jueves, 29 de abril de 2010

Paradigmas

Thomas Kuhn, autor de La estructura de las revoluciones científicas, donde establece su idea de la evolución de la ciencia como puja entre paradigmas.


Pienso, casi en voz alta, o a teclado alzado (el equivalente de la vieja pluma) en algo que rondó varios de los comentarios surgidos a partir de una entrada anterior, "Emociones": la cuestión de la subjetividad y, sobre todo, si existe alguna clase de objetividad posible. Yo creo, y es una posición personal y en absoluto definitiva, que tal objetividad es posible dentro de un determinado paradigma, eso que Thomas Kuhn definió como un "conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período específico de tiempo". Más allá del abuso del término "paradigmático" –mi padre me aconsejaba siempre utilizar "ejemplar" y, según parece, el mismo Kuhn prefería ese término o, en su lugar, "ciencia normal"–, me parece que, en una comunidad que valora, por ejemplo, ciertas clases de música basadas en ciertos modelos de valor, uno puede valerse de ellos para establecer una cierta objetividad. Un ejemplo clásico de discusión paradigmática es la de Galileo con los inquisidores. Uno decía que había manchas en la luna porque las veía. Los otros que no las había porque la luna era una esfera y la esfera era la forma perfecta creada por Dios y por lo tanto no podía tener manchas. Dios era infalible, la mirada humana no y, en consecuencia, que las manchas se vieran o no carecía totalmente de relevancia. Entre ambos no había acuerdo posible porque lo que estaba en discusión eran dos modelos distintos, el deductivo y el inductivo. Jorge Fondebrider, en dos de sus comentarios, explicita dos paradigmas posibles, en este caso contiguos y hasta posiblemente complementarios, en lugar de contradictorios. Uno es el de Pound y su clasificación según la cual están (cito muy de memoria y puedo equivocarme) los que crean lenguajes y escuelas, los que los diluyen y los que simplemente los utilizan, con mejor o peor suerte. Obviamente, para él (para Pound), ese orden implica, también, una jerarquía. El otro es cuando, al referirse a Vaughan Williams, dice que The Lark's Ascending "es más compacta y con menos me dice bastante más" que la Sinfonía No. 1. Si se sacara de allí el "me" podría articularse un cierto sistema de valor objetivo: son mejores las obras que con menos dicen más. Y ese es un principio que, en efecto, rige a mucho del arte. Y si se combinara esto con lo de Pound el sistema sería aun mejor: son mejores las obras que crean lenguajes y escuelas y que además son compactas y concisas. Traducido a música, el sistema determinaría sin duda el valor superior de Brahms sobre Bruckner (que no era conciso) o sobre Berlioz, que tal vez creó más lenguaje que Brahms pero fue mucho menos compacto. Y allí es donde entra esta cuestión de los paradigmas contiguos que se me acaba de ocurrir. Es improbable que Bruckner tenga algo para decirle a quien escucha Damas Gratis (o viceversa). Pero lo es menos que pueda interesarle a quien gusta de Brahms. Hay un paradigma general, que tiene que ver con la posibilidad de gustar de la música llamada clásica, y dentro de él paradigmas particulares que rigen la valoración (y el gusto) de la ópera, o de ciertas óperas, de la música sinfónica, etc. Pero nada es tan claro, de todas maneras. Si se lo piensa, hay unos cuantos momentos en que Beethoven no responde demasiado al paradigma beethoveniano. E, incluso, dentro del discretísimo campo de los gustadores de ópera están quienes opinan que el bel canto es una basura llena de ornamentaciones y sin profundidad y quienes están convencidos de que es la más alta de las artes. Para poner un ejemplo más cercano, estoy casi seguro de que la lista de las óperas que prefiero (con la excepción de Puccini) coincide casi exactamente con la que muchos operómanos harían de las más odiadas. Y sin entrar en los paradigmas de la afinación o la expresividad (o el necesario equilibrio entre ambas) alrededor de los cuales se alinean bandos irreconciliables. Pero, volviendo a Brahms y Bruckner (y al paradigma de la concisión) es posible, creo, darse cuenta de que en el segundo la gracia no pasa por los mismos lados que en el primero y es deseable poder moverse de un pradigma a otro, distinto pero afín en algunos aspectos. Las sinfonías de Bruckner exhiben sus meandros, se retuercen, vuelven sobre sí, son cualquier cosa menos compactas pero allí precisamente es donde radica su encanto. Si se piensa en un escritor como Lawrence Stern, por ejemplo, sólo podrá ser disfrutado en la medida en que el delirio pueda entrar en el paradigma. En el campo del jazz, John Lewis es conciso. Ellington lo es aún más. Y uno valora eso. Pero para valorar a Jarrett, alguien que muestra el recorrido de sus ideas, que las expone en crudo, las hace explotar a la vista, y a veces hasta se complace en paisajes desérticos donde lo único que hay es la espera de algo, hay que moverse a otro paradigma. Es decir, creo, que la objetividad existe pero sólo puede ser reconocida como tal por quien comparte el paradigma. O por quien esté dispuesto a hacerlo.

