa presentándose con gran éxito la deslumbrante revista….con música de Mariano Mores y más de 100 bailarines y coristas en escena”. El comienzo del rock argentino (Almendra, Manal), mucho del tango y del jazz local, no había contado, hasta la aparición de las notas de Andrés, con correlato alguno en los medios de comunicación. A veces, cuando la importancia del evento lo acreditaba –por ejemplo el estreno de Juguemos en el mundo, de María Elena Walsh o de María de Buenos Aires, de Piazzolla, ambos en 1968– eran los críticos de teatro o de música clásica quienes se hacían cargo de la reseña. Con un saber excepcional acerca del jazz, el tango y las músicas populares del siglo XX, y una discoteca de vastedad mítica (que comparte con generosidad), Andrés fue, además, un fenomenal difusor de lo que nadie más difundía (ni difundiría), en programas radiales como Todavía lo llaman jazz, en el que muchos descubrimos un universo tan maravilloso como desconocido. Y fue quien, por ejemplo, registró la importancia de Manal en 1968 (“originalísimos inventores de blues tan sombríos y porteños como cualquier tango”), o quien escribió en Análisis, hace cuarenta años, “el gran hallazgo es un cantor-autor de 22 años, Miguel Abuelo (en realidad Miguel Angel Peralta)…[que ha logrado] una música poderosamente original, con letras que anteponen a su densa proposición temática una riqueza poética de rara simplicidad…” y quien vaticinó la importancia de Vox Dei, “hasta ahora asesinado por la indiferencia del público”. Hace unos años volvió a escribir para afuera en el diario La Nación pero, lamentablemente para todos nosotros, se hastió pronto.
El sábado 9 de agosto de 1975, hace treinta y cuatro años, Jorge Andrés publicó en La Opinión su crítica del esperpéntico estreno local de Agitor Lucens V, con música interpretada en vivo por el grupo Arco Iris y coreografía de Oscar Aráiz. El título del artículo era “El rock argentino se ha muerto aburrido y en silencio” y el texto, un modelo de claridad expositiva y rigor informativo que posee una lucidez (y una actualidad) asombrosa, merece ser recordado. Aquí su transcripción:

Según lo revela el estreno de “Agitor Lucens V” por Arco Iris
El rock argentino se ha muerto aburrido y en silencio
Escribe Jorge H. Andrés

Sin que nadie lo llorara, el rock argentino se murió plácidamente de aburrimiento. Aquella corriente creativa que a fines de la década pasada se insinuaba como un movimiento popular comparable al del tango en los años 40, fue incapaz de fijarse metas estéticas y temáticas concretas y terminó diluyéndose entre el convencionalismo y la pretensión.
La música progresiva nacional falleció pura e ignorante como un chico. El único, inolvidable rasgo que llegó a definir fue su simpatía tierna y ruidosa. Con tiempo para crecer es probable que hubiera sido sensual, fantasiosa y con ansias de cambios profundos, pero clauidicó antes, cuando había roto todos los vidrios sin lograr abrir la ventana.
Si se lo piensa en la perspectiva de otros países, el rock nativo no alcanzó altas cumbres artísticas pero tampoco se manchó con la decadente espectacularidad que caracteriza al género actualmente. En el país, quienes iniciaron este tipo de música fueron pobres de parafernalia electrónica pero muy imaginativos para transmitir con sinceridad, lirismo y humor el sentimiento de una generación.
De toda esta gente, como Moris, Miguel Abuelo, Litto Nebbia, Claudio Gabis, Alejandro Medina, Spinetta, Del Guercio, Molinari, Javier Martínez, Pinchevsky, Rodolfo García o Billy Bond, los que no optaron por el exilio, andan por ahí, vagando en sus delirios particulares o en la rutina del ejecutante profesional.
Por inocencia, vergüenza o apatía, el rock se agotó en Buenos Aires sin intentar la etapa del show y el disfraz, muy comunes en cualquier parte. La solitaria y honorable excepción fue la ejecución en vivo de la obra La Biblia en el cine Gran Rex, hace justamente un año, un hecho que por su solvente gigantismo hizo pensar a este cronista que el género crecía saludablemente (La Opinión, 3 de agosto de 1974) cuando lo que en realidad ocurría es que estaba dando, impotente y gastado, una gran fiesta de despedida.
El martes a la noche, en la misma sala de la calle Corrientes, se presentó Agitor Lucens V, un “concierto-ballet” de Gustavo Santaolalla interpretado por el conjunto Arco Iris y bailado por el elenco de Oscar Aráiz, el mismo que hace poco tiempo estrenó la obra en Francia pero con la parte musical grabada.
No conforta asistir a este espectáculo, que se repite el lunes y martes próximo. Es música de ínfimo nivel, plagada de lugares comunes, ejecutada con crudeza y exhibicionismo y repleta de una poesía de vulgar intención profética. Y pretenciosa, que es el más difícil de perdonar de todos los defectos.
Es la vieja estrategia de Arco Iris, cuarteto surgido en 1969, el momento culminante del rock porteño y que juiciosamente se construyó una falsa imagen de conjunto inquieto y profundo que lo convirtió en el número predilecto de público y organizaciones que habitualmente detestan la música popular.
De acuerdo con un bien diagramado plan, estrenaron suite tras suite y cantata tras cantata, probando todas las recetas del oportunismo y rodeándose de una ideología mística puntualmente comentada por todas las revistas especializadas en intimidades del negocio del espectáculo.
Agitor Lucens V es coherente con esa trayectoria. Una estirada hora y media de música con ocasionales partes cantadas y que viene a ser algo así como la anticipación de una utopía sideral, a pesar de que también se incluye un himno de énfasis guerrero y un Salmo a Cristo frente al cual la Misa Criolla de Ariel Ramírez suena como el mejor Mozart.
Estilísticamente la obra es un refrito simplificado de todo lo que está de moda dentro del rock y jazz de la actualidad. Hay menos folklore andino que en la producción previa de Gustavo Santaolalla, que es el principal compositor y solista del conjunto, pero sí un prominente empleo del sintetizador y de preciosismos de percusión.
El aporte de Oscar Aráiz se limita a ilustrar una tercera parte de los capítulos de Agitor. La tarea tiene la decorativa eficacia característica de este coreógrafo pero el material es muy poco estimulante y no hay grandes ideas planteadas sobre el escenario, apenas una vistosa antología de movimientos y diagramas vistos otras veces pero que son un buen pretexto para evadirse de la infernal vulgaridad del acompañamiento musical.

