martes, 28 de febrero de 2012

Tensiones








Gran parte de la historia de la música se estructura alrededor de las tensiones. Y hasta podría decirse que incluso aquellas composiciones que buscan su supresión la generan, aunque más no sea como tensión con una expectativa. Piaget explicaba la inteligencia, también, como una tensión. Un conjunto de esquemas previos, equilibrados, y siempre dispuestos a desequilibrarse ante un estímulo nuevo y puestos, entonces, ante la obligación de reacomodarse. Tal vez no sea otra cosa lo que sostiene –o lo que ha sostenido hasta ahora– a las sociedades: una cierta tensión entre el dulce de leche que alguien querría comerse sin parar y la voz de alguien respetado, capaz de ocupar un lugar limitante, diciendo: –No, te va a caer mal. O: –Eso no es alimento, te doy el dulce si primero comés la espinaca. Al fin y al cabo allí estaba Popeye para instruir sobre las bondades de lo que, en principio, a casi nadie le gustaba. Se trataba, posiblemente, de un mundo más ingenuo.

El Sargento Sanders, San Martín y los Tres Mosqueteros eran buenos; los nazis, los españoles y los enemigos de la reina eran los malos. Hay que reconocerlo, con los ingleses la cuestión era problemática: eran malos en Sandokan, eran buenos en Gunga Din. En la televisión y en la escuela no se decían ciertas cosas, no debían pronunciarse las malas palabras que pronunciaban aquellos que nos indicaban tal restricción, las maestras eran buenas aunque fueran malas y las familias debían quererse (o aparentarlo) aunque no se quisieran. Había allí un orden. Hipócrita, desde cierto punto de vista, es cierto, pero me permito citar a mi padre: Si Hitler hubiera sido hipócrita, y no auténtico, habría matado menos judíos. Habría que pensar, a esta altura del partido, que ni los nazis ni ninguna de las otras encarnaciones del mal absoluto, fueron llevadas a cabo por extraterrestres ni por las víctimas de sus malvados rayos hipnóticos sino por seres humanos absolutamente convencidos (otra cita a mi padre: nada más peligroso que un ser humano con una causa justa). Y que, por consiguiente, las ganas de robar, de apoderarse de cosas, territorios y personas, de primar sobre otros a cualquier precio o, más caseramente, de mandonear, presumir, ventajear, y, claro, el concomitante miedo al otro, sobre todo si es distinto, en tanto podría ser capaz de las mismas cosas que se nos ocurren a nosotros y ocasionarnos el mismo mal que querríamos ocasionarles a ellos, es parte de la condición humana. Una parte que puede ser regulada por cierta idea del Bien o, abandonemos la hipocresía, estimulada.
Mucho se ha hablado del menemismo. Pero, creo, lo que no se ha dicho es que encarnó una cierta idea de época (o de época argentina) en relación con la autenticidad. Fue una era anti-hipócrita. Si alguien denuncia a una compañera por copiarse, merece un accidente. Si se puede ir a Pinamar en tres horas, por qué no hacerlo. Si lo que el público buscaba, en los atisbos de morbo, invasión de la privacidad y sexo que se insinuaban en la televisión, era ni más ni menos que morbo, invasión a la privacidad y sexo, por qué no mostrarlo del todo. Si la maestra, en ocasiones con mala formación profesional, despreciada socialmente ya desde su sueldo y habitualmente resentida, reprendía al hijo propio, por qué no ir a pegarle a ella en lugar de al hijo, como se hacía antes (es decir, al hijo seguramente se le sigue pegando pero, probablemente, por otras razones). El menemismo no fue una creación de Menem sino una respuesta complaciente a la parte peor de cada uno de los seres humanos que conforman una sociedad. O, dicho de otra manera, si una sociedad aspira a ser mejor que sus integrantes (y a funcionar ante esos integrantes como elemento de tensión) tal pretensión fiue abandonada. No había sociedad sino individuos, más o menos en guerra unos con otros, más o menos en convivencia, tratando de conseguir lo mejor posible para cada uno (y no para el conjunto), sin regulación de idea moral alguna.
