Homo-Sapiens emocionado
Charlas con amigos a partir de la polémica Ignatius-Liut y de la relectura de textos sobre música de Alessandro Baricco con quien (sección autombástica –o autobombística) dialogaré públicamente hoy, lunes 26, a las 20.30, en el Salón Borges de la Feria del Libro.
¿Qué es el arte?, es una de las preguntas que, ingenua, o inútil, o simplemente anticuada, vuelve cada tanto. Alguien dice: lo que emociona. Recuerdo entonces algo dicho alguna vez por Milan Kundera, cuando contaba que, de chico, lo que más lo emocionaba era tocar muchas veces, muy fuerte, un mismo acorde en el piano. Stravinsky, por su parte, argumentaba en contra de las emociones aunque, claro, sin control sobre qué clase de emociones pudiera o no producir su música en las mentes (o las sensibilidades, por si se tratara –que no creo– de cosas diferentes) ajenas. Y yo mismo confieso mi debilidad emocional frente a escenas de reencuentros o en las que aparezcan viejitas, lo que nada dice sobre las obras y sí sobre mi propia historia, sobre todo si se tiene en cuenta que una de las escenas que más me emocionó en mi vida fue cuando Mercedes Carreras vuelve, y se reencuentra con las Trillizas de Oro, en la película Había una vez un circo. ¿Todo lo que emociona es arte? ¿Todo el arte emociona? ¿Será la emoción una condición necesaria pero no suficiente para el arte, o ninguna de las dos cosas? Creo que suelen guardar alguna clase de relación pero no se necesitan mutuamente. Se me ocurren ejemplos, aunque habría que ver cuál es la teoría que los sustenta. Sunset Boulevard no emociona (no a mí). Pero maravilla (a mí). Y no dudaría en considerarla arte aunque tal vez, en el momento de su estreno (1950), la percepción del público haya sido diferente y se la viera como un entretenimiento inteligentemente concebido y magníficamente realizado. No faltará, tampoco, quien pueda preguntar si un entretenimiento inteligentemente concebido y magníficamente realizado no es arte. Y, además, está la vieja cuestión nunca resuelta del todo (o no resuelta en absoluto) acerca de si hay algo en lo que se llama arte que no dependa de normas culturales, que sea inmanente y, por lo tanto, evidente aun para quienes no pertenecen a la misma cultura –o subcultura. El sábado presencié, por ejemplo, un irreprochable entretenimiento (aunque no para mí gusto) a cargo de José Carreras. Cantó canzonettas napolitanas (que aborrezco sin que eso signifique ningún juicio de valor) y arias de zarzuelas (que aborrezco aún más, sin que tampoco en este caso eso signifique nada distinto que la mera explicitación de mi gusto). Lo hizo bien. Para una multitud, que lo ovacionó, se trató de una experiencia estética relevante. De arte, sin duda. Para mí no. ¿Se puede, entonces, ser categórico al respecto sin ponerse antes de acuerdo acerca de cuáles son las normas de valor con las que nos moveremos? El arte –o nuestro gusto por él– sigue siendo una manera de sentirnos mejores que otros. Es más, en la distinción acerca de cuál es el verdadero arte, el que debería gustar (que es, qué duda cabe, el que nos gusta a nosotros) y cuál el que no, se juegan cuestiones identitarias fundamentales. Y la prueba es la cantidad de tiempo, energía y argumentaciones que se dedica a ello, tanto en el ámbito de la ópera o el de la música contemporánea como en el de los fans de Ráfaga, de Calamaro o de Damas Gratis. El único problema es que siempre hay alguien –y a veces son muchos– que está convencido de que el arte es justamente eso que nos repugna y que, consiguientemente, encuentra repugnante lo que nos apasiona.