jueves, 13 de agosto de 2009

Piano y contrabajo

Por Beatriz Sarlo
(publicado originalmente en Revista Clásica)














Durante muchos años, para mí Nueva York fue Bradley's, en 70 University Place. El dueño, por supuesto, se llamaba Bradley, le decían Brad, y había sido pianista. El lugar físico todavía existe, ocupado por un restaurant sin cualidades. ¿Por qué Bradley's entre las decenas de clubes de jazz que se abren, se cierran o persisten en Manhattan?
Allí pasé la noche del 31 de diciembre de 1987, hasta el amanecer. Cuando entramos, Bradley me preguntó si iba a comer y si acaso había reservado una mesa. Le contesté que sí, que veníamos desde Washington únicamente para eso y para escuchar a Eddie Gomez, que esa noche especial tocaba con Kenny Barron. Mirando hacia abajo (Brad medía casi dos metros), me djio: "Lucky girl". Y verdaderamente tuve suerte porque fue una noche excepcional.
Brad ocupaba la mesa de siempre, con su mujer rubia y elegantísima, vestida de cuero negro, entre amigos un poco extravagantes: un albino llamado Robin, que había apoyado sus palos de golf contra la pared y bebía simultáneamente de tres vasos con distintos licores y de una taza de café, una especie de condesa salida de una novela de los años veinte, y el bajista Rufus Reid. A las doce, después de una primera entrada de Eddie Gomez y Kenny Barron, todos nos abrazamos y de allí en más las cosas sucedieron como en una fiesta entre desconocidos que, unidos por la música, los tragos y el comienzo del año, se hicieran amigos fugaz e intensamente. A las dos de la mañana, llegó Tommy Flanagan, que venía de tocar en otra parte, con un abrigo negro, bufanda de seda blanca, smoking y corbata morada. Pasaba a saludar y se quedó escuchando a Gomez y Barron. A las cuatro de la mañana, las meseras, sin dejar de llenar y distribuir los vasos, ya se habían sacado sus delantales. Barron y Gomez no paraban de tocar y todo el mundo se acomodaba a la temperatura, la luz baja y el sonido perfecto. Estábamos electrizados. Un negro vestido como un dandy, a quien llamaban Duane, salió unos minutos y volvió con una rosa roja. Se acercó a la mesa de Bradley y le ofreció la rosa a la que parecía una condesa. Le dijo, con sonrisa cinematográfica y un justo medio tono aterciopelado: "Happy new year, baby". El mito armaba su pequeña escena ante nosotros.
Desde 1985, cuando Jorge López Ruiz nos hizo conocer Bradley's a Rafael Filippelli y a mí, volví muchas veces. Hace unos años Brad murió, su mujer siguió con el negocio algún tiempo y finalmente se rindió ante los alquileres de Manhattan.
Bradley's era un lugar de piano y bajo. Red Mitchell fue el bajista residente: tocaba casi siempre, hasta que se mudó a Suecia. Sólo excepcionalmente podía escucharse algo diferente a ese dúo clásico. Bradley programaba a los mejores, y cuando no eran los mejores, siempre eran los muy buenos. Sin embargo, una noche, apareció una batería y una trompeta. Alguien debutaba y otros músicos llegaban para escuchar al nuevo. Cecil Taylor, con sus trencitas, y Art Blakey, de grandes botas tejanas, comían hamburguesas en la barra, cada uno por su lado, mientras esperaban. Después de que el trompetista tocó la primera frase, Blakey pidió la cuenta sin disimulo, pagó y se fue corriendo. El tipo siguió tocando, anonadado por el desplante.
La comida de Bradley's era buenísima, en el estilo neoyorkino: hamburguesas, clam-chowder, pescado, a veces langosta o perdices. A las dos de la mañana, antes de la tercera entrada de los músicos, un bol de sopa y unas tajadas de pan ofrecían una alternativa para abrir la madrugada. Se podía pagar lo que marcaban cuentas muy razonables. Pero, aunque la comida mezclaba con sensatez un cosmopolitismo reciente con un americanismo de base, nadie iba a Bradley's sólo a comer. La mayoría, que escuchaba parada a lo largo de la barra, pedía un trago o varios.