miércoles, 28 de abril de 2010

Duelo de gigantes


En un reportaje a Alessandro Baricco, la revista Ñ aseguró que su Novecento fue filmado por Bernardo Bertolucci. Una simple consulta por Internet (o tal vez esa clase de asociación que algunos llaman inteligencia) le hubiera permitido al reportero saber que ese film fue realizado en 1976, cuando el escritor tenía 18 años, que el monólogo Novecento es de 1994 y que fue filmado cuatro años después por Giuseppe Tornatore, con el título La leggenda del pianista sull'oceano. El diario La Nación, al que no le gusta quedarse atrás en materia de errores, publicó, por su parte, que Baricco era autor "de numerosos ensayos llevados al cine". ¿Cómo se llevan ensayos al cine? Fácil, bajo el brazo.

lunes, 26 de abril de 2010

Emociones



Homo-Sapiens emocionado










Charlas con amigos a partir de la polémica Ignatius-Liut y de la relectura de textos sobre música de Alessandro Baricco con quien (sección autombástica –o autobombística) dialogaré públicamente hoy, lunes 26, a las 20.30, en el Salón Borges de la Feria del Libro.
¿Qué es el arte?, es una de las preguntas que, ingenua, o inútil, o simplemente anticuada, vuelve cada tanto. Alguien dice: lo que emociona. Recuerdo entonces algo dicho alguna vez por Milan Kundera, cuando contaba que, de chico, lo que más lo emocionaba era tocar muchas veces, muy fuerte, un mismo acorde en el piano. Stravinsky, por su parte, argumentaba en contra de las emociones aunque, claro, sin control sobre qué clase de emociones pudiera o no producir su música en las mentes (o las sensibilidades, por si se tratara –que no creo– de cosas diferentes) ajenas. Y yo mismo confieso mi debilidad emocional frente a escenas de reencuentros o en las que aparezcan viejitas, lo que nada dice sobre las obras y sí sobre mi propia historia, sobre todo si se tiene en cuenta que una de las escenas que más me emocionó en mi vida fue cuando Mercedes Carreras vuelve, y se reencuentra con las Trillizas de Oro, en la película Había una vez un circo. ¿Todo lo que emociona es arte? ¿Todo el arte emociona? ¿Será la emoción una condición necesaria pero no suficiente para el arte, o ninguna de las dos cosas? Creo que suelen guardar alguna clase de relación pero no se necesitan mutuamente. Se me ocurren ejemplos, aunque habría que ver cuál es la teoría que los sustenta. Sunset Boulevard no emociona (no a mí). Pero maravilla (a mí). Y no dudaría en considerarla arte aunque tal vez, en el momento de su estreno (1950), la percepción del público haya sido diferente y se la viera como un entretenimiento inteligentemente concebido y magníficamente realizado. No faltará, tampoco, quien pueda preguntar si un entretenimiento inteligentemente concebido y magníficamente realizado no es arte. Y, además, está la vieja cuestión nunca resuelta del todo (o no resuelta en absoluto) acerca de si hay algo en lo que se llama arte que no dependa de normas culturales, que sea inmanente y, por lo tanto, evidente aun para quienes no pertenecen a la misma cultura –o subcultura. El sábado presencié, por ejemplo, un irreprochable entretenimiento (aunque no para mí gusto) a cargo de José Carreras. Cantó canzonettas napolitanas (que aborrezco sin que eso signifique ningún juicio de valor) y arias de zarzuelas (que aborrezco aún más, sin que tampoco en este caso eso signifique nada distinto que la mera explicitación de mi gusto). Lo hizo bien. Para una multitud, que lo ovacionó, se trató de una experiencia estética relevante. De arte, sin duda. Para mí no. ¿Se puede, entonces, ser categórico al respecto sin ponerse antes de acuerdo acerca de cuáles son las normas de valor con las que nos moveremos? El arte –o nuestro gusto por él– sigue siendo una manera de sentirnos mejores que otros. Es más, en la distinción acerca de cuál es el verdadero arte, el que debería gustar (que es, qué duda cabe, el que nos gusta a nosotros) y cuál el que no, se juegan cuestiones identitarias fundamentales. Y la prueba es la cantidad de tiempo, energía y argumentaciones que se dedica a ello, tanto en el ámbito de la ópera o el de la música contemporánea como en el de los fans de Ráfaga, de Calamaro o de Damas Gratis. El único problema es que siempre hay alguien –y a veces son muchos– que está convencido de que el arte es justamente eso que nos repugna y que, consiguientemente, encuentra repugnante lo que nos apasiona.

