viernes, 27 de enero de 2012

Prueba










Manteros y trapitos. Prueba incontrastable de la preocupación de Macri por las problemáticas de género.

Lo incompleto
















Los átomos no soportan la incompletud. La música tampoco. Allí donde reinan catedrales sin torres y diosas sin brazos, donde el azar, la impericia o la muerte –esa forma del azar y de la impericia– impidieron que algo llegara a su fin o el mero paso del tiempo corrompió su forma y estructura, menguan las obras musicales con implantes; réquiems, óperas y sinfonías cuyas prótesis evidentes intentan disimular lo indisimulable. Están, como en esa fuga del Arte de la fuga de Johann Sebastian Bach en la que, sencillamente, la muerte interrumpe el trazo, las obras que no pudieron completarse. Pero están, también, las que se resisitieron a cualquier manera de la completud. Aquellas en que una cierta monstruosidad paralizó a los propios autores, las que no debieron haber sido finalizadas jamás porque rechazaban la propia idea de lo que, fiel a alguna forma del equilibrio, encuentra su reposo en la totalidad.
  El Moses und Aron de Schönberg ­–que tenía hasta el nombre truncado, porque su autor omitió la segunda “a” de Aaron para evitar que el título tuviera trece letras–, la Atlántida de Manuel de Falla o, incluso, esa Turandot a la que Puccini no encontró como redimir –y sobre la que insistieron Franco Alfano y, mucho después, Luciano Berio– son obras definitivamente incompletas. Incluso la Lulu de Alban Berg, a la que la restauración del tercer acto le confiere la simetría entre ascenso y caída pretendida por el autor –y explicitada en el interludio del segundo acto que, en su centro exacto comienza a retrogradarse– tiene algo de inacabado en sí. De lo que busca lo incompleto como única manifestación posible de la forma final. Una sola obra, tal vez la única que se pensó totalmente concluida en su supuesta cojera de dos movimientos, lleva en su título el orgullo de lo inconcluso. Y es que hay algo en la sinfonía así bautizada que, curiosamente, cierra cualquier intento posterior. No es un dato menor, en todo caso, la absoluta ausencia de cualquier clase de borrador o de intención anunciada en diario íntimo o carta alguna, que hable de la más remota posibilidad de que Franz Schubert intentara agregar otros dos movimientos –o al menos uno– a su Sinfonía No. 8 –numerada por algunos como séptima–, salvo un dudoso boceto para un Scherzo, esbozado para piano, que pudo o no estar destinado a esa obra. No parece posible, en todo caso, que el compositor simplemente haya decidido pasar a la composición siguiente por mero hastío. Y teniendo en cuenta que Schubert vivió seis años más, con su sífilis a cuestas, todo indica, más bien, que su modelo estuvo más cerca de las sonatas en dos movimientos de Beethoven que del modelo clásico de sinfonía.  Es decir que la única composición a la que la historia musical le aceptó su condición de inconclusa, hasta el punto de haberla nombrado de esa manera, quizá no lo haya estado jamás.
  Hay obras donde lo incompleto se filtra en su pretendido afán de completud, como Tommy, de The Who. Y hay obras a las que su condición maldita, más de inacabables que de inacabadas, como Smile, de Brian Wilson, terminó cediendo con el tiempo. Pero hay dos casos, casi gemelos, que exploran, con distinto grado de autoconsciencia y de fortuna, la condición y las posibilidades de lo perpetuamente inconcluso: Let it Be y Abbey Road de The Beatles. Podría pensarse que, en el caso de la música de este grupo, todo juega en la tensión y en los campos de fuerza que se tejen entre lo definitivo y lo transitorio. Que ya el concepto de definir el disco como escritura y al arreglo como encarnación final y no intercambiable, de algo esencial al objeto, es decir como algo que ya no es “arreglo” sino sujeto mismo, cambia las reglas de juego. Una canción popular, al fin y al cabo, era, hasta ese momento, una cierta letra, con una cierta melodía, que podía variarse dentro de ciertos límites establecidos por las norma