No conocí otro lugar (en el comercialísimo medio de Manhattan) donde la música fuera tan escuchada, y el silencio se impusiera tan metódicamente. Brad no soportaba que se hablara mientras los músicos estaban haciendo su trabajo. Lo vi pedir la cuenta de una mesa que insistía en violar la norma de silencio, e indicarle a un mozo que se la llevara a esos clientes despistados, con la orden de que en ese mismo instante su noche en el boliche había terminado.
El silencio tenía su clave en la inmediata proximidad con los músicos. En el local alargado y oscuro, con una foto de Mingus y algunas notas de diarios o revistas enmarcadas, cinco o seis mesas rodeaban, casi pegadas, al piano y al bajo. Desde la barra, los músicos nunca estaban más lejos que algunos metros. Todo transcurría como si quienes estaban en el boliche se conocieran, y, en efecto, la mayoría era gente que volvía muchas veces. La mezcla social de Bradley's no he vuelto a verla en otros lugares de jazz: estaban los raros, los amigos del dueño, algunos músicos, las mujeres distinguidas, los japoneses que siempre forman parte del público de jazz en Manhattan, gente del barrio, estudiantes y jóvenes solitarios. Cuando ya en todas partes se cobraba derecho de entrada, todavía Bradley's mantuvo algunas noches en que sólo se pagaban los tragos. Como el silencio durante la música, una "política de la casa".
Bradley's no tuvo el colorido multicultural de Nueva York (su alianza de piano y bajo estaba bien lejos de las experiencias musicales de fusión). Quizás eso lo volvía particularmente atractivo para mí, que no buscaba en Nueva York sólo nuevas mezclas culturales sino sonidos que habían sido la música de esa ciudad aunque ya no lo fueran.
De día, Bradley's era un bar donde siempre se podía leer el diario, y escuchar a Miles Davis, Bill Evans o Ella Fitzgerald en las versiones que el barman iba alternando por costumbre, mientras acomodaba botellas, alineaba las copas y hablaba con los parroquianos. Si hacía frío y uno andaba por el Village, tampoco había mejor lugar que Bradley's.

Huelgas y poesía


Pietro della Valle escribía, en su tratado Sobre la música de nuestra época: "Cuando se trata de los mejores músicos contemporáneos, aquellos que han sabido añadir a las sutilezas del contrapunto miles de ornamentos –trinos, retardos, síncopas, tremolos, pianos y fortes sorpresivos y otras galanterías poco usadas previamente– debe tenerse en cuenta lo que se escucha cuando tocan Kapsberger en la tiorba, Orazio (Michi) en el arpa y Michelangelo (Rossi) en el violín". Admirador de Sigismundo D'India, junto a quien estuvo al servicio del Cardenal Maurizio de Saboya, en Roma y a mediados de la década de 1620, Michelangelo Rossi, además de virtuoso del violín, fue uno de los autores que llevó más lejos el cromatismo entendido como recurso expresivo. Su música, como la de muchos de los autores de su época (Luzzaschi, Di Lasso, Giaches de Wert, Marenzio, el propio D'India), es un misterio para casi todos. El bellísimo CD La poesía cromatica, que acaba de ser publicado en la Argentina por Deutsche Harmonia Mundi (un subsello de Sony) llena ese vacío con creces. El genial Huelgas Ensemble, que dirige Paul Van Nevel, registró en vivo, en la Catedral St.Pierre de Saintes, en Francia, trece madrigales, la mayoría de ellos con texto de Battista Guarini, y varias piezas instrumentales. Ninguna de las obras había sido grabada con anterioridad y entre las cantadas se destaca la conmocionante "Mentre d'ampia voragine tonante", donde se cuenta (se canta) la erupción del Vesubio en 1531.