Dos hechos anduvieron –o andan– dando vuelta recientemente en relación con estas cuestiones. En ambos casos, la discusión fue reemplazada por el uso que de ellos hicieron (hacen) los medios de comunicación, oficiales y no oficiales, todos embarcados en una lucha de poder que acabó poniéndose absoltamente por encima de cualquier otra cosa (incluso de la apariencia de comunicación). Todos ellos sin control. Todos sin tensión con idea moral alguna.
En un caso, las fotos de una modelo muerta por sobredosis y desnuda, en la tapa de un diario, fue denunciada por algunos como el traspaso de un cierto límite cuando, en rigor, no hacía otra cosa que transitar por el territorio ya delimitado por esos mismos medios, en realimentación perpetua con esos rasgos individuales llamados en adelante LPDN (lo peor de nosotros), sin idea de sociedad que lo regule. No son los canales de televisión los que han inventado el morbo. Ni el baile con enanas, ni la exhibición del cuerpo como mercancía, ni las cámaras que filman sin descanso la bajeza sin mediación de un grupo de gente normal –es decir llena de LPDN– puesto en una situación más o menos límite, son ajenos a LPDN. Pero habría que admitir que las sociedades resultan diferentes cuando LPDN debe ser hecho a escondidas, no puede confesarse abiertamente y se corresponde con claridad, aunque nos guste, a una idea del mal. Es una metáfora ya muy transitada, y explicitada por Freud en su artículo sobre la conquista del fuego, pero la civilización prospera con la represión (ah, esa palabra prohibida) y, digamos, la hipocresía, y no con la autenticidad a rajatabla. La diferencia que el individuo pueda hacer entre "me gusta" y "está bien" suele ser definitoria en el destino de las sociedades que conforma.
Ciertas cosas, una vez sucedidas, simplemente ya han sucedido. Como con la extinción de los dinosaurios, la discusión acerca de su conveniencia es bastante irrelevante. El nivel de anomia al que han llegado los medios de comunicación y las sociedades que los estimulan y son estimulados por ellos, es irreversible. No es la censura, en todo caso, la que podría volver la situación a otro punto.
La otra cuestión es Malvinas, donde la irracionalidad de unos, incluida la negativa a dejar amarrar, en Ushuaia, a un crucero de pasajeros con bandera inglesa (una medida de guerra, sin ir más lejos) no ha tenido otra respuesta que la frivolidad de otros que, más allá de su autoridad y antecedentes intelectuales –Sarlo, Romero– dieron preeminencia a la chicana y la necesidad de acusar al kirchnerismo, cayendo en errores tanto de información como de análisis. No es mi objetivo desentrañar la Cuestión Malvinas en esta improvisación al paso (al fin y al cabo este es un blog de música) sino apenas ponerla en el marco de LPDN. ¿O es que acaso alguno de los fervientes defensores de la soberanía argentina sobre esas islas estaría dispuesto a pensar en la posibilidad de devolverle el Chaco al Paraguay? O, sin ir tan lejos, la provincia de Buenos Aires a los tehuelche. ¿Hay un colonialismo bueno y uno malo? ¿Después de cuántas generaciones los descendientes de un ocupante ilícito se convierten en pobladores lícitos? ¿Qué proporción de la población de un lugar debe ser civil para que se tome en cuenta el principio de autodeterminación? ¿El criterio de la plataforma submarina y de las 200 millas, que se nos enseñó en la escuela, está convalidado internacionalmente? Más allá del derecho inglés, ilegítimo en tanto la fuerza lo sea como fundamento –en ese caso habría que revisar, insisto, el tema del Chaco–, ¿hay algún principio convalidado internacionalmente, o que pueda discutirse con racionalidad, que avale la soberanía de la Argentina? Demás está decirlo: no soy experto en el tema. Esas son, apenas, algunas preguntas que me gustaría que alguien discutiera. En tanto las Malvinas sean "bandera", sean "causa" y vayan acompañadas por la espantosa palabra "irredentas"; mientras sean territorio de "el que no salta es un inglés", de "vayamos con la hinchada de Boca en los catamaranes de Casciola y enseñémosle quiénes somos", o sea, en tanto pueda allí campear LPDN, sin regulación alguna, sin tensión con una idea del Bien –que en este caso estaría representada por una discusión racional–, como hubiera dicho el hermano de la protagonista de Dailan Kifki, estamos fritos.