de cada género (más tolerantes en el jazz; menos en el pop) y que podía acompañarse de las maneras más diversas. Con los Beatles, o sea con el cuarteto de cuerdas de “Yesterday” o con el octeto de “Eleanor Rigby”, nada de eso permanece incólume. Son canciones que pueden ser interpretadas por otros, desde ya, desde Wilson Pickett a Frank Sinatra. Pero en esos casos, aunque para las leyes de derechos autorales sigan siendo Lennon y McCartney sus autores, ya se trata de otras canciones. De la misma manera en que, si un cantante popular interpretara “La trucha” de Schubert acompañándose con los acordes de su guitarra, esa canción sería y no sería la de Schubert –ya con una forma acabada en su escritura con piano–, las canciones de los Beatles llegan a tener una existencia anfibia, como canciones populares, en algún sentido incompletas y sólo concluidas, cada vez de manera diferente, en cada versión, y como obras terminadas, nunca repetibles salvo en el disco o en las clonaciones posteriores que, en principio, sólo Paul McCartney está autorizado a re-crear.
  El material de Let it Be y Abbey Road es gestado casi al mismo tiempo, en 1969, y cuando el grupo estaba desintegrándose. Su naturaleza es fragmentaria. Hay apenas unas pocas canciones completas y algunas de ellas, como “I’ve Got a Feeling” resulta de la mezcla entre tres preexistentes, una con ese título, de McCartney, y dos de Lennon descartadas en las sesiones del Álbum Blanco: “Everybody Had a Hard Year” y “Watching Rainbows”. Ya se sabe, el cuarteto quería sonar unido y en vivo pero no lo lograba. El proyecto Get Back –que luego sería Let it Be– se postergó y se encaró la grabación de Abbey Road. Lo que allí se incluyó no era menos fallido, en su forma prinigenia, que lo que había quedado en el núcleo de Get Back. Pero el destino de ambos intentos –un destinto McCartney y un destino Lennon, tal vez– fue radicalmente diferente. En uno, por voluntad casi exclusiva de McCartney y con la asistencia cómplice de George Martin, siguiendo los liineamientos de “composición en estudio” que habían demarcado Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band lo inconcluso tomó la forma de La Forma y, en particular en lo que era el lado B del disco –pistas 7 a 17 en la edición del CD– se plasmaba una estética en que la heterogeneidad del material resultaba en la homogeneidad más asombrosa y donde lo incompleto –e incompletable, por la propia crisis del grupo– plasmaba una estructura de inconmovible unidad. Abbey Road borraba lo trunco al convertirlo en esencia misma. Get Back, en cambio, al devenir Let it Be, obraba de manera inversa. La mano de Phil Spector, productor elegido –y aparentemente impuesto– por Lennon, en lugar de Martin, intentaba ocultar lo inconcluso, lo revestía con untuosos acordes de orquestas de cuerdas –esa argamasa capaz de filtrarse en las grietas más imperceptibles y de dar la sensación, la mayoría de las veces falsa, de superficies pulidas allí donde no están– y acababa exhibiéndolo. Lo incompleto se obstinaba y resaltaba, como una mancha rebelde, aún más en la pretensión de blancura limpia que, curiosamente, tanto se alejaba de la intención inicial de crudeza y sinceridad que había rodeado el proyecto. Habría, todavía, una nueva vuelta de tuerca, cuando en 2003 Paul McCartney propugnó la aparición de Let It Be Naked ­­­–hay que decirlo, si el arreglo es la norma, nada hay más incompleto que la desnudez–, donde se limpiaba al disco de la supuesta traición perpetrada por Lennon treinta y tres años antes. Si, en su primera versión, Let it Be mostraba que no debería haber existido, en la segunda ponía en evidencia el por qué. Y es que, de haberse completado con la norma Beatle, habría contado con Martin. No habría sido la versión restauradora –y desnuda– de 2003 sino, tal vez, otro Abbey Road.  Pero, en rigor, tanto en una encarnación como en la otra, es una obra donde la inconclusión es tan radical como para resistirlas a ambas. Una incompletud que ni la vestimenta ni la desnudez fueron capaces de doblegar.  