Recuerdos de Corea









Hace unos años, todos hablaban de Chick Corea. Ahora nadie habla de él. En parte por su eclecticismo y por numerosos proyectos de escaso valor musical (por lo menos para el sistema de valor del jazz), en parte por saturación y, tal vez, por la conocida costumbre del ambiente del jazz local de denostar a todo aquel que se haya hecho demasiado popular, uno de los grandes pianistas y creadores del género desapareció del modesto planeta jazz que nos circunda. Nada más injusto, porque algunos de los mejores discos de los últimos cuarenta años tienen a Chick Corea como protagonista o partícipe necesario. A tecla alzada y sin pretensión de exactitud ni exhaustividad, recuerdo: Circle, con Anthony Braxton, Dave Holland y Barry Altschul, ARC, con la misma base y sin Braxton, sus Piano Improvisations, los discos en trío con Miroslav Vitous y Roy Haynes, las grabaciones con Miles Davis que se incluyeron en Filles de Kilimanjaro, Water Babies y el recién reeditado en Argentina Circle in the Round, los dúos con Gary Burton, Universal Languages de Vitous, Voyage, en dúo con el notable flautista Steve Kujala, el demoledor Three Quartets, el primer disco de Origin, el originalísimo The Leprechaun y, por supuesto, Romantic Warrior, el punto más alto de una escuela y un estilo que no estaría demás empezar a revalorizar (al fin y al cabo ya dejó de ser viejo y empezó a ser antiguo o, como dirían algunos colegas, "legendario").

miércoles, 12 de agosto de 2009

Llámenme A. L. Lloyd

Por Jorge Fondebrider
(publicado originalmente en Revista Clásica)