lunes, 13 de febrero de 2012

La llave y el tesoro

Por Abel Gilbert
(Publicado en Radar, el 12 de febrero de 2012)
Spinettalandia y sus amigos 
¿Sólo el nombre de un disco de tránsito (hacia Pescado)? Allí empieza a establecerse una topografía imaginaria que hicimos nuestra: quisimos ser de allí, del lugar (y la lengua) que había fundado. Casi secreta membresía en los primeros ’70 (el 5 por ciento de un aula de finales de escuela secundaria, pongamos). Eramos de la “tierra del Flaco”, pero Luis, el Flaco consecuente, siempre corría la frontera de sus propios dominios. Se lo acompañaba o quedaba como la parte de la discografía de una educación sentimental. Leo la crítica de Noticias, el diario de los montos, del 11 de diciembre de 1973. Es una reseña de la “presentación del espectáculo de rock Invisible” en el teatro Astral. “Recital de música beat”, se titula. Y es un ejemplo de lo que persistió como mirada de extrañamiento: “La música del conjunto presenta los mismos altibajos que las letras, siempre bordeando el límite de la incoherencia y alternando los momentos de inspiración con los disparates más asombrosos”. Veo en YouTube una versión sublime de “Los libros de la buena memoria”, con Pedro Aznar, el Mono Fontana y Lito Epumer. Pertenece a un programa de Juan Alberto Badía (nuestro módico John Peel), de mediados de los ’80. Junto al presentador, en primera fila, se sienta Pepe Eliaschev, corbatita ajustada, traje también ceñido y la mirada adusta, quizás incómoda ante lo que escucha. Como si quisiera decirnos que no termina de cazarle la onda. Observa con simpatía, pero de lejos a Spinettalandia. A los turistas incidentales solía pasarles lo mismo.

Spinetta, la hondura

Una vez que completábamos la iniciación, las canciones nos hacían hablar de otro modo. Hablar, escuchar y leer, claro. Con Artaud, la Carta a los poderes. Con Jade, el prólogo de Octavio Paz a Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda. O aquella edición de siglo XXI de Vigilar y castigar, comprada bajo los efectos de Téster de violencia. Spinetta: un elogio al autodidactismo. De los libros a los discos. “Yo no me privaba de nada, todo era conocer y abarcar.” Así le hablaba a Miguel Grinberg en Cómo vino la mano. Esa máquina beatle absorbe, junta, mezcla, escupe, metaboliza formas de lo alto y lo bajo. En ese batido y bricollage está la clave de una de las poéticas más originales de los últimos 50 años. En tiempos de pensamiento blando, Spinetta nunca dejó de batir el parche del progreso y la exploración personal. “Vos te tirás a la pileta, y nadás y creás. Y a veces te saldrá más lindo y otras más feo, pero que sean todas cosas que uno quiera hacer, diversas, y no quedarse en un solo estilo.”

Spinetta y el estilo

“Mi música se empezó a fortalecer en un extraño idioma que ni yo mismo sabía qué era”, le comenta a Grinberg en 1977, en referencia a lo que fue la vida después de Almendra. Pero, ¿qué es un estilo? Un estilo es la replicación de un modelo resultante de una serie de elecciones tomadas adentro de un marco restringido. Las limitaciones que se autoimponen son precisamente las que permiten la variedad. El modelo no necesita ser igual en todos los aspectos que lo definen. Y por eso Spinettalandia es tan vasta, inalcanzable y semejante. De “Credulidad” a “Fina ropa blanca”, pasando por “Jugo de lúcuma” o el mundo Jade. ¿Cómo se mide esa extensión?

Guitarra negra

No era un virtuoso, si tenemos algunas de sus referencias instrumentales (Jimmy Page, Steve Howe, John McLaughlin), pero su fraseo, su sonido, eran inconfundibles. Nadie sonó tan pesado como en “Post-Crucifixion” o “Perdonado”. Nadie fue más sutil a la hora de acompañarse (habría que exceptuar a Aznar). Hay, en Spinetta, una escritura física, determinada por el alcance de sus dedos. Esa manera de armonizar. Siempre había algo inesperado y desafiante en los enlaces y las posiciones. Andá a sacar de primera “La bengala perdida”, por citar una canción. Su disección fascina y sorprende. Los recorridos de la mano de Spinetta sobre el traste no tienen acá antecedentes ni herederos. No son del rock ni del jazz, tampoco del tango, el folklore o, podría pensarse, la música brasileña. Pero, a la vez, dialogan con todos esos mundos. La oreja-esponja de Spinetta fue, en ese sentido, algo sin parangón en la música popular (su fotografía con el Cuchi Leguizamón es reveladora de cuánto lo unía la distancia). Desde la guitarra “escribía” canciones de una riqueza melódica y una complejidad formal que confirmaban aquel dictum de Caetano Veloso: “Si tenés una idea increíble, es mejor hacer una canción; está probado que filosofar sólo es posible en alemán”. Sí, canciones geniales.

