sábado, 14 de enero de 2012
Traducir
El año pasado, durante su visita a Buenos Aires, Minae Mizumura, la escritora de la extraordinaria Una novela real (originalmente Honkaku Shosetsu, nombre que designa a las novelas clásicas adaptadas en Japón como literatura juvenil, con nombres, locaciones y hasta finales japoneses), decía que en toda traducción se pierde algo. Los artículos y discusiones de uno de nuestros blogs amigos, el del Club de traductores literarios de Buenos Aires rondan, por supuesto, estas cuestiones, de las que el propio título de la novela mencionada es una muestra. Lo que no suele decirse (traductores traidores y todo eso) es que en las traducciones también se gana algo. Y no me refiero a las posibles mejorías que Borges podría haber introducido en Faulkner, o León Felipe en Whitman (éstas últimas bastante dudosas) sino a algo mucho más prosaico. Yo, desconocedor de muchos más idiomas que los que conozco o podría conocer, soy un lector de traducciones. Sé que la música original de los textos de Akutagawa o de Tolstoi, entre muchas otras, me es inaccesible. Sé que no es una pérdida intrascendente (¿o es que acaso ese par de versos de uno de los tercetos de un soneto de Borges –"...la memoria es una forma del olvido/ que retiene el formato y no el sentido..."– podría sonar de esa manera en otro idioma?). Pero, también, sé que, no a pesar sino gracias a las traducciones, he leído a Akutagawa y Tolstoi. Acabo de terminar de leer una discutida novela de Jonathan Franzen, Libertad (editada en castellano por Salamandra) Según el New York Times se trata de la gran novela americana de las últimas décadas. Según otros, de un fresco (o una postal) más bien superficial y a la moda de la vida norteamericana contemporánea. Creo que la indignación de unos está sobreactuada en relación con lo que se considera la desproporción del ditrirambo de los otros. Me parece que no es la mejor novela de todos los tiempos pero sí una muy buena novela. Pero no es a eso a lo que voy sino a sus jóvenes "enrollados", a su música "súper guay" y, por supuesto, a sus "capullos" y "gilipollas" distribuidos de manera pareja a lo largo de más de 600 páginas. A la molestia inicial frente a los modismos españoles para traducir modismos estadounidenses juveniles, sobrevino una pregunta. ¿Habría una alternativa mejor? Finalmente, los dialectos urbanos de Madrid ya son casi convencionales. Es posible que entienda más el "gilipollas" o el "soplapollas" que algún equivalente dominicano o del Perú. Preferiría (y en realidad no estoy demasiado seguro) el local "pelotudo" pero entiendo que sería incomprensible o por lo menos violento para la gran mayoría de lectores en español de todo el mundo. Y tampoco sería deseable un neutro y educado español para la traducción de la acalorada puteada de un matrimonio en crisis o de dos amigas al borde del ataque de nervios. Finalmente, hay una gran cuota de costumbre, como se desliza en uno de los comentarios acerca del doblaje en el mencionado blog de los traductores. En mis juegos infantiles el Sargento Sanders hablaba, con la mayor de las naturalidades, de tú y con acento centroamericano. Y, a la luz de algún reciente experimento con algún texto clásico, no digo que esté mal (no tengo la autoridad para hacerlo) pero me cuesta bastante imaginar al Sargento Sanders gritando "che, rajá de la trinchera que vienen los nazis". Hay, sí, cosas gratuitas, como el título del libro de Alex Ross, The Rest is Noise convertido, porque sí, en El ruido eterno. Y es ahí donde se me ocurre pensar a la interpretación musical, y hasta al disco y la grabación, como traducciones. Sus distancias con la vivencia directa de la música, con tocarla con el propio aire o los propios dedos, con escucharla a pocos metros de distancia y, más radicalmente, con la pureza ideal de la partitura, implican, también, pérdidas. Todos sabemos que escuchar a Jimi Hendrix o Santana en Woodstock, pero en los equipos de audio de nuestras casas (o, peor aún, en el IPod o la computadora) no es lo mismo que haber estado allí. Pero sabemos también que, dado que no hemos estado allí ni podríamos estarlo jamás, la grabación es nuestra mejor opción. Buscamos, en todo caso, el mejor sonido posible, Y en el caso de las interpretaciones, como en el de los traductores, me siento lejos –y es una cuestión personal y, por lo tanto, discutible– de los que se sienten autores. De los que, ante la obra ajena, buscan, en lugar de su mejor expresión posible, la de ellos. De los que no se consideran vehículos (expresivos, personales, inteligentes pero vehículos al fin) de la obra sino, más bien, entienden como vehículo (propio) a la obra ajena.
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Publicado por
diego fischerman
en
11:34
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