jueves, 22 de abril de 2010

La eternidad y un día



















El arte, a partir del siglo XX, problematizó y convirtió en materia sus propias leyes. En algunos casos llegó tan lejos como para que su discusión del concepto de obra o de las maneras habituales de circulación terminaran, precisamente, expulsándolo –o simplemente excluyéndolo– de cualquier posible recepción. Uno de los efectos paradójicos, por lo menos en el caso de algunas músicas (y de algunas instalaciones de artes plásticas o teatrales) fue que tales obras acabaran por fundar la categoría "obras para ser contadas". Obras conceptuales, en definitiva, que, conocido el concepto, terminaban haciéndose innecesarias. Uno de los casos más mencionados es el de la famosísima 4'33" de John Cage, composición (aunque en realidad la composición la realiza el oyente) que no puede ser grabada en disco, cuyas interpretaciones no pueden coleccionarse ni discutirse y, para peor, cuyos derechos de autor resultan imposibles de ser reclamados (algún heredero de Cage podría, por ejemplo, intentar cobrarme –infructuosamente, espero– las innumerables veces en que la pieza fue interpretada en mi propia casa, a lo largo de la pasada noche y, luego, en mi ausencia, durante el día). Otro de los casos, aunque sus objetivos estéticos fueran muy distintos, es el eterno Segundo cuarteto para cuerdas de Morton Feldman, cuya duración supera las cinco horas. Ahora, finalmente, acaba de ser editado de una manera que permite no interrumpir la embelesada audición: el DVD de audio. Publicado por Mode, el objeto puede ser reproducido en computadoras o a través de la televisión.

martes, 20 de abril de 2010

Ley (de nuevo)


Nótese que la venda, de paso, también tapa los oídos










Ya se ha hablado aquí y en otras partes de la ley que prolonga de 50 a 70 años los derechos de las compañías discográficas sobre el material editado. Presentada como una conquista popular (aunque, de manera inconsistente, su fundamentación se haya basado en el "peligro" del dominio público) es, en los hechos, la extensión unilateral de un contrato donde una sola parte participa y en donde no se fija para la misma ninguna clase de obligación. Más allá de la obvia inconstitucionalidad del párrafo "los fonogramas e interpretaciones que se encontraren en el dominio público sin que hubieran transcurrido los plazos de protección previstos en esta ley, volverán automáticamente al dominio privado por el plazo que reste, y los terceros deberán cesar cualquier forma de utilización que hubieran realizado durante el lapso en que estuvieron en el dominio público”, que transgrede toda la jurisprudencia existente al asignarle a la ley efecto retroactivo y que debería ser corregido para evitar los numerosos engorros judiciales a los que su aplicación conduciría, el resto podría convertirse en una buena ley, que respetara el valor como patrimonio cultural de las grabaciones y los derechos de los artistas o sus descendientes, con apenas unos pocos artículos complementarios (Nota: no se altera ninguna de las condiciones existentes para el período de 50 años fijado en la Ley primigenia, precisamente para no incurrir en efectos retroactivos).:
1- Cumplidos los 50 años de la edición original de un determinado material fonográfico, los artistas o sus descendientes tendrán derecho a la renegociación de las regalías pautadas originalmente con las compañías derechohabientes, derivando la negativa de las mismas o la falta de una negociación satisfactoria para ambas partes, en el caso de que tal reclamo hubiera sido efectuado, en la pérdida del derecho de exclusividad de las compañías sobre dichas ediciones.
2- Las compañías derechohabientes perderán de manera automática su derecho de exclusividad sobre los materiales fonográficos de cuya edición original hubiera transcurrido un período mayor de 50 años, en el caso de que los mismos permanecieran más de un año fuera de sus catálogos.
3- Las compañías derechohabientes perderán de manera automática su derecho a la exclusividad sobre los materiales fonográficos de cuya edición original hubiera transcurrido un período mayor de 50 años, en el caso de que sus reediciones de los mismos no respetaran su valor como patrimonio cultural, no consignaran la información existente al momento de la edición –en cuanto a fechas y elencos de grabación– y no fueran realizadas con una tecnología de masterización y edición adecuada al momento de su re publicación.