Brasil

Los compositores brasileños que habían ido de peregrinaje a Darmstadt, la ciudadela de la música contemporánea, o formaron parte de la agrupación Nova Música, no consideraban esotéricas otras expresiones de carácter popular. Rogério Duprat no abdicó de un linaje que lo ligaba a Hans-Joachim Koellreutter y, más tarde, a John Cage, por trabajar de manera entusiasta con Gilberto Gil y Os Mutantes. Julio Medaglia tampoco se había rebajado en su condición de arreglador de Tropicalia, de Caetano. Un compositor argentino de la generación de Duprat, al recordar el breve paso Almendra por el Di Tella, dijo: “Ah, sí, los chicos del pelo largo”. Se habría sorprendido de lo que pensaba entonces Spinetta: “Antes de disolver Almendra, les propuse grabar un disco con una obra totalmente aleatoria. No grabar ninguna canción, ir al estudio y encender la máquina y tocar sonidos hasta cumplir los 32 minutos de banda útil total... tocar una música inspirada en los acoples, que pasara por percusión, por ritmo, por todo. Pero que no fuera en sí ninguna pre-estructura”. ¿Qué hubiera hecho Spinetta con músicos provenientes de otra escuela (me resisto a llamarla clásica o contemporánea)? ¿Qué hubieran hecho ellos? Aquel fallido disco “experimental” se iba a llamar La música la toca cualquiera. Pero no, Luis. Cualquiera no. Vos. Sólo vos. Algo de ese camino trunco está en “Starosta el idiota”, y en la concepción de “Por”, ¿no?
“Poeta del Rock” lo han definido los diarios en sus obituarios. La relación texto y música es desde siempre problemática. Nietzsche solía sostener que la música no puede estar al servicio del texto: se sobrepone al mismo. El escritor norteamericano Greil Marcus le da otra vuelta a la cuestión: la escucha de cualquier canción exitosa no muestra el poder de un cantante de decir lo que ellos intentan decir sino el hecho de que las palabras a veces son inadecuadas para esa tarea y el sentimiento de realización nunca es tan fuerte como de frustración. El cantante, añade Marcus, trata de ir lo más lejos que puede, aun sabiendo el dilema que encuentra. El fracaso del lenguaje es en cierta medida su éxito como canción (Kagel decía que cantar es hablar deformado). El Flaco era a veces “inentendible”, en especial para los latinoamericanos, que prefieren la claridad de Cerati. Ese “déficit”, sin embargo, suele tener una enorme compensación expresiva. Una canción de Spinetta puede contener muchas posibilidades: potencialidad fonética-musical, imágenes de una belleza irrepetible, y una dicción que sometía a las reglas gramaticales. Los relámpagos de inteligibilidad convierten a muchos de sus temas en la llave del tesoro.

Chatura

En tiempos de Invisible, que son los de mi iniciación, las tumbadoras las utilizaba el grupo Katunga. El instrumento, más propio de la música cubana, era asociado con lo mersa y lo “bailable”. La tumbadora entró al rock en los ’90 como parte de una nueva textura que profundizó la debilidad manifiesta de un género convertido en banda de la sociedad del espectáculo. Spinetta detectó esa mutación. Habló en una entrevista con Rolling Stone de “retroceso” a los tiempos de los cantantes españoles e italianos que venían en los ’60 o, en el mejor de los casos, El Club del Clan. A los 60 años seguía estando más cerca de aquel manifiesto que escribió en 1973, en la mejor “tradición” de las vanguardias: “Denuncio a otros grupos musicales por repetitivos y parasitarios, por atentar contra la música amplia y desprejuiciada, estableciendo mitos con imágenes calcadas de otras músicas que son tan importantes como las que ellos no se atreven a crear ni sentir”. Siempre hacia adelante. Lo “seguí” hasta los ’90 (Pelusón of Milk): eso es una parva de discos y etapas. A mí me bastaban. Nunca dejaron de asombrarme.
A la hora de elegir un momento intensamente spinettiano me quedo con aquel sábado que tocó Bowie en River. Comienzos del menemismo. Esa misma noche lo hizo él en un pequeño local que funcionaba arriba de la disquería Zival’s (¿Jazz y Pop?). Cantó acompañado de su guitarra y, creo, con Claudio Cardone en teclados. Fuimos con el hoy compositor y director Marcelo Delgado. Los dos recordamos ese momento en estos días infames. “Comprendí que crear, y crear cosas hermosas, depende de una vida hermosa”, le dijo también a Grinberg. Nosotros advertimos tempranamente esa relación entre obra y biografía. Y por eso escribió parte de las nuestras. Su música, hermosa, viva, sigue siendo la llave y el tesoro al mismo tiempo. Como enseña una adorable novela que, seguramente, le habría gustado.