La biografía de Albert Lancaster Lloyd -"A.L. Lloyd" o "Bertie Lloyd"-, es en sí misma una historia digna de ficción. Nació en Londres, precedido por dos hermanas mayores, el 29 de febrero de 1908 en el seno de una familia de clase media. Sus padres, Ernest Lloyd y Mabel Barrett, son los responsables de sus primeros recuerdos ligados a la música folklórica: su padre solía cantar en la casa canciones cómicas y su madre, para diversión de los hijos, imitaba el acento y la manera de cantar de los gitanos de Sussex. A esa localidad del sur de Inglaterra se trasladó la familia en 1913, permaneciendo allí hasta el fin de la Primera Guerra mundial, cuando Ernest Lloyd quedó inválido. La familia volvió entonces a Londres para instalarse en Homsey, un suburbio del norte. En la escuela local, el joven Bert recibió una educación sumamente completa, que incluyó el latín y, curiosamente, el castellano.
En 1924, cuando tenía 16 años, su madre murió de tuberculosis al igual que sus hermanas. El padre, incapaz de mantener a su hijo, decidió enviarlo a trabajar a Australia con la British Legion. Apenas llegado a Sidney fue reclutado por un granjero del distrito de Cowra, donde fue trasladado en carácter de cocinero y mandadero. La nueva vida no le sentó bien. Bert Lloyd enfermó y fue internado en el hospital local. Cuando le dieron el alta, gracias a su habilidad para imitar acentos, simuló ser australiano y consiguió trabajo como pastor en un establecimiento cerca de Bethungra, el cual abandonó para trabajar en las planicies occidentales. Allí se dedicó al arreo de ovejas, llegando a pasar días enteros a caballo sin otra compañía que la de su rebaño. En los ocasionales encuentros con otros pastores, aprendió las canciones que estos cantaban sin ningún acompañamiento, tomándose el trabajo de transcribirlas en cuadernos que usaba como ayuda memoria. Durante los períodos de inactividad, viajaba a Sidney y pasaba horas en la Biblioteca Pública de esa ciudad. De allí sacaba prestados libros y discos que luego leía y escuchaba en los establecimientos rurales donde trabajaba. Como autodidacta, leyó a Mark Twain, a Tolstoi, a Proust y a Joyce, entre otros.También estudió a los maestros de la pintura clásica y contemporánea, y para completar su educación se dedicó a escuchar en discos de 78 rpm a Bach, Mozart y Stravinsky. Con ese bagaje, a principios de 1930 retornó a Inglaterra.
En Londres se integró a los grupos de intelectuales de izquierda que se reunían en los pubs del Soho. Allí solía permanecer durante horas charlando con el poeta galés Dylan Thomas y con el historiador marxista Leslie Morton. Fue éste último quien lo presentó al Partido Comunista británico, al cual Lloyd se afilió y del cual siguió siendo miembro hasta su muerte. Para sobrevivir, había conseguido trabajo en el departamento de literatura extranjera de la librería Foyles, ocupación que alternaba con el activismo político -sus contemporáneos lo recuerdan llegando a los mitines con un gramófono, discos de blues y canciones de cowboys- y con ocasionales artículos en revistas de izquierda.
A mediados de los años treinta, Lloyd dejó su trabajo y se dedicó a leer sistemáticamente sobre música folklórica en el British Museum. Comenzó entonces a publicar artículos sobre el tema en diarios y publicaciones del PC. Pero en 1937, luego de haber traducido al inglés algunos libros y no pocos poemas -por ejemplo, de Rafael Alberti, Miguel Hernández y Raúl González Tuñón en apoyo de la causa republicana durante la Guerra Civil española-, sin dinero, decidió embarcarse en el buque factoría "Southern Empress" de una compañía ballenera que cazaba en las aguas antárticas. A bordo, trabajaba 12 horas por día cumpliendo las tareas propias del oficio. En los momentos libres, se dedicaba a recopilar las canciones marineras -sea shanties- que cantaban sus compañeros. Seis meses después, su barco volvió a Liverpool. Allí volvió a embarcarse, esta vez en la marina mercante, donde siguió hasta 1938. Ese año oyó un programa de radio sobre el desempleo en los Estados Unidos, y le escribió al productor, sugiriéndole hacer un programa similar sobre las condiciones de vida en los barcos. The Voice of the Seamen, escrito por Lloyd y difundido por la BBC en diciembre de 1938, fue un éxito y la radio le ofreció un contrato de seis meses como escritor sobre los más diversos temas.
Entretanto, su viejo amigo Morton se había mudado al campo, donde Lloyd lo visitaba durante los fines de semana. En los pubs locales comenzó a aprender las canciones rurales que cantaban los parroquianos. Sorprendido por la riqueza de la música, Lloyd consiguió convencer a algunos técnicos de la BBC, con quienes registró algunas veladas de canto. Sin embargo, no fue la música, sino Shadow of the Swastika, un programa sobre el ascenso de Hitler al poder, el que le ganó una audiencia gigantesca. Con todo, su prédica antifascista le granjeó la antipatía de los directivos de la BBC, que no le renovaron el contrato. Lloyd empezó entonces a trabajar en Picture Post, una revista que le asignó el tratamiento de temas sociales, actividad que interrumpió en 1942, al alistarse como artillero en un regimiento de tanques del ejército británico. En sus raros ratos libres, comenzó a escribir The Singing Englishman: An Introduction to Folk Song, un tratado sobre la música folklórica británica que publicaría en 1944, y a colaborar con un diario de izquierda que se distribuía entre los soldados.