Creo que el razonamiento que hacés, Diego, se muerde la cola justamente porque hay distintos tipos de emoción. Habrá quien, como vos, se emocione con las dos viejitas que se encuentran, quien encuentre un bien en las canzonetas napolitanas y quien se emocione ante la puesta en escena de una conceptualización de Cage, considerando que el espectáculo de la inteligencia aplicado a una idea es emocionante. Y habrá quien se emocione alternativamente con cada una de las escenas mencionadas en distintos momentos de su vida, siempre en función de lo que le vaya pasando. Lo cierto es que esa emoción, del tipo que sea, lo que nos lleva a volver una y otra vez a buscar más. Y que si no la consideráramos un bien no perderíamos el tiempo esperándola cada vez que vemos una película, vamos a un concierto o leemos un libro. Supongo que en ese tránsito adquirimos información que, con suerte se convierte en conocimiento, y al mismo tiempo obtenemos algún consuelo y compañía para que todo sea más soportable.
ResponderEliminarPoco prometedora parece la tarea de ensayar una defición de arte. Cualquier definición que se pretenda ajustada excluye cosas que sin duda son arte, a juzgar por el uso ordinario del término, o incluye cosas que probablemente no desearíamos llamar arte (y una definición demasiado abierta, como por ejemplo "arte es todo lo que alguien llame arte", es perfectamente inútil). Se ha propuesto la emoción como criterio: arte es aquella actividad que emocione o procure emocionar (o cuyos productos lo hagan). No funciona. Viejitas demuestran que no es condición suficiente; Sunset Boulevard y Stravinsky demuestran que tampoco es necesaria.
ResponderEliminarMás interesante, creo, que discutir qué es arte, es discutir qué es buen arte. Fondebrider, como buen -perdón- bostero, es subjetivista, y cree que el valor no está en las propiedades del objeto artístico sino en su relación con el consumidor (en el caso del "club de la ribera" no se trata, por supuesto, de una convicción sino de un indisimulable esfuerzo por distraer del mal juego mediante la exaltación del sentimiento de pertenencia).
A su comentario yo le cambio "emoción" por "placer" (intelectual, no de la carne) y entonces sí me empieza a convencer, haciendo la salvedad de que puede haber obras que generen placer en un respecto y displacer en otro, o, acaso, el segundo como medio y precio del primero. Porque, me parece, nadie busca sentirse triste, asustado o irritado, pero eso podría ser en algunos casos el precio del "espectáculo de la inteligencia", que ciertamente es una fuente de disfrute. Faltaría agregar el costado objetivo (qué propiedades le confieren mayor valor estético), y ahí te quiero ver.
De todos modos digo, con innegada soberbia, que estas son meras distracciones de la discusión fundamental, que por estos días agita pasiones en los medios: "música masiva vs música de calidad", Arjona vs Páez, Manuel Darío vs Huesito Williams.
Sin que mi condición de bostero –invocada injustificadamente en una discusión que sese pretende seria– tenga que ver con lo que discutimos, entiendo que todo nos conduce a la subjetividad. Vale decir, a meras opiniones enfrentadas con meras opiniones. Creo, por lo tanto, que nos vamos a meter en un callejón sin salida porque no estoy seguro de que se pueda llegar a una definición general del arte que sea satisfactoria para todos. Tampoco me parece útil hablar de "buen" arte porque eso presupondría la la existencia de un arte "malo" y una y otra especie volverían ser fruto de la subjetividad.
ResponderEliminarCuando antes me referí a la emoción, lo hice en el sentido en que, en su momento, Edmund Burke, en "Investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello", de 1756, puso "a lo sublime" en el centro de su teoría sobre la sensibilidad. Si se me permite citar a Mario Praz: "la Investigación es importante también por otro aspecto: representa el primer reconocimiento de la necesidad de un estudio sobre la psicología del público y un intento de buscar en las reacciones de éste los principios del arte, que antes sólo se habían estudiado en las obras de arte en sí. Significa, pues, el paso de la especulación técnica a un experimento casi científico, típico del empirismo inglés". Y más adelante: "Lo sublime, por lo tanto, se transforma en una categoría apta para autentificar todos esos aspectos del arte que no se ajustaban a las reglas neoclásicas; categoría de gran conveniencia para los ingleses, quienes jamás se habían resignado a sacrificar sobre el altar de Boileau sus genios que evadían las reglas, como Spenser, Shakespeare y Milton y que, más que ningún otro pueblo, sentían que el dolor podía ser fuente de placer".