Abril en París (en Buenos Aires). John Lewis a París (en Nueva York)












Escribía, antes, en otra ciudad, acerca de "April in Paris". Hablaba de Ella Fitzgerald: una versión amada, grabada en 1976 con Oscar Peterson y una voz que ya no era la suya –o sí– pero fue aquella con la que la conocí. J. H. A. me recuerda la interpretación de Sarah Vaughan junto a Clifford Brown (cómo pude olvidarla) y una que no conozco y me prometió copiar, la de Dinah Shore con André Previn. Escucho, aquí en Buenos Aires, un disco de John Lewis que remite, en la mayoría de sus títulos ("Saint-Germain-des-Prés", "Morning in Paris", "Afternoon in Paris", "Midnight in Paris") a París y en su música a Johann Sebastian Bach. Se llama Private Concert y es exactamente eso, grabado casi para sí mismo en la Iglesia de la Ascensión de Nueva York, en 1990. El disco me fascina, incluso con sus evidentes imperfecciones, su ingenuidad frente a Bach pero, sobre todo, la absoluta falta de pedantería con la que abreva en ciertas leyes del contrapunto barroco y las explota en piezas íntimas, ascéticas y exactas. Fitzgerald y Peterson, Lewis...Se habla de la imposibilidad de escucharlo todo; de la inevitable distancia con la "escucha ideal" a la que se refiere Adorno en su Sociología de la música. Escuchamos, se dice, siempre menos que lo que hay. Y pienso en cuánto escuchamos de más. Es decir, en aquellas cosas que están en nuestra escucha y no en la música. Las piezas de Lewis tal vez me parecerían pueriles si no fueran de él (tal vez, quizá no, se me hace difícil imaginarlo). Si aquel Private Concert se tratara de un disco de un joven pianista argentino no despertaría, posiblemente, ningún interés. Es lo que sabemos de Lewis, lo que hemos oído antes, lo que "informa" esas pequeñas piezas imperfectas y lo que les confiere una seducción infinita. Si aquellos registros tardíos de Fitzgerald junto a Peterson no hubieran sido uno de los primeros discos escuchados y atesorados, en una época de la vida en que, además, cada imagen se imprime con fuerza única, es casi seguro que el nombre de la cantante jamás hubiera acudido en rápida asociación con "April in Paris". La escucha (y la enciclopedia con la que la construimos y las historias que la conformaron), entonces, invariablemente resta pero, inevitablemente, también suma.