En 1943, el Ministerio de Información, le encomendó trabajar con los soviéticos, circunstancia que, terminado el conflicto mundial y en virtud del comienzo de la "guerra fría", le valió perder toda posibilidad de empleo oficial, a excepción de sus artículos, magramente pagados, en revistas de izquierda. Con todas las puertas cerradas y un creciente interés por los temas relativos al folklore, en 1948 ingresó en la English Folk Dance and Song Society y participó en la Folk Music Festival Competition en la categoría de cantante solista, la cual ganó. Hacia 1950 desistió de seguir escribiendo para la radio y se dedicó exclusivamente al folklore. Así, en 1951 fue comisionado por el National Coal Board para organizar una competencia, cuyo objeto era la recopilación de las canciones de los mineros galeses. El resultado fue Come All Ye Bold Miners: Ballads and Songs of the Coal Field, un texto hoy clásico publicado por Lawrence and Wishart en 1952. Ese libro y sus muchas otras actividades hicieron que Lloyd comenzara a ser reconocido como uno de los mayores especialistas ingleses en folklore de su país. Aunque se unió al comité editorial del Folk Music Journal, en lugar de convertirse en un mero erudito fundó los Ramblers -un grupo de cantantes folklóricos a la manera de los estadounidenses Almanac Singers (con Woody Guthrie y Pete Seeger)- integrado por él, John Hasted, Nesty Revold y Jean Butler.
Poco después, conoció a Ewan MacColl, cantante, actor y escritor escocés que compartía sus intereses y con quien llevaría adelante varios proyectos -entre otros, la grabación de varios álbumes de canciones marineras- que servirían para cimentar el más espectacular de los renacimientos de la música folklórica británica.
En 1956 Lloyd fue convocado por el director John Huston para que participara como actor y cantante de shanties en la versión cinematográfica de Moby Dick. En 1959 publicó, con el compositor Ralph Vaughan Williams, la compilación del Penguin Book of English Folk Song. Sin embargo, el hecho capital de esos años fue su nombramiento como director artístico del sello Topic, dedicado a preservar el legado folklórico británico y europeo. Allí grabó lo más importante de su obra e hizo que MacColl y también una nueva generación de folkloristas -que incluía a intérpretes tan importantes como Anne Briggs, Frankie Armstrong, Roy Harris, The Watersons, Martin Carthy y Peter Bellamy, entre otros- grabaran las piezas fundamentales de las que se nutriría el repertorio del folk de la década siguiente.
A principios de los años sesenta, Lloyd se había convertido en la máxima autoridad inglesa en materia de folklore. Esta circunstancia llevó a los ejecutivos de la BBC a que volvieran a contratarlo para una serie de documentales de radio. Entre otros, en 1963 llevó a cabo el programa Durham Miners; en 1966, The Folk Song Virtuoso, y en 1967, The Voice of the Gods. Ese mismo año se publicó su libro Folk Song in England, una verdadera joya de erudición, sentido común y amenidad y, al mismo tiempo, un documento insoslayable para cualquier estudio folklórico serio.
Su reputación y bonhomía lo llevaron a convertirse en un símbolo y en una referencia obligada de los nuevos folkloristas, a quienes animó a tentar los límites del género, en abierta oposición del purismo de las generaciones anteriores. Así, mientras no descuidaba sus actividades académicas -que lo llevaron a dictar conferencias sobre etnomusicología en universidades de Estados Unidos y Australia- no dudó en brindar todo su apoyo a los grupos eléctricos Fairport Convention, Pentangle o Steeleye Span en la segunda mitad de los años sesenta.
En 1970, luego de ser operado del corazón, la BBC le encargó Rap Her To Bank, el primero de una serie de documentales para televisión sobre la música folklórica inglesa con el director Barrie Gavin. El éxito fue tan grande que, ese mismo año, esta vez requerido por la cadena ABC de Australia, regresó a ese país para la grabación de Ten Thousand Miles Away, un documental sobre sus impresiones de los cambios ocurridos en la vida rural australiana a lo largo de los últimos cuarenta años. Nuevamente la audiencia apoyó a Lloyd y, a partir de entonces, se sucedieron nuevos documentales sobre la música de Rumania, Albania, Hungría, las islas Hébridas y los Apalaches. Cada uno de esos viajes fue completado por trabajos de campo, más tarde publicados por el sello Topic.
En sus últimos años, alternó la enseñanza de la etnomusicología en el Goldsmith's College de Londres con giras de conferencias y frecuentes presentaciones de música tradicional en festivales y teatros, muchos de los cuales ayudó a fundar.
A.L. Lloyd murió en 1982, mientras traducía al inglés Problemas de Etnomusicología, de Constantin Brailoiu.

