martes, 28 de febrero de 2012

Tensiones








Gran parte de la historia de la música se estructura alrededor de las tensiones. Y hasta podría decirse que incluso aquellas composiciones que buscan su supresión la generan, aunque más no sea como tensión con una expectativa. Piaget explicaba la inteligencia, también, como una tensión. Un conjunto de esquemas previos, equilibrados, y siempre dispuestos a desequilibrarse ante un estímulo nuevo y puestos, entonces, ante la obligación de reacomodarse. Tal vez no sea otra cosa lo que sostiene –o lo que ha sostenido hasta ahora– a las sociedades: una cierta tensión entre el dulce de leche que alguien querría comerse sin parar y la voz de alguien respetado, capaz de ocupar un lugar limitante, diciendo: –No, te va a caer mal. O: –Eso no es alimento, te doy el dulce si primero comés la espinaca. Al fin y al cabo allí estaba Popeye para instruir sobre las bondades de lo que, en principio, a casi nadie le gustaba. Se trataba, posiblemente, de un mundo más ingenuo.

El Sargento Sanders, San Martín y los Tres Mosqueteros eran buenos; los nazis, los españoles y los enemigos de la reina eran los malos. Hay que reconocerlo, con los ingleses la cuestión era problemática: eran malos en Sandokan, eran buenos en Gunga Din. En la televisión y en la escuela no se decían ciertas cosas, no debían pronunciarse las malas palabras que pronunciaban aquellos que nos indicaban tal restricción, las maestras eran buenas aunque fueran malas y las familias debían quererse (o aparentarlo) aunque no se quisieran. Había allí un orden. Hipócrita, desde cierto punto de vista, es cierto, pero me permito citar a mi padre: Si Hitler hubiera sido hipócrita, y no auténtico, habría matado menos judíos. Habría que pensar, a esta altura del partido, que ni los nazis ni ninguna de las otras encarnaciones del mal absoluto, fueron llevadas a cabo por extraterrestres ni por las víctimas de sus malvados rayos hipnóticos sino por seres humanos absolutamente convencidos (otra cita a mi padre: nada más peligroso que un ser humano con una causa justa). Y que, por consiguiente, las ganas de robar, de apoderarse de cosas, territorios y personas, de primar sobre otros a cualquier precio o, más caseramente, de mandonear, presumir, ventajear, y, claro, el concomitante miedo al otro, sobre todo si es distinto, en tanto podría ser capaz de las mismas cosas que se nos ocurren a nosotros y ocasionarnos el mismo mal que querríamos ocasionarles a ellos, es parte de la condición humana. Una parte que puede ser regulada por cierta idea del Bien o, abandonemos la hipocresía, estimulada.
Mucho se ha hablado del menemismo. Pero, creo, lo que no se ha dicho es que encarnó una cierta idea de época (o de época argentina) en relación con la autenticidad. Fue una era anti-hipócrita. Si alguien denuncia a una compañera por copiarse, merece un accidente. Si se puede ir a Pinamar en tres horas, por qué no hacerlo. Si lo que el público buscaba, en los atisbos de morbo, invasión de la privacidad y sexo que se insinuaban en la televisión, era ni más ni menos que morbo, invasión a la privacidad y sexo, por qué no mostrarlo del todo. Si la maestra, en ocasiones con mala formación profesional, despreciada socialmente ya desde su sueldo y habitualmente resentida, reprendía al hijo propio, por qué no ir a pegarle a ella en lugar de al hijo, como se hacía antes (es decir, al hijo seguramente se le sigue pegando pero, probablemente, por otras razones). El menemismo no fue una creación de Menem sino una respuesta complaciente a la parte peor de cada uno de los seres humanos que conforman una sociedad. O, dicho de otra manera, si una sociedad aspira a ser mejor que sus integrantes (y a funcionar ante esos integrantes como elemento de tensión) tal pretensión fiue abandonada. No había sociedad sino individuos, más o menos en guerra unos con otros, más o menos en convivencia, tratando de conseguir lo mejor posible para cada uno (y no para el conjunto), sin regulación de idea moral alguna.
Dos hechos anduvieron –o andan– dando vuelta recientemente en relación con estas cuestiones. En ambos casos, la discusión fue reemplazada por el uso que de ellos hicieron (hacen) los medios de comunicación, oficiales y no oficiales, todos embarcados en una lucha de poder que acabó poniéndose absoltamente por encima de cualquier otra cosa (incluso de la apariencia de comunicación). Todos ellos sin control. Todos sin tensión con idea moral alguna.
En un caso, las fotos de una modelo muerta por sobredosis y desnuda, en la tapa de un diario, fue denunciada por algunos como el traspaso de un cierto límite cuando, en rigor, no hacía otra cosa que transitar por el territorio ya delimitado por esos mismos medios, en realimentación perpetua con esos rasgos individuales llamados en adelante LPDN (lo peor de nosotros), sin idea de sociedad que lo regule. No son los canales de televisión los que han inventado el morbo. Ni el baile con enanas, ni la exhibición del cuerpo como mercancía, ni las cámaras que filman sin descanso la bajeza sin mediación de un grupo de gente normal –es decir llena de LPDN– puesto en una situación más o menos límite, son ajenos a LPDN. Pero habría que admitir que las sociedades resultan diferentes cuando LPDN debe ser hecho a escondidas, no puede confesarse abiertamente y se corresponde con claridad, aunque nos guste, a una idea del mal. Es una metáfora ya muy transitada, y explicitada por Freud en su artículo sobre la conquista del fuego, pero la civilización prospera con la represión (ah, esa palabra prohibida) y, digamos, la hipocresía, y no con la autenticidad a rajatabla. La diferencia que el individuo pueda hacer entre "me gusta" y "está bien" suele ser definitoria en el destino de las sociedades que conforma.
Ciertas cosas, una vez sucedidas, simplemente ya han sucedido. Como con la extinción de los dinosaurios, la discusión acerca de su conveniencia es bastante irrelevante. El nivel de anomia al que han llegado los medios de comunicación y las sociedades que los estimulan y son estimulados por ellos, es irreversible. No es la censura, en todo caso, la que podría volver la situación a otro punto.
La otra cuestión es Malvinas, donde la irracionalidad de unos, incluida la negativa a dejar amarrar, en Ushuaia, a un crucero de pasajeros con bandera inglesa (una medida de guerra, sin ir más lejos) no ha tenido otra respuesta que la frivolidad de otros que, más allá de su autoridad y antecedentes intelectuales –Sarlo, Romero– dieron preeminencia a la chicana y la necesidad de acusar al kirchnerismo, cayendo en errores tanto de información como de análisis. No es mi objetivo desentrañar la Cuestión Malvinas en esta improvisación al paso (al fin y al cabo este es un blog de música) sino apenas ponerla en el marco de LPDN. ¿O es que acaso alguno de los fervientes defensores de la soberanía argentina sobre esas islas estaría dispuesto a pensar en la posibilidad de devolverle el Chaco al Paraguay? O, sin ir tan lejos, la provincia de Buenos Aires a los tehuelche. ¿Hay un colonialismo bueno y uno malo? ¿Después de cuántas generaciones los descendientes de un ocupante ilícito se convierten en pobladores lícitos? ¿Qué proporción de la población de un lugar debe ser civil para que se tome en cuenta el principio de autodeterminación? ¿El criterio de la plataforma submarina y de las 200 millas, que se nos enseñó en la escuela, está convalidado internacionalmente? Más allá del derecho inglés, ilegítimo en tanto la fuerza lo sea como fundamento –en ese caso habría que revisar, insisto, el tema del Chaco–, ¿hay algún principio convalidado internacionalmente, o que pueda discutirse con racionalidad, que avale la soberanía de la Argentina? Demás está decirlo: no soy experto en el tema. Esas son, apenas, algunas preguntas que me gustaría que alguien discutiera. En tanto las Malvinas sean "bandera", sean "causa" y vayan acompañadas por la espantosa palabra "irredentas"; mientras sean territorio de "el que no salta es un inglés", de "vayamos con la hinchada de Boca en los catamaranes de Casciola y enseñémosle quiénes somos", o sea, en tanto pueda allí campear LPDN, sin regulación alguna, sin tensión con una idea del Bien –que en este caso estaría representada por una discusión racional–, como hubiera dicho el hermano de la protagonista de Dailan Kifki, estamos fritos.

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