No importa acá adónde fue a buscar Burke lo sublime, como tampoco importa demasiado que lo que llamé emoción sea para Ignatius placer. Con lo que volvemos al principio: no hay objetividad posible en nuestra percepción de los objetos en sí. Hay, a lo sumo, pretensión de objetividad. Y eso es bastante penoso.
Estoy totalmente de acuerdo con Jorge. Y sobre todo me parecen peligrosísimas las pretenciones de objetividad para legitimar los gustos propios (o de un determinado grupo). Agregaría, tan solo, que la subjetividad se articula con normas de valor de épocas, culturas y subcullturas (no citaré aquí a Mukarovsky pero sus textos al respecto aún me parecen fundamentales). En el campo de los gustadores de música clásica, por ejemplo, hay una certeza casi absoluta acerca de su superioridad. Una superioridad dada a partir de su gusto por algo incuestionablemente superior. Si se leen foros de Internet como los de un tal Ayache, donde participan activamente unos diez o veinte operómanos fanático, es notable la falta de duda acerca de lo que, en el mundo "de afuera" no sería siquiera una sospecha. Para ellos la ópera es mejor, hace mejores a las personas y a los pueblos y merece, desde ya, las inversiones más inmensas. Una ciudad capaz de montar un gran espectáculo con una ópera cómica de Rossini es, sin discusión, mejor (más digna, más espiritual, más alta) que una que no. Otros pondrían en duda la superioridad per se de la ópera pero estarían de acuerdo en los términos generales si los ejemplos que definieran la superioridad fueran los últimos cuartetos de Beethoven, la obra de Anton Webern o El arte de la fuga de Bach. Otros agregarían a las condiciones que definirían la pertenencia a la liga de lla justicia estética la de la apertura y la posibilidad de descubrir riquezas y complejidades igualmente desafiantes y seductoras en músicas de tradición popular: Monk, Beatles, Jarrett, Tom Waits, Piazzolla, algunos folkloristas de diversas partes, etc (y tal vez Jorge, Ignatius y yo nos encontremos entre ellos, aun sin coincidir exactamente en nuestras listas de los diez principales). Creo que es importante saber que esas reglas nos sirven a nosotros, nos definen a nosotros –y dentro de un determinado grupo donde decir Grateful Dead, o decir Stockhausen, o decir Bach significa algo– pero nada más. ¿Cómo se concilia eso con aquello con lo que me gano la vida? Eventualmente, la crítica de artes, o el periodismo cultural, es la puesta en escena de una especie de lugar de intérprete colectivo de esos códigos y, claramente, funciona dentro de una determinada coumunidad, con la que existe cierto pacto (los lectores de cierto diario o de cierta revista, los asistentes a una conferencia) y es absolutamente inútil fuera de ella. Yo en Página/12 puedo decir que Arjona o Enrique Iglesias son malos y que Cage es interesante porque supongo que eso no transgrede (es más, lo refuerza) el pacto que me une a los lectores de ese diario. No sé si podría decirlo (no de la misma manera, por cierto) en La Nación o Clarín. De todas maneras me parece, sobre todo para aquellos que ejercemos alguna clase de profesión ligada al pensamiento público sobre el arte, a sus valoraciones y, en el peor de los casos, a la catequización artística, que es útil no perder de vista que el gusto privado, el lugar de periodista cultural y, llegado el caso, el de investigador, pueden tocarse entre sí pero implican abordajes absolutamente diferentes. En lo privado cuenta sólo mi gusto. En el papel de periodista cultural o de crítico el gusto se suspende parcialmente en función del gusto que se supone en el lector (que a mí un recital entero de blues me aburra no es relevante para mis lectores ni me habilita para denigrar al recital en particular o al estilo en general. Y en el de investigador, más allá de que a mí en particular no me gustaría investigar sobre cosas que no me gustan –creo que no pondría la misma pasión en tratar de desentrañar la bailanta que en Piazzolla–, el gusto no debería tener por qué contar
ResponderEliminarPermítaseme terciar en el debate. El argumento subjetivista y/o relativista es válido cuando se quieren comparar diversas prácticas o géneros artísticos (estamos ante el problema de la inconmensurabilidad entre universos diversos). Pero, siguiendo a Ignatius, les pregunto a Digo y Fondebrider: ¿no es posible establecer criterios de comparación dentro de algún corpus de obras? En un máximo de restricción: estudio comparado entre las obras de un solo autor. ¿Son todas iguales? ¿Es solo cuestión de gusto? ¿No hay características inmanentes en las obras de una misma especie que nos permita este ejercicio? Pregunto, sin tener, hoy, esta hora, clara una respuesta o mera hipótesis. Tal vez más avanzado el día se me ocurra algo.