martes, 11 de agosto de 2009

Pop, psicodelia y happening

Por Fabián Lebenglik
(publicado originalmente en un dossier dedicado a los Beatles por Revista Clásica)

Mientras en 1956 se reúnen Lennon, McCartney y Harrison en Liverpool para tocar rock and roll -antes de que Los Beatles fueran Los Beatles-, el artista plástico Richard Hamilton (veinte años mayor que ellos) presenta en al galería Whitechapel de Londres la exposición "This is tomorrow", en la que, sin nombrarlo, se enuncia y anuncia el arte pop. "Descubrimos que teníamos en común una cultura vernácula -explicaba entonces Lawrence Alloway, el crítico de arte británico que definió el arte pop- a la que cualquiera podría acceder y que persiste por encima de los intereses particulares o habilidades artísticas, arquitectónicas, de diseño o de crítica. La zona de contacto era la cultura urbana de masas, la música, las películas, la ciencia ficción. Ninguno de nosotros sentía el rechazo reinante entre los intelectuales por la cultura comercial y masiva: la aceptábamos como un hecho. Era una cultura que atraía al hombre de la calle, a la gente no especializada y a la juventud".
Desde que Los Beatles surgieron como tales, a comienzos de la década del sesenta, guiados por el manejo estratégico de Brian Epstein, el trabajo sobre la imagen pública y privada fue un dato central de la carrera del grupo y de cada uno de sus miembros.
El cineasta Richard Lester condensó, en las dos películas que filmó con el grupo -A Hard Day's Night y Help!-, una enciclopedia visual de los Beatles a mediados de los sesenta.
El paso estético siguiente al pop es la psicodelia, entendida como la cultura pop pasada por el filtro alucinógeno, lo que da por resultado la alteración de la percepción por la vía química de la drogas.
Ese período se cifra en la película Yellow Submarine y en la adaptación de algunos aspectos de la cultura hindú, por la vía espiritual del gurú que vino de la mano de Harrison. Entonces los Beatles abandonan los recitales públicos y tanto la música como la imagen del grupo se vuelven mucho más elaboradas, a partir de 1966/67.
George Maciunas, un artista de origen lituano, fundador del grupo Fluxus, gran amigo de Lennon y de Yoko Ono, los presenta a ambos en 1966. Maciunas había creado Fluxus en Alemania a principios de la década del sesenta. Se trataba de un grupo internacional de artistas plásticos, que enmarcados en la genealogía dadaísta, se oponían radicalmente a la tradición académica. En marzo de 1961 Fluxus pasa a París y a Nueva York.
Las exposiciones y actividades de aquel grupo de vanguardia eran fundamentalmente variantes del happening, a través del cual se buscaba la participación activa del espectador y se luchaba contra la compartimentación técnica y genérica, combinando lo visual con lo musical, literario y escénico, en un contexto de espectáculo popular. Yoko Ono, que ya era una artista multimedia profesional conocida desde 1961, se une al grupo Fluxus. La influencia de Yoko fue central en la estética de Lennon y generó mucha resistencia en los demás Beatles. A partir de conocerla y de su fascinación con ella y su obra, John retomó el dibujo utilizando los pinceles que se usan en la técnica oriental sumi-e.
Pero Lennon no era un improvisado en cuestiones visuales. Las artes plásticas fueron el primer interés de Lennon. Comenzó a dibujar mucho antes que a tocar la guitarra. Cursó el prestigioso Liverpool Art Institute durante tres años (que fueron los años de formación de los Beatles: de 1957 a 1960). Y era el Beatle que tenía más clara conciencia estética y visual.
Cuando John conoció a Yoko quedó fascinado, varias de las obras de Ono, como el ajedrez blanco de 1966, o sus performances y películas, lo impactaron profundamente. Yoko Ono, antes de conocer Lennon, era compositora, cantante, poeta, performer, cineasta y videasta y mezclaba todas esas vertientes en happenings que exploraban los límites de cada una, transgrediéndolas.
Ella ayudó a John a presentar su primera exposición de dibujos en 1970, en Londres, porque a él, por ser un Beatle, le resultaba humillante ir a las galerías de arte para hacer una muestra, ya que los galeristas no le permitían hacer lo mismo que a cualquier otro artista. Además, le pedían que hiciera un recital en la sala y él no accedía a mezclar su música con la exposición de sus dibujos.
Aquella primera muestra fue escandalosa: la serie de dibujos en exhibición -lineales y libres, inspirados formalmente en la historieta y el dibujo animado, aunque de trazo económico y muy sugerente- evocaban a Yoko desnuda en diferentes poses y a la pareja teniendo sexo. Aunque los dibujos eran poéticos y nada pornográficos, Scotland Yard rodeó la galería porque había recibido denuncias de que allí se exhibían dibujos porno, y decidió confiscarlos bajo el cargo de obscenidad.
El concepto de happening, que le venía a John a través de Yoko, fue el que utilizó la pareja para hacer propaganda política y abogar por la paz.
El caso paradigmático fue la conferencia de prensa, por la paz, que ambos dieron desde la cama, en Amsterdam, en 1969.
En esa misma línea, tomando como eje temático la paz, Yoko Ono, vino a exponer sus obras "En-trance" y "Ex-it" en Buenos Aires, en 1998.
La propia "ceremonia final" de los Beatles, el recital que dieron en la terraza del edificio de su sello discográfico, Apple, fue una suerte de happening que ofrecieron para los desprevenidos transeúntes y para algunos incómodos policías.

domingo, 9 de agosto de 2009

Cuento de pescadores



En Rosario, después del concierto. No es Serodino (falta Tomatis) pero podría serlo. Carlos Casazza, un magnífico guitarrista, discípulo de Ralph Towner, que, entre otras cosas lleva al extremo, en su dúo con el pianista Ernesto Jodos, las ideas de sutileza e interacción, cuenta una historia que define como "chiste zen". "Sen gracia", dice con gracia Haydée Schvartz. La historia, contada a Casazza por su padre y, antes, relatada por Verdaguer, trata de dos gemelos exactamente iguales en todo salvo en un detalle, uno de ellos tiene personalidad y el otro no. La vida separa sus caminos pero ambos aman pescar y una vez por año se reúnen para hacerlo. Ambos tienen equipos de pesca similares, se ubican en los mismos lugares y hasta los intercambian ocasionalmente. Pero uno, el que tiene personalidad, pesca y el otro no. Entre ellos no hay palabras ásperas ni reproches. Incluso al regresar dicen a sus conocidos haber pescado ambos la misma cantidad. Pero un día, el gemelo sin personalidad, harto de la situación, decide ir solo. Pasa horas y no pesca absolutamente nada. Cuando, frustrado, decide irse y comienza a juntar sus utensilios de pesca, oye una voz. Un pez se asoma del agua:
-Ey, usted. ¿Hoy su hermano no viene?