Sus sueños son luces en torno a tí

(Publicado en Radar, el 12 de febrero de 2012)




Escuchábamos “Para saber cómo es la soledad” con Miguel. Estábamos en el patio de una casa que su familia alquilaba en La Perla. La canción se llamaba así; aún no era, para nosotros, el “Tema de Pototo”, y la cantaba Leonardo Favio. Allí, los sueños del amigo ausente eran “luces en torno a vos” y no “a ti”, como más tarde descubriríamos en la versión original. En el patio hablábamos de esa canción que, en realidad, escuchaba Carmen, su madre, pero que nos gustaba muchísimo. Teníamos 11 años él y yo 13 recién cumplidos. Era el comienzo del ’69. Era, también, el comienzo de otras cosas.
Escuchábamos a Los Beatles, claro. Pero nada sabíamos de lo que, muy pocos meses después, se convertiría en un credo. Las noticias llegaban así, a saltos. Y cuando lo hacían, transformaban la vida. El simple con “Tema de Pototo”, en su segunda edición, con “Final” del otro lado. “No pibe”, de Manal. La revista Cronopios, llevada a casa por mi padre. Las Pinap leídas en la casa de Juan Rodolfo. Y, en noviembre, en vivo y en el festival organizado por esa revista en el anfiteatro que estaba al lado de la Facultad de Derecho, Almendra, ese grupo que decían que había que escuchar. Un grupo al que las noticias publicadas hacían presumir una larguísima trayectoria pero que, en realidad, apenas había actuado por primera vez en marzo de ese año. Después, en enero de 1970, el LP con la tapa que tenía a “el hombre de la tapa”. Una fundación. Y un universo, sin embargo, que, más allá de las mitologías, se resistiría a ser fundado por afuera de los límites que los propios integrantes de Almendra señalaban. El rock nacional, claro, existió a partir de allí. Pero cierta clase de rock nacional, ligado al desafío estético, a la exploración de las posibilidades poéticas, al espíritu antropofágico, en palabras de Caetano Veloso –un rock imaginándose capaz de abarcar, como el primer LP de Almendra, todas las músicas–, moriría muy poco después. O sobreviviría, apenas, en las obras de sus propios fundadores y los epígonos más o menos inmediatos: Charly García, el primer Vox Dei, Arco Iris, Fito Páez.
Recuerdo aquel patio de verano en Mar del Plata no para hablar de mí, en todo caso, sino de la naturalidad con que Leonardo Favio podía apropiarse de esa canción. La misma naturalidad con la que, simétricamente, Luis Alberto Spinetta había podido apoderarse de la balada, como género, para incorporarla en el mundo “beat”. Pueden adivinarse, en esas canciones de Almendra, las huellas de sus orígenes. Es posible imaginar a Spinetta reviviendo canciones de uno o dos años antes. O, incluso, anteriores en unos pocos meses; al fin y al cabo, las noticias llegaban a los saltos también para ellos y no era lo mismo hacer una canción después de haber escuchado a Cream, o a Tommy de The Who, que antes de haberlo hecho. Es factible figurarse a “Laura va” como una especie de tango, a “Plegaria para un niño dormido”, grabada en abril de 1969, como comentario a la “Canción para un niño en la calle” publicada por Mercedes Sosa a fines de 1967. O a “Ana no duerme”, mucho antes que como extraño y original modelo de rock argentino, como canción de cuna casera, acompañada tan sólo por una guitarra. En “A estos hombres tristes” puede detectarse la impresión causada por María de Buenos Aires, de Piazzolla y Ferrer –esos tarareos à la Swingle Singers, o a lo Bacharach en su música para Butch Cassidy–, y por el cuarteto de Dave Brubeck. Cualquiera de estas canciones podría volver con facilidad a su forma original, tal como “Tema de Pototo” podía ser interpretado por Favio. Pero lo notable era lo que con ellas hacía Almendra. Porque allí ya estaba inscripta una de las características que haría única, y permanentemente renovada y renovadora, a la música de Spinetta.
Para él, el rock no sería un protocolo cerrado, un marco estilístico rígido al que constreñirse, sino, más bien, un océano en el que navegar con sus propios barcos. De hecho sus canciones más asimilables a un rock estricto (“Rutas argentinas”, “Blues de Cris”, “Me gusta ese tajo”) –más allá de algunos rasgos tan personales como inevitables, de pequeños momentos donde, a pesar de todo, sólo se parecen a canciones de Spinetta–, suenan casi como ejercicios de estilo. El Spinetta clásico está, en cambio, en esos temas donde puede detectarse una zamba, o la lectura de un vals leído por Bill Evans, o un fraseo piazzolleano, y donde, sin embargo, nada es, nunca, exactamente igual a sus fuentes. ¿Dónde poner “Ella también”, “Los libros de la buena memoria”, “Seguir viviendo sin tu amor” o “Durazno sangrando”? ¿Cómo ubicar a “Credulidad”, “La cereza del zar”, “Starosta el idiota”, “Dulce tres nocturno”, “Serpiente (viaja por la sal)” o “Cantata de puentes amarillos”? Caben en el llamado rock nacional sólo porque Spinetta decidió circular por allí y porque, curiosamente, aunque el género tomó muy pocas de sus enseñanzas, lo consideró siempre su maestro. Nada une, en primera instancia, a esas pequeñas obras maestras, llenas de curiosidad y siempre prontas a estallar y proliferar en infinitas direcciones distintas, con el rock de gueto, cerrado en sí mismo y cada vez más reacio al reconocimiento de que hay una vida allí afuera.Hay en Spinetta un uso único de la armonía, un estilo inconfundible en sus solos con la guitarra eléctrica, un melodismo siempre sorprendente. Hay un afán de extrañamiento, en el sentido que le daban a esta palabra los formalistas rusos, tanto en esos acordes impensables en ese momento y en ese lugar, como en esas escapatorias de la melodía, o en la manera en que las maneras del habla se mezclan en sus letras. Palabras “altas” y “bajas” se cruzan para producir ese efecto de extrañamiento, para que algo sea visto como por primera vez. A veces alcanza el desplazamiento de un acento; en ocasiones la operación pasa por la inclusión de una palabra que jamás se hubiera imaginado en ese contexto (“lúcuma”, “amortajando”), a veces, como en su propia vida, la mera proximidad del cosmos y la foto de Carlitos. Pensar a Spinetta como un gran artista del rock argentino es injusto por partida doble. Por un lado, porque es mucho más que eso. Sus canciones, como muchas de las de Falú, algunas de las de Dames, Demare o Troilo, de Charly García, de Fito Páez o de María Elena Walsh, están, simplemente, entre las más importantes del último siglo de música. No son grandes canciones de rock: son grandes canciones. Por otro, ubicar a Spinetta como alguien del “rock nacional” sería inmerecido también para ese género supuesto. Un género, en todo caso, que sólo excepcionalmente llegó a estar a la altura, o al menos a transitar por los caminos, de su luminosa fundación.