ResponderEliminarSaludos
Sí Martín, desde ya. Por eso diferencio subjetividad de normas de valor. Una vez que se define el pacto de valor, que uno dice "todas son culturas, ninguna es superior a otra pero yo estoy en ésta", que creo que es un camino posible para la ensayística, se puede valorar (en realidad no se hace otra cosa). En MI cultura, que es además la de otros que comparten un determinado campo intelectual conmigo, ciertas cosas son mejores que otras. Lo que pasa es que si no se remarca suficientemente ese "MI" y se argumenta, por ejemplo, que los pobres ignaros que disfrutan con la bailanta deberían ser educados para que, en cambio, se solazaran con el Concerto Op. 24 de Webern y entonaran sus cánticos de cancha con los sones de los Madrigales de Sciarrino, se incurre en un autoritarismo cultural que no comparto.
ResponderEliminarAgregaría al comentario de Diego –que me sacó las palabras de la boca, cómo dice una de las dos viejitas que lo conmueven–, que ni siquiera las normas de valor importan cuando la que juzga es la propia intimidad. Pongo un caso como ejemplo: no me cabe la menor duda de que James Joyce, que cambió la dirección de la literatura del siglo XX, es un escritor mucho más importante que Scott Fitzgerald. Tampoco, que yo disfruto más leyendo "El gran Gatsby" que el "Ulises". Entonces, desde mi modesto punto de vista, ¿quién es mejor? ¿Qué vale más? Y, por último, en base a qué, en este punto, es necesario que yo responda a esas preguntas?
ResponderEliminarJorge: seguimos en terrenos de los mundos incomparables. Mi propuesta sería algo como esto: elegí al escritor o músico que te guste y decime porqué su obra X te parece mejor que la Y. (Quiero ver hasta dónde llega tu relativismo estético). Saludos,
ResponderEliminarm
Anything goes?
ResponderEliminarNo acepto ser incluido en ninguna clase de operativo de adoctrinamiento y limpieza artística, no postulo que lo único que tiene derecho a existir sea el arte, ni el buen arte (ni siquiera estoy seguro si tienen sentido tales distinciones: no es para mí un asunto resuelto), no comparto los desvaríos de trasnochados operómanos, no busco legitimar mis gustos (no necesito hacerlo: no me importa que otros los compartan o no), y menos pretendo imponerle a nadie ni mis gustos ni los eventuales criterios de valor que juzgue interesantes. Y remarco "eventuales", porque, repito, no estoy seguro de que existan o siquiera de que sea pertinente pensarlo de tal modo en un contexto general (a propósito: no deja de ser curioso que la eventual distinción entre verdadero y pretendido arte levante menos suspicacias que la distinción entre buen y mal arte, si es posible establecerla y con qué criterios).
Ahora bien, es seguro que no hay consenso sobre un estándar objetivo, transpersonal y transcultural para evaluar obras de arte, y que tampoco es seguro que pueda haberlo. Hay al respecto muy diversas definiciones y criterios. Lo que no llego a ver es por qué sería imposible que lo hubiera (en todo caso, no veo que nadie lo haya argumentado concluyentemente). Menos entiendo por qué, si lo hubiera, desembocaría necesariamente en una conducta autoritaria. Es incuestionable el relativismo cultural en términos generales. No lo acepto como fatal en términos absolutos. En realidad, es paradójico que la única concepción aceptada sea una especie de emotivismo (los juicios de valor son solo expresiones de emociones y no es posible discutirlos racionalmente) (ni apelar a justificación empírica alguna, como, otra vez paradójicamente, reclama Fondebrider) y que toda concepción alternativa (básicamente la que cree en la importancia del conocimiento para valorar los juicios) sea condenada por autoritaria.
