martes, 25 de diciembre de 2012

La voz humana













Uno de los presupuestos es que todo puede decirse. Que siempre son posibles descripciones más o menos objetivas, o que por lo menos recurran a una metafórica más o menos convencional en una cultura dada. Si tal cosa no sucede, no se puede hablar de música. Es decir: puede hablarse de fraseo, de afinación, de color (y ahí ya se entra en un territorio un poco menos seguro), de respiración, de manejo del tiempo, de intensidades. Y pueden utilizarse imágenes como "aterciopelado", u "oscuro", que, si bien no tienen un significado demasiado preciso, son claras dentro de un determinado contexto. Pero hay hechos sonoros irreductibles. Que se resisten. Y, me parece, siempre tienen que ver con la voz humana. Y con una clase de reacción física que sólo las voces humanas producen (pueden producir) en quien escucha. Oía ayer, en la noche, una obra amada, las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss. Ya se sabe, no fueron concebidas como ciclo –el nombre y el ordenamiento ("Primavera", "Septiembre", "Al irme a dormir" y "En el ocaso") fueron decididos por el editor Ernst Roth–, tres de las canciones tienen texto de Hermann Hesse y la cuarta de ellas fue en realidad la primera en ser compuesta y la única que recurre a un poema de Joseph von Eichendorff, y fueron escritas por Strauss en 1948, cuanto tenía 84 años. Su lenguaje, un romanticismo extremo, ligado al último Wagner, es ya impensable en una época atravesada por La consagración de la primavera, la atonalidad, el futurismo y la música concreta. Y esas canciones quedan como una especie de objeto fuera del tiempo –de cualquier tiempo–. Hay muchas grandes versiones. Kirsten Flagstad con dirección de Wilhelm Furtwängler en 1950 (fueron quienes las estrenaron), Elisabeth Schwarzkopf con George Szell, en 1965 (ya las había grabado con Otto Ackerman en 1953), Gundula Janowitz junto a Von Karajan, en 1973, y Jessie Norman con Kurt Masur, en 1982, aparecen como las referencias obligadas. Y, más cerca, Renée Fleming con Christoph von Eschenbach (1992), Karita Mattila con Claudio Abbado (perfectos pero demasiado descafeinados, para mi gusto) y Soile Isokoski con Marek Janowski (una de las mejores, sin duda), enriquecen la lista en que, desde ya, hay otros nombres (Lisa della Casa, Lucia Popp y Kiri Te Kanawa entre los más importantes). Estas versiones se dividen en dos grandes grupos, que, en rigor, convierten a estas canciones en obras de naturaleza absolutamente distinta entre sí pero, en ambos casos, extraordinarias: las de las sopranos líricas y las de las dramáticas. La que escuchaba ayer, y provocó esa famosa reacción física indescriptible (ganas de reírse, una especie de extraños espasmos, gestos absurdos realizados con una mano en el aire, a solas) ante fenómenos sonoros igualmente indescriptibles –una voz que parecía de pronto despegarse de sí misma, que se espesaba en el aire, que contenía más dimensiones que las conocidas-- pertenecía a un disco que se editó en la Argentina, en la época en que Sony todavía funcionaba como un sello discográfico, y que pasó virtualmente desapercibido. Ignoro si ese Cd se encuentra todavía en alguna disquería local pero merecería ser buscado. Allí la orquesta es la Staatskapelle de Dresden, el director es Fabio Luisi (excelente) y la obra que lo abre es la Sinfonía Alpina (versión notable). La grabación es de mayo de 2007 y la cantante es la soprano Anja Harteros (la misma que participa en la deslumbrante interpretación del Requiem de Verdi dirigida por Antonio Pappano, que también fue en algún momento editada en este país). Hecha la aclaración de que el sonido de Youtube está a distancias siderales de hacerle justicia, aquí hay una versión suya de "Septiembre", con dirección de Mariss Jansons y la Orquesta de la Radiodifusión de Baviera, que puede servir como aproximación. Decir que la de ella con Luisi es la mejor versión existente de estas canciones postreras, sería, tal vez, un exceso. Y muy difícil de comprobar, por otra parte. Sólo diré que, una vez acabadas, volví a escucharlas de nuevo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los extraviados