domingo, 15 de enero de 2012

Liberum arbitrium


































He aquí algunos de los mejores discos escuchados por mí entre los publicados el último año:
Alessandro Striggio: Mass in 40 Parts, por I Fagiolini (Decca).
Craig Taborn, Avenging Angel (ECM)
Jean-Marc Foltz-Matt Tuner-Bill Carrothers: To The Moon (ayler records)
Art Pepper: Unreleased Vol. 6. Blues for the Fisherman –razones obvias– (Widow's Taste)
Tony Malaby: Novela (Clean Feed)
Szymanowski: Sinfonía No. 3 y Concierto No. 1 para violín y orquesta, por Christian Tezlaff y la Filarmónica de Viena, con dirección de Pierre Boulez (Deutsche Grammophon)
J. S. Bach. Cantatas Vol. XIII, con dirección de John Eliot Gardiner (Soli Deo Gloria)
C. P. E. Bach: 6 Conciertos para clave, por Andreas Staier y la Freiburger Barockorchester (Harmonia Mundi)
Johannes Brahms: Sonatas Nos. 1 y 2, Scherzo Op. 4, por Alexander Melnikov (Harmonia Mundi)
Johannes Brahms: Sinfonía No. 4, por la Orchestre Revolutionnaire et Romantique, dirigida por John Eliot Gardiner (Soli Deo Gratias)
Johannes Brahms: Variaciones Händel, Rapsodias Op. 79, Intermezzi Op. 118 y 119, por Murray Perahia (Sony)
Adrián Iaies: ¿Cuándo dejó la lluvia de ser sagrada? (20 Misas)
Mariano Loiácono: What's New? (Rivo Records)
Gerry Mulligan-Chet Baker. Grabaciones completas de la década de 1950 (Lantower)
Amália Rodrigues. Ao vivo (Lantower)
Héctor Berlioz: Grand Messe des morts, dirigida por Paul McCreesh (Winged Lion)
John Adams: Son of Chamber Symphony, Quartet (Nonesuch)
American Music, por el Quatour Diotima. Obras de Reich, Barber y Crumb (Naïve)
Paula Shocrón: Our Delight (Rivo Records)
Ethel Koffman: Anima (Shagrada Medra)
Teo Cromberg: Acaso de los engranajes (BlueArt)
Ernesto Jodos: Fragmentos del mundo (BlueArt)
Harry Belafonte: Complete Carnegie Hall Concerts (Lantower)
Beethoven: Las Sonatas para piano, por Alexander Panizza (Ediciones de la Municipalidad de Rosario)
Pollo Raffo: Diatónicos anónimos (PAI)
La Capilla del Sol: Como pudieran en cualquier catedral (Ediciones del Museo Fernández Blanco)
Toshio Hosokawa: Landscapes, por Mayumi Miyata en shô y la Orquesta de Cámara de Munich, dirigida por Alexander Liebreich (ECM)
Miles Davis Quintet: Live in Europe 1967 (Columbia)
Johannes Ciconia: Opera Omnia, por Diabolus in Musica y La Morra (Ricercar)
Stan Getz Quintets: The Clef and Norgran studio albums (Verve)
Charles Ives: Four Sonatas, por Hilary Hahn y Valentina Lisitsa (Deutsche Grammophon)

sábado, 14 de enero de 2012

Traducir




 El año pasado, durante su visita a Buenos Aires, Minae Mizumura, la escritora de la extraordinaria Una novela real (originalmente Honkaku Shosetsu, nombre que designa a las novelas clásicas adaptadas en Japón como literatura juvenil, con nombres, locaciones y hasta finales japoneses), decía que en toda traducción se pierde algo. Los artículos y discusiones de uno de nuestros blogs amigos, el del Club de traductores literarios de Buenos Aires rondan, por supuesto, estas cuestiones, de las que el propio título de la novela mencionada es una muestra. Lo que no suele decirse (traductores traidores y todo eso) es que en las traducciones también se gana algo. Y no me refiero a las posibles mejorías que Borges podría haber introducido en Faulkner, o León Felipe en Whitman (éstas últimas bastante dudosas) sino a algo mucho más prosaico. Yo, desconocedor de muchos más idiomas que los que conozco o podría conocer, soy un lector de traducciones. Sé que la música original de los textos de Akutagawa o de Tolstoi, entre muchas otras, me es inaccesible. Sé que no es una pérdida intrascendente (¿o es que acaso ese par de versos de uno de los tercetos de un soneto de Borges –"...la memoria es una forma del olvido/ que retiene el formato y no el sentido..."– podría sonar de esa manera en otro idioma?). Pero, también, sé que, no a pesar sino gracias a las traducciones, he leído a Akutagawa y Tolstoi. Acabo de terminar de leer una discutida novela de Jonathan Franzen, Libertad (editada en castellano por Salamandra) Según el New York Times se trata de la gran novela americana de las últimas décadas. Según otros, de un fresco (o una postal) más bien superficial y a la moda de la vida norteamericana contemporánea. Creo que la indignación de unos está sobreactuada en relación con lo que se considera la desproporción del ditrirambo de los otros. Me parece que no es la mejor novela de todos los tiempos pero sí una muy buena novela. Pero no es a eso a lo que voy sino a sus jóvenes "enrollados", a su música "súper guay" y, por supuesto, a sus "capullos" y "gilipollas" distribuidos de manera pareja a lo largo de más de 600 páginas. A la molestia inicial frente a los modismos españoles para traducir modismos estadounidenses juveniles, sobrevino una pregunta. ¿Habría una alternativa mejor? Finalmente, los dialectos urbanos de Madrid ya son casi convencionales. Es posible que entienda más el "gilipollas" o el "soplapollas" que algún equivalente dominicano o del Perú. Preferiría (y en realidad no estoy demasiado seguro) el local "pelotudo" pero entiendo que sería incomprensible o por lo menos violento para la gran mayoría de lectores en español de todo el mundo. Y tampoco sería deseable un neutro y educado español para la traducción de la acalorada puteada de un matrimonio en crisis o de dos amigas al borde del ataque de nervios. Finalmente, hay una gran cuota de costumbre, como se desliza en uno de los comentarios acerca del doblaje en el mencionado blog de los traductores. En mis juegos infantiles el Sargento Sanders hablaba, con la mayor de las naturalidades, de tú y con acento centroamericano. Y, a la luz de algún reciente experimento con algún texto clásico, no digo que esté mal (no tengo la autoridad para hacerlo) pero me cuesta bastante imaginar al Sargento Sanders gritando "che, rajá de la trinchera que vienen los nazis". Hay, sí, cosas gratuitas, como el título del libro de Alex Ross, The Rest is Noise convertido, porque sí, en El ruido eterno. Y es ahí donde se me ocurre pensar a la interpretación musical, y hasta al disco y la grabación, como traducciones. Sus distancias con la vivencia directa de la música, con tocarla con el propio aire o los propios dedos, con escucharla a pocos metros de distancia y, más radicalmente, con la pureza ideal de la partitura, implican, también, pérdidas. Todos sabemos que escuchar a Jimi Hendrix o Santana en Woodstock, pero en los equipos de audio de nuestras casas (o, peor aún, en el IPod o la computadora) no es lo mismo que haber estado allí. Pero sabemos también que, dado que no hemos estado allí ni podríamos estarlo jamás, la grabación es nuestra mejor opción. Buscamos, en todo caso, el mejor sonido posible, Y en el caso de las interpretaciones, como en el de los traductores, me siento lejos –y es una cuestión personal y, por lo tanto, discutible– de los que se sienten autores. De los que, ante la obra ajena, buscan, en lugar de su mejor expresión posible, la de ellos. De los que no se consideran vehículos (expresivos, personales, inteligentes pero vehículos al fin) de la obra sino, más bien, entienden como vehículo (propio) a la obra ajena.