domingo, 11 de abril de 2010

Arreglos y desarreglos


El artículo está incluido en el libro Arrangements, dérangements, editado por el musicólogo Peter Szendy (autor de Escucha, que fue traducido al castellano por Paidós) y publicado por el IRCAM. Lo firma el compositor Salvatore Sciarrino y se refiere, en una muy primera instancia, a su Juana de Arco. Allí reflexiona: "Si en la época de Bach hubiera estado vigente la actual ley de derecho de autor (y, pienso yo, toda una idea acerca de la autoría que esa ley pone en escena) quien cobraría por La ofrenda musical sería el Rey de Prusia. Y Mozart hubiera pasado la mayor parte de su vida en la cárcel, por plagio...¿Dónde está la inteligencia humana, en la invención o en la variación?" Si en el caso de la música artística de tradición europea y escrita el papel de la interpretación aparece casi en las sombras y se juega a que la obra es, está completa ya en la partitura –tener las sonatas para piano de Beethoven no significa guardar en la memoria su sonido sino poseer los volúmenes con las partituras– en el caso de las músicas de tradición popular, la comunidad de usuarios no tiene ninguna duda de que es la interpretación la que construye la obra. Nadie pregunta si otro tiene "La Cumparsita" de Matos Rodríguez; se habla de "La Cumparsita" de Troilo o de la de la orquesta de Piazzolla del 46. No es relevante que "My Funny Valentine" sea de Rodgers y Hart; los que definen de qué obra se trata son Miles Davis, Chet Baker o Keith Jarrett. Y sin embargo, en el campo de los derechos de autor, sigue primando la idea del tema (la invención) por sobre la variación. Aun cuando esa variación es la que hace que esa obra sea la que es, única y absolutamente diferenciada de cualquier otra, incluyendo otras posibles "versiones" de eso que supuestamente sería un mismo tema y que, en rigor, no constituye más que un mismo punto de partida –algo así como la anunciación o la virgen junto al niño para los pintores del siglo XVI–. Eventualmente, algo queda de aquellos tiempos en que no cabía ninguna duda de que la obra era su armonía, su melodía y su ritmo –y no su tímbrica, su espacialidad, sus texturas–: la palabra "arreglo". Un arreglo es algo externo; no altera la esencia. La mona, aunque se vista de seda, es decir aunque se arregle, sigue siendo la misma mona de antes. Nada, en todo caso, más diferente de un arreglo que lo que en el campo de las músicas de tradición popular sigue llamándose arreglo.

martes, 6 de abril de 2010

Postal


Dimanche midi. Dire Straits dans le métro

Chiste argentino


Y a los franceses no les hace gracia












Nota: Sé que ésta entrada baja un poco el nivel pero prometo, para compensar, dos próximas entradas sumamente finas, ambas con Sciarrino en escena. En una con relación a Monteverdi y el tratamiento expresivo de la voz y en otra con fragmentos de un texto suyo acerca de los arreglos y la cuestión de la autoría.

jueves, 1 de abril de 2010

April in Paris


Escucho un disco que buscaba desde hace años, conseguido, gracias a los insistentes consejos de Jorge Fondebrider, en Paris Jazz Corner, frente a las Arénas de Lutecia: las grabaciones de Coleman Hawkins en 1945 (parte de ellas alguna vez editada en un LP que, durante mi adolescencia, escuché una y otra vez, Hollywood Stampede). Escucho una de mis canciones preferidas, "April in Paris", y reparo, caramba, que es 1 de abril y estoy en París. Por eso, aquí esa canción por Ella Fitzgerald, tal vez, quien mejor la haya cantado (es arbitrario, ya sé) y aquí un magistral Coleman Hawkins en "Indian Summer".

Treemonisha








La obra, compuesta por Scott Joplin en 1911, cuenta cómo un pueblo negro decide que alguien debe dirigirlo y elige para ello a una mujer, la única alfabetizada. La puesta, con concepción escenográfica, decorado y vestuario de Roland Roure y dirección escénica y coreografía de Blanca Li, explota la ingenuidad, abreva en La Flauta mágica mozartiana y en los dibujos infantiles (y en el Aduanero Rousseau). La dirección musical es de Kazem Abdullah y la iluminación –extraordinaria– de Jacques Rouveyrollis (recordado en Buenos Aires por su trabajo junto a Roberto Plate en Juana de Arco en la Hoguera, de Honneger; incidentalmente, ambos participan en la notable adaptación hecha por Alfredo Arias de Los Pájaros de Aristófanes, que está en los últimos ensayos y sube a escena la semana próxima en La Comédie). En la función del estreno, el martes 31 de marzo, el Châtelet, absolutamente lleno, los ovacionó junto al excelente elenco, donde se destacó la soprano Adina Aaron, en el papel protagónico, y los ya legendarios Grace Bumbry y Willard White (impresionante) como sus padres. Todo terminó con un inusual bis: la repetición del ragtime final con los bailarines improvisando, el elenco entero (incluyendo a White) bailando, la orquesta tocando ad libitum (el director estaba sobre el escenario y también bailaba), y el público (tan frío, dicen algunos) palmeando. A todo le cabe una sola palabra, tan francesa: fiesta.