El gusto no dice nada sobre la obra ni sobre la valoración de la obra, sino sobre el observador (me remito al último comentario de Fondebrider): no parece posible que "me gusta" y "creo que es bueno" sean sinónimas, como un enfoque subjetivista requeriría (al menos no conozco que nadie lo haya demostrado). El subjetivismo, en todo caso, hace imposible el desacuerdo estético.
"todas son culturas, ninguna es superior a otra pero yo estoy en ésta": ¿y por qué estás en esa y no en otra? ¿porque te gusta José Carreras más que Damas Gratis, o porque valorás más al primero que al segundo? (hablamos de culturas musicales, no en términos antropológicos generales)
Parece que como existe el riesgo de que la pretensión de objetividad se use para legitimar ciertos gustos y censurar otros, hay que tirar a la objetividad junto con el agua, tenga algún atisbo de fundamento o no.
En el fondo creo que no estamos diciendo cosas demasiado diferentes, pero...Cuando hablaba de autoritario no me refería a quienes están aquí participando sino a algunos que conozco y que sí, sin ninguna duda, son autoritarios. En cuanto a Carreras y Damas Gratis no estoy demasiado seguro que de que el primero me guste más que los segundos, por lo menos cuando canta zarzuelas y canzonettas. Más bien la pregunta debería ser cuál me gusta menos (porque más, lo que se dice más, ninguno de los dos). En cuanto a la cultura, cuando digo "yo estoy en esta" no me refiero a mí sino a cualquier sujeto que decide reflexionar sobre su propia cultura. En todo caso, no se decide, o no del todo, en qué cultura uno está. Pero, como diría Sheherazade, ese es terreno de alguna futura entrada en el blog.
ResponderEliminarTres cosas.
ResponderEliminarCiertamente comparto el escozor por el autoritarismo que pueden llegar a capitanear algunos (no se si estamos pensando en los mismos, pero sospecho que aproximadamente sí). Pero eso, aunque no haya que soslayarlo, me parece que no alcanza para declarar nula una concepción estética.
Elegí a Carreras con toda intención: si hubiera puesto a Sciarrino me hubieras dicho que, efectivamente, te gusta más que Damas Gratis, sin necesidad de pronunciarte sobre su valor.
Precisamente, no se decide "del todo" a qué cultura se pertenece, pero esto vale más que nada en términos generales; cuando hablamos de música, sí que cada uno elige, en parte, por dónde transitar (y sobre todo si reflexiona sobre el tema con el fervor con que se lo hace, por ejemplo, aquí); la cuestión es por qué lo hace: todo se reduce a la preferencia (fuera del alcance de la indagación racional), o podría haber valoraciones con fundamento involucradas?
Que sigan llegando, entonces, las siempre interesantes entradas en el blog.
Muchachos querría preguntarles con bastante pudor, algo que muy tangencialmente esta relacionado con lo que están discutiendo. Elegida una obra cualquiera, pongamos que la 7ma. sinfonía de Mahler ¿hay criterios más claros en su opinión en porque elegir una interpretacion sobre otra? ¿o sólo discutimos subjetividades?
ResponderEliminarLes agradezaco, un saludo
Me remito a lo dicho antes. La cuestión no es que no puedan hacerse juicios sino que los argumentos dependen de paradigmas que necesitan un acuerdo previo (aunque ese acuerdo nunca sea total). La séptima de Mahler pettenece a un cierto mundo que incluye. también, una manera de juzgarla. Y aunque esos criterios no sean universales, ni siquiera dentro de una cultura dada –para algunos el estilismo, la puesta en relieve de una cierta intención del autor o de las maneras de frasear de su época serán relevantes, para otros podrían pasar a segundo plano ante la fuerza, la comunicatividad o la belleza del sonido –lo que también sería opinable– de una determinada interpretación. Aun así, unos y otros comparten la idea de que la obra es valiosa y de que parte de ese valor se construye con la interpretación. Ese acuerdo básico, en principio, alcanzaría para que se abrieran juicios de valor. Aunque, por supuesto, muy posiblemente, dado que esos hipotéticos unos y otros no llegarían a ponerse de acuerdo, esos juicios sólo servirían para divertirse discutiéndolos.