sábado, 7 de enero de 2012

Paisajes


Escucho, ayer en la noche, un bellísimo disco del sello ECM. Un disco que podría pasar desapercibido (y seguramente lo hará para muchos). Le Monde acaba de elegirlo como una de las ediciones del año y está dedicado a la música de Toshio Hosokawa, un compositor nacido en Hiroshima en 1955, formado inicialmente en Tokio y luego en Berlín, donde ganó, en 1982, el concurso de composición de la Filarmónica de esa ciudad, y de cuya Academia de Arte es miembro. Es posible que no haya una música más cercana que ésta al viejo slogan de ECM ("el más bello sonido cerca del silencio"). Con resonancias de Sclesi y un uso sumamente original (y nada folklórico) del shô, un órgano folklórico de boca, construido en bambú, sus piezas tienen esa rara cualidad circular que, a falta de un adjetivo mejor, uno no dudaría en calificar de "japonesa" o, con menos originalidad aún, de "poética". En el disco, donde Mayumi Miyata, como solista de shô, toca junto a la Orquesta de Cámara de Munich, con la dirección de Alexander Liebreich, se incluyen Landscape V, para shô y orquesta de cuerdas (originalmente fue concebida para cuarteto de cuerdas y aquí puede ser escuchada en la interpretación de la misma Miyata pero junto al Cuarteto Arditti), Danza ceremonial, para orquesta de cuerdas, Sakura für Otto Tomek, para shô, y Nube y luz, para shô y orquesta.

jueves, 5 de enero de 2012

Que será






 "Soy tan viejo que conozco a Doris Day desde antes de que fuera virgen", dijo Groucho Marx. Y es que el personaje que acuñó Doris Mary Ann Kappelhoff en infinidad de comedias con insulsez en dilusiones diversas, con frecuencia hace olvidar a la actriz de Young Man with the Horn, con Kirk Douglas (la trompeta que suena en la banda de sonido es la de Harry James) y Laureen Bacall y dirigida por Michael Curtiz, o de The Man Who Knew Too Much, de Hitchock y con James Stewart. De la misma manera en que su repetición hasta el hartazgo de "Watever will Be" lleva a perder de vista a la artista que cantó "Sentimental Jorney" con Les Brown. Y, sobre todo, a la que en 1961 grabó un disco extraordinario, que JHA descubrió para mí y yo para otros, con el trío de André Previn (él en piano, Red Mitchell en contrabajo y Frank Capp en batería). Si se disculpa el sonido, aquí se puede escuchar la exquisita "My One and Only Love", incuida en ese registro.