Tangos en Rosario


El Centro Cultural Parque de España, en Rosario, programó el sábado un concierto en que la excelente pianista Haydée Schvartz tocó tangos. Antes, fui invitado para hablar del libro que escribimos con Abel Gilbert sobre/alrededor/a través de Piazzolla. Hablé más bien del tango mirado desde otro lado. De eso que unía, en todo caso, a Piazzolla, con la colección de piezas ligadas al tango (cercana, lejana o lateralmente), que el pianista Yvar Mikhashoff encargó a diversos compositores contemporáneos como John Cage o Conlon Nancarrow y que legó a Haydée Schvartz. Ella tocó algunas de esas obras, junto a otras con las que ella continuó la colección, encargando nuevos "tangos" a autores argentinos (Gandini, Pablo Ortiz, Marcelo Delgado, Santiago Santero, Jorge Horst entre ellos) y algunos tangos más, el de la Ópera de tres centavos de Kurt Weill, uno de Juan José Castro. Y comenzó su concierto contando que una vez, en Montevideo, estudiaba en un piano, a lo largo de varios días, mientras el encargado de la limpieza iba y venía. En una ocasión, al salir, el empleado se le acercó para decirle: "Hoy me gustó ese tanguito que tocó". Lo que Haydée había estado estudiando era la Sonata Op. 1 que Alban Berg compuso en 1910 como trabajo de "graduación" para su maestro Arnold Schönberg.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Aquí para quedarse


















Hay discos famosos. Los hay de culto. Y están los que, por motivos casi nunca claros, no alcanzaron ni la celebridad ni la leyenda de la incomprensión. Simplemente fueron disfrutados, cuando salieron, por quienes tuvieron la fortuna de comprarlos, y luego se eclipsaron. Here to Stay, de Freddie Hubbard, grabado en 1962 y publicado el año siguiente, es uno de ellos. Editado en CD recién en 2006, después de estar unos veinte años fuera de circulación, no sólo es uno de los mejores discos de un trompetista que, en ese entonces deslumbraba en los Jazz Messengers de Art Blakey sino de toda una época –y un sello como Blue Note– cuyo único pecado, tal vez, haya sido producir demasiados discos formidables al mismo tiempo. El elenco marca la cercanía entre Here to Stay y los Messengers. Aquí están, junto a Hubbard, Wayne Shorter en saxo tenor, Cedar Walton en piano y Reggie Workman en contrabajo. La única diferencia es el baterista, Philly Joe Jones en lugar de Blakey. Y es una diferencia que le sienta bien a las infinitas sutilezas del disco. Una curiosidad: el tinte piazzolliano del comienzo de "Father and Son" (en ese momento Piazzolla grababa, por su parte, su disco más jazzístico, Tango para una ciudad, lo que, por supuesto, no tiene nada que ver). Quienes leen este blog en otros lares seguramente sabrán (y podrán) conseguirlo. Para los que habitan Buenos Aires, en Minton's (en la galería antes conocida como del Lorange y ahora, supongo, del Apolo) había varios ejemplares. Y si hubiera dejado de ser así, tengo para mí que Guillermo Hernández (dueño y factótum de esa mezcla de disquería y club barrial eternizada en el título de un disco de Adrián Iaies) lograría conseguirlo de nuevo en un plazo prudente.

lunes, 3 de agosto de 2009

El globo (desde afuera)


Heitor Villa-Lobos










La notable Orquesta Sinfónica de San Pablo, junto a solistas diversos –la flautista Elizabeth MacCafferty, Ovanir Buosi en clarinete, Claudio Ortiz en violín, el violoncellista Johannes Gramsch, el guitarrista Fabio Zanon y el Coro de la Sinfónica de San Pablo–, grabó los Choros Nos. 2, 3, 10 y 12 de Heitor Villa-Lobos, con la dirección de John Necschling. Es el tercero de un conjunto de discos que abarca la serie completa y forma parte, también, de una caja de siete CDs con todos los Choros y Bachianas. Los discos fueron publicados –cosas de la globalización– por el sello sueco Bis y, es obvio –cosas de mirar al globo desde afuera–, no se consiguen en Argentina.