viernes, 20 de septiembre de 2013

Resident (evil)








El Teatro Colón estrenará este año una ópera de Mario Perusso, quien fue su director artístico durante la gestión de Horacio Sanguinetti. Su título es Bebe Don o la ciudad planeta y tiene libreto de Horacio Ferrer. No es la primera ópera que el Colón encarga a un autor argentino en los últimos años. La misma sala estrenó, en 2011, Fedra. Su autor era Mario Perusso. Tampoco se trata de las únicas óperas que este músico ha compuesto y estrenado. También están La voz del silencio (representada en el Teatro Colón), Escorial (representada en el Teatro Colón), Guayaquil (representada en el Teatro Colón) y El ángel de la muerte (única ópera representada en otro teatro, el Argentino de La Plata, del que, asimismo, Perusso fue director artístico entre 1989 y 1998). Extraña carrera la de este compositor cuyas obras sólo se representan en los teatros oficiales argentinos –por cuyos pasillos ha transitado perpetuamente, en los últimos cincuenta años, como maestro interno, director musical y director artístico (también lo fue de la breve gestión de Juan Carlos Montero quien, como crítico del periódico La Nación fue el único que enalteció los inexistentes valores de la insalvable Fedra, por ejemplo)–. Extrañas elecciones la de estos teatros, que sólo le encargan obras a él, sin que ningún antecedente externo a la programación de esos mismos teatros lo torne siquiera pensable. Perusso podría encabezar con comodidad la lista de los compositores que nadie incluiría en una lista de los compositores a quienes correspondería encargar una ópera. Marcelo Delgado, Julio Viera, Marcos Franciosi, Marcelo Toledo, Osvaldo Golijov, Pablo Ortiz, Oscar Strasnoy, Sebastián Rivas o Martín Matalón, por sólo nombrar algunos de los compositores argentinos con trayectorias importantes en diversos lugares del mundo, están objetivamente más cualificados que Perusso. Tampoco Ferrer, autor del flojísimo libreto de la fallida María de Buenos Aires (vilipendiado por el propio Piazzolla, que menos de un año después del estreno y de su grabación completa, publicó un disco que contenía sólo las piezas instrumentales), es una elección acertada para un teatro en el que todavía están ausentes Borges, Cortázar, Puig, Sáer (La ocasión sería una gran ópera), Oesterheld (sólo imaginen la nieve maldita, las calles desoladas y la cancha de River  en el escenario del Colón), Marcelo Cohen, Mariana Enriquez (El Alijibe sería una extraordinaria ópera de cámara, a la manera de La vuelta de tuerca de Britten), Germán Rozenmacher, Bernardo Kordon, Haroldo Conti o Rodolfo Walsh (Operación masacre no funcionaría nada mal como libreto). En fin, extraño, sobre todo, el absoluto silencio de los compositores ante el favor que Perusso recibe del Colón y ante un nombramiento del mismo como compositor residente del que no se conocen ni términos, ni plazos, ni condiciones ni salario. Demás está decirlo. Si tal cosa sucediera en el ámbito del teatro o de las artes plásticas, no habría tal complacencia.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Escribir sobre música








Leí, hace poco, por razones profesionales (revisión de la traducción) El baño del fascista, una colección de pequeños ensayos sobre el punk (o, más bien, sobre objetos punk) de Grail Marcus, que publicó Paidós con título tan incorrecto como absurdo: El baño del fascismo. Leo, habitualmente, lo que Marcelo Pisarro escribe en su blog, Nerds All Stars. Es un cronista notable. Y uno de los pocos en los que la inteligencia y el humor se imponen sin dificultad a los lugares comunes del biempensantismo y, también, del tan previsible malpensantismo. Pero, además, es –como Marcus pero mucho más sólido y menos impresionista– uno de los mejores escritores sobre música –y en particular sobre canciones; pequeños universos, esas cosas– que existen. Pienso, casi permanentemente –inevitablemente, podría decir– en de qué se trata esto de escribir acerca de música. O de tratar de hacerlo bien. O de tratar de hacer con ello algo que sirva. En cuál es el lugar reservado allí para el saber académico. En qué se puede decir que tenga que ver con la música, que la ilumine de alguna manera, que no la banalice y, sobre todo, que no intente duplicarla (como aquel mapa de Borges). Y es que la música está allí y uno espera que lo que se dice no la reemplace –no podría– ni releve a alguien de ir hacia ella sino que, por el contrario, instale un deseo –una tensión– por ella. No tengo recetas, aunque lo intento cuando me llaman para dar algún seminario o conferencia sobre el tema. Como siempre –y como muchos– tengo más claro lo que debe evitarse que lo que debe hacerse. Pero sé que hay algo insustituible. Hay gente a la que, cuando escucha música, se le ocurren cosas. Son cosas que tienen que ver con una enciclopedia, desde ya. No se trata de "guau", "ohhh", "te vuela la cabeza" o cosas así, pero tampoco se agota en ese mundo de referencias y datos que constituye lo que en general se identifica con el saber sobre música. Recurre a ese saber, pero no se queda allí ni sostiene la creencia de que ese es el saber y de que allí está contenido lo que puede decirse sobre la música. Ese saber es un instrumento, un trampolín, apenas un vocabulario. Y lo importante –lo que se diga con ese instrumental– empieza después. Y además deberá ser dicho con gracia y estilo. Con ritmo. Con decisión y hasta con algo de desafío. Si necesitan un ejemplo, pueden leer aquí. Y, como decía Homero Alsina Thevenet, en las primeras líneas se juega casi todo: "Las canciones que se convertían en éxitos radiales no podían superar la primera respuesta que habían provocado en el oyente. Toda reacción subjetiva quedaba ahogada por un número de cuantificaciones objetivas: número de copias vendidas, número de semanas en los charts, número de versiones que ese éxito autorizaba. El acontecimiento mismo de la canción se convertía en el acontecimiento de los intercambios económicos que la canción propiciaba. Así fue la historia de la música pop en el siglo XX...", dice PIsarro.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Dawn of Midi