Hacía poco que el Tte. Gral. Juan Carlos Ongania había asumido el gobierno dictatorial en la Argentina. La entonces tradicional función de gala del 9 de julio, en el Teatro Colón, lo sorprendió con el ballet La consagración de la primavera, de Oscar Aráiz sobre música de Igor Stravinsky. Poco después confesó, públicamente, que él y su familia habían debido confesarse, privadamente, debido a la inmoralidad de la obra. Es decir, aunque no lo dijera, por causa de las fantasías que les habían despertado, a él y su familia, los cuerpos en mallas color carne vistos sobre el escenario. 
 Cuarenta y seis años después, el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, se pronunció contra una puesta de ópera presentada hace un poco más de un mes en el Teatro Argentino de esa ciudad. La obra era Pepita Jiménez, de Isaac Albéniz, y la régie pertenecía al notable director teatral Calixto Bieito. En ella aparecía, en un momento, la virgen, abriendo su manto para quedar desnuda frente al público. “Un atentado” contra la madre de Jesús y “una ofensa contra la religión católica”, opinó el jerarca de la iglesia católica platense, según el portal del diario Clarín. “Entre otras felonías, se exhibió durante casi veinte minutos a una mujer desnuda que representaba a la Virgen María”, amplió, atribuyendo el “hecho abusivo, no autorizado por la novela de Juan Valera, ni por la versión musical de Albéniz”, tan sólo “al resentimiento anticatólico del director de escena.” Escapó al dirigente eclesiástico un hecho no menor. La desnudez de la virgen –que duraba unos pocos minutos– guardaba, en la puesta, una estrecha relación con el conflicto entre erotismo y entrega religiosa que desgarra al protagonista, un seminarista enamorado de la Pepita Jiménez que el título anuncia.
No es mi intención discutir la posición del arzobispo ni, tampoco, abundar en algunas de sus consideraciones más curiosas, acerca de cómo una ofensa al judaísmo no despertaría la misma complacencia y de cómo en ese caso “habría actuado de oficio la sucursal bonaerense del INADI”, no por falta de interés sino porque excede los discretos límites de este comentario. Me interesa, en cambio, relacionarlo con la reciente polémica sobre La Traviata, de Giuseppe Verdi, estrenada el pasado 4 de diciembre en el Teatro de La Monnaie, en Bruselas con puesta de Andrea Breth, una de las directoras más interesantes del momento. Ella fue, por ejemplo, la responsable del extraordinario Eugene Onegin de Tchaikovsky con dirección musical de Daniel Barenboim que se presentó en Salzburgo en 2008 (existe versión comercial en DVD), y, con el mismo conductor, del Wozzeck del año pasado y la Lulu de 2012 –ambas óperas de Alban Berg– en la Opera Estatal de Berlín. Y en esta Traviata incurre en uno de los pecados que más ofenden a esos otros religiosos, los operómanos: la prostituta lo parece.
Es llamativo, en todo caso, cómo las discusiones que desaparecieron en el cine, el teatro y la literatura, se han refugiado en el campo de la ópera. El único territorio, podría decirse, en que los partidarios de la censura son sus propios fans. Ningún cinéfilo defendería los cortes de las escenas eróticas en un film que se refiriera a la prostitución. Y a nadie se le ocurriría, a esta altura del partido, condenar La romana, de Alberto Moravia. Y, ni siquiera, ese paroxismo de la inmoralidad yuppie titulado American Psycho, de Bret Easton Ellis. Tampoco serian imaginables críticos de cine o de literatura indignados por lo revulsivo de algunas escenas de ciertas obras. Todo eso, y mucho más, es todavía corriente, sin embargo, en el encantador mundo de la ópera. Sólo allí, todavía, puede alguien montar en cólera por un desnudo. En su página de Internet dedicada al estreno de la obra de Verdi, La Monnaie ofrece un enlace titulado La Traviata y la libertad de expresión. Allí, Romeo Castelucci, la propia Andrea Breth, Guy Joosten, Olivier Py y Krzysztof Warlikowski opinan sobre la cuestión. Este genial artista polaco es, posiblemente, el que logra, en un texto titulado “Obcecación e ignorancia”, una síntesis más exacta –o más parecida a lo que yo pienso: “La calle no ofende, la calle no choca, la calle no provoca el debate. No. Sólo lo que sucede en el escenario los exaspera. Es increíble. Lo que es concebido, fabricado, creado en un teatro causa escándalo; no la realidad. A los ojos de algunas personas