jueves, 9 de febrero de 2012

La naturaleza del sonido

"...quedarse con la naturaleza del sonido..."
Luis Alberto Spinetta (23-1-1950/ 8-2-2012)

sábado, 4 de febrero de 2012

Addenda





En  la lista de los discos que más me gustaron entre los publicados el último año faltó, por lo menos, uno: A Little House, de la pianista Angelica Sánchez. Nacida en Arizona en 1972 y radicada en Nueva York desde 1995, allí tocó, entre otros, con Wadada Leo Smith, Paul Motian y Tim Berne. Tiene un trío estable con el saxofonista Tony Malaby y Tom Rainey en batería, a quienes se agregan Michael Formanek o Drew Gress en contrabajo y, ocasionalmente, el guitarrista Marc Ducret. Con ese quinteto grabó su notable disco anterior, Life Between, publcado, igual que el último, por Clean Feed, uno de los mejores sellos dedicados al jazz actual. En Little House toca sola y agrega sobregrabaciones con piano de juguete (un instrumento ya usado en unas exquisitas piezas de John Cage y por artistas como Warren Zevon, Radiohead y la cantante y compositora Tori Amos). "Cada pieza es como una historia contada para uno en privado", escribe Carla Bley sobre el disco. Quienes quieran espiar algo de su música, pueden hacerlo en su página de facebook.