ResponderEliminarA varios posteos, le respondo a Martín. Creo que el ejemplo que di sobre Joyce y Fitzgerald es suficiente. Joyce es un maestro –aplico la definición de Ezra Pound: alguien que ha llevado invenciones ajenas a un altísimo grado de perfección y, a la vez, que ha creado escuela. Con él, el realismo literario no puede ir más lejos: imitó los estilos del pasado como si fuera ventrilocuo, llevó al paroxismo el monólogo indirecto libre, etc., etc. Lo que queda es dar vueltas alrededor y desarrollar alguna de las cosas que Joyce llevó a un grado altísimo, cosa que hizo muy bien William Faulkner, por ejemplo, quien, siempre, según las categorías poundianas, sería un diluidor de lo inventado por otro. Fitzgerald, en cambio, es apenas un estilista. No inventó nada, escribió novelas a la manera correcta de su época, pero lo hizo con un estilo fantástico que, por ejemplo, para expresar la fastuosidad de Gatsby, dice: "Las fietas de Gatsby eran tan fastuosas que hasta la luna parecía salida de la canasta de un proveedor". De ahí, para decirlo sencillamente, se aprende nada más que a armar una imagen con elegancia, pero no se cambia el rumbo de nada. Puesto a valorar, tengo que decir que la maestría de Joyce lo vuelve un referente absoluto en la literatura del siglo XX. Fizgerald es nada más que un muy buen escritor. Yo, por mi estructura de personalidad o por lo que sea, lo disfruto más.
ResponderEliminarCambio ahora y pienso en términos de música. Habrá quien encuentre algo análogo a lo que señalé sobre Joyce por ejemplo en John Cage. Yo disfruto más "The Lark Ascending", de Vaughn Williams, o en el "Adagio para cuerdas" de Samuel Barber, que no producen innovación alguna en el decurso de la música occidental de tradición escrita, pero que, nuevamente, por mi propia subjetividad, me ofrecen un placer enorme. Entonces, uno puede juzgar que algo es muy importante, incluso que es muy bueno y saber que no es para uno, que, como diría Macedonio Fernández, no duerme de ese lado. Y me parece perfecto que alguien goce con Cage o que se desviva por las opiniones de Boulez, sin por ello invalidar mi gusto por los compositores británicos del siglo XX. ¿Me explico, Martín? Como ves, vuelvo a la subjetividad en mi elección, aunque pueda comprender la importancia de aquello que no disfruto.
Releo tu mail, Martín, y me doy cuenta de que esperás otra puntualización. "The Lark Ascending" me parece más sugestiva que la 1era. Sinfonía de Vaughn Williams porque creo que, si bien se trata de obras totalmente diferentes, la primera es más compacta y con menos me dice bastante más. Es todo lo que podría responderte.
ResponderEliminarJaja!!! Todo esto era para que no critiquemos porque te gusta Vaughan Williams! Bromas aparte, me quedó claro lo que contas con las categorías de Pound y con este último post.
ResponderEliminarComo para cerrar algún círculo posible, retomando la consulta sobre la 7ma de Mahler, me parece que hay, por ejemplo, un piso para iniciar la discusión que plantea Gonzalo Pardo: la partitura. No soy "inmanentista", pero con la partitura en la mano podes hacer tanto un análisis cualitativo como cuantitativo de las interpretaciones. Ahora bien, hay un espinel para recorrer. En una primera etapa la partitura permite señalar por ejemplo, arbitrariedades flagrantes. Luego, llegados a intérpretes de muchísima calidad, otra vez la cosa se pone subjetiva.
Martín. No es sólo cuestión de subjetivismo o respeto por la partitura. No existe un solo paradigma interpretativo. Reciuerdo el cuento, que supongo verídico, de una clase de dirección de Scarabino donde, frente a un matiz que una alumna pidió tal como la partitura indicaba,en un movimiento de una sinfonía de Beethoven, dijo: "la tradición pide otra cosa; la partitura es un esquema que debe ser interpretado". Pero aún entre quienes otorgan a la partitura un valor predominante, están los que eligen remarcar una entrada del tema en una voz media y los que dicen que eso ya está de por sí y que no debe sobreenfatizarse, los que antes de un fortissimo súbito hacen un microsilencio (es decir acortan imperceptiblemente lel sonido anterior, lo que no está en la partitura) para aumentar la sensación de acento (que sí está en la partitura). Pensando en dos interpretaciones literales de la Waldstein de Beethoven, como Brendel y Schiff, no será en la partitura (ambos la respetan escrupulosamente) donde se encuentren argumentos de valor sino en esa suerte de resto del texto que los grandes intérpretessaben encontrar. Y hasta es posible que uno no sepa/no pueda explicar por qué le gusta más una versión que la otra. Y no se trata exactamente de cuestiones subjetivas (aunque, en extremo, todo lo es) sino de cuestiones más bien ideológicas. O culturales. De formación, en todo caso. A quien se crió (por decirlo de alguna manera) con el paradigma de Arrau, le resultará difícil (y habría que ver si es deseable) desprenderse de esa idea interpretativa que, además, está en su inconsciente y muy probablemente ni siquiera haya sido conceptualizada (y ni falta que hace si es un oyente y no pretende escribir sobre ello, ni dar clase ni hacer ninguna clase de teoría)
ResponderEliminarAclaro el punto: la partitura no es "la obra". Pero es el documento sobre el cuál se discute. Tanto el intérprete, como el analista. No hay análisis profundo posible sin la partitura a la mano.
ResponderEliminarEs el documento sobre el que se discute, en algunos casos. En otros, no alcanza. Es decir; se se trata de interpretación, la partitura del Renacimiento o del Barroco debe complementarse con el conocimiento de tratados como los de Ganassi, Matheson, etc. En otros puede ser irrelevante, dado que hay elementos de la estructura de las obras que uno ya tiene en el inconsciente y aspectos interpretativos (el rubato en el Romanticismo o en el tango) que no necesitan de partitura para su corroboración. Tampoco creo que sea importante la partitura para músicas que no la necesitaron oara existir –Hendrix, Beatles, Coleman Hawkins, etc–. Creo que hay un montón de aspectos que pueden ser percibidos con el oído (de hecho es para eso que la música se hace) y de los que se puede dar cuenta en una crítica periodística. Que es otra cosa, obviamente, que una crítica universitaria (no sé cómo denominarla; en el campo de la literatura la diferencia entre la crítica periodística y la crítica universitaria es clara). Se puede hablar del swing en la interpretación de Martha Argerich de la Partita en Do Menor de Bach sin recurrir a la partitura. Si se quisiera hacer un análisis de la manera en que Argerich acentúa, en relación con la frase, de sus articulaciones y de su manera de entender la desigualdad de las figuras iguales –un punto clave en el estilo del barroco– sería necesaria la partitura, sin duda. Y es cierto que cuando algún ilustre colega se descuelga con frases como "tomó ese movimiento demasiado lento" sería bueno que se aclarara "demasiado lento" con respecto a qué. ¿A lo que indica la partitura o a la única versión que el susodicho colega escuchó en disco?
ResponderEliminarEl que suele despacharse con comentarios categóricos como "demasiado lento, yo lo haría en un tempo más rápido" es Nelson Castro en Radio Mitre. Una vez, y esto te involucra, Diego, lo animaron a adivinar los compositores nominados al Konex 2009. El tipo no sabía qué inventar, titubeaba, decía cosas como "lo que pasa que los de acá se tocan poco..." y cosas por el estilo. Finalmente, supo qué inventar: "bueno..., no puede faltar Joligov (sic), no puede faltar Diego Fischerman...". Por lo menos, y después de varios tropezones se aordó de Gandini. Juro por Golijov, que esto pasó.
ResponderEliminarA mí de los compositores contemporáneos me gusta Haddad. Pero lo que no se puede es jurar por Golijov, porque es judío.
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