Pocos discos podrían resultar tan diferentes. Sin embargo, el deslumbrante debut, llamado lacónicamente First, y el reciente Dysnomia, logran dibujar un mapa bastante fiel, aun en su aparente difuminación de contornos, de lo que ronda las cabezas de Dawn of Midi. O, incluso, del ambiente musical en los ámbitos para académicos del Este norteamericano, particularmente Manhattan y Boston. El trío está conformado por el marroquí Amino Belyamani en piano, el indio Aakaash Israni en contrabajo y Qasim Nagvi, estadounidense e hijo de inmigrantes paquistaníes, en percusión. First fue editado por Accretions y descubierto para Buenos Aires por Minton's (Corrientes entre Uruguay y Talcahuano, en la Galería Apolo), cuyo dueño compró ejemplares a los propios integrantes, dada la imposibilidad de contactar con el sello. Allí todo transcurría dentro de los límites (generosos) del jazz. Improvisación libre, algunos patrones rítmicos de Oriente, virtuosismo, interacción y gracia. En suma, uno de los grupos más promisorios del nuevo jazz. Dysnomia, publicado por ThirstyEar, y comentado simultánea y admiradamente por las revistas Wire y NewYorker, acaba de llegar a Minton's. Aquí no hay improvisación sino meticulosa composición meticulosamente tocada, de una música falsamente electrónica, interpretada del principio al fin con instrumentos acústicos (aunque con técnicas extendidas) y asimilable a una suerte de posminimalismo postétnico. O algo así. El disco tiene algo de poderosamente adictivo. Y de misteriosamente bailable. Aquí se puede ver y escuchar a Dawn of Midi en acción, aunque más cerca del mundo estético del disco anterior. Y aquí puede apreciarse algo de Dysnomia.

Dos










El jueves tocaron por primera vez juntos en Buenos Aires. Hoy a las 20.30, en el CETC, será la última función. Uno de ellos es Anssi Karttunen, uno de los cellistas más importantes del momento y reciente ganador del premio Gramophone por su grabación del concierto para cello y orquesta de Henri Dutilleux, con dirección de Esa-Pekka Salonen. El otro es el compositor y pianista Magnus Lindberg. Juntos conforman Dos Coyotes, y el disco en el que junto al clarinetista Kari Krikku interpretan música de cámara de Lindberg también estaba nominado como finalista al Gramophone. Su concierto, obras de Lindberg cercando transcripciones de transcripciones stravinskianas, ronda la idea de las relecturas. Cifra 2, el espectáculo de la coreógrafa Diana Theocharidis en el que Karttunen participa, también. Hay allí materiales de Cifra, la obra que presentaron en el Centro de Experimentación del Teatro Argentino de La Plata en 2010. Y, muy lejanamente, también de un título premonitorio, Transcripción, una onírica construcción sobre la memoria que se había estrenado en 2003 en el CETC y, en una nueva versión, en la sala 104 de París. Hoy, sábado 14 de septiembre, a las 2 de la tarde, será el ensayo general con público. Mañana, domingo a las 18, habrá función. Ambos encuentros serán en la Usina del Arte (Caffarena y Pedro de Mendoza, en La Boca). Se trata de un mosaico de ensayos estéticos alrededor de las posibilidades de las relaciones entre dos. Un diálogo entre el presente y los posibles pasados. Entre una obra y otras obras, un intérprete con otro, o consigo mismo, o con una imagen; con una imposibilidad o con un recuerdo; con un sonido o con su eco. La multiplicidad de una cifra en la que, además, se cifra el misterio del cuerpo. El espectáculo tiene escenografía de Emilio Basaldúa, iluminación de Gonzalo Córdova y vestuario de Julián Garcés. Incluye la proyección de un film de danza de Jean-Baptiste Barrière (filmado en la Transcripción parisina), y participan los bailarines Alina Marinelli, Aníbal Jiménez, Damián Malvasio, Matías González Gava, Pablo Burset y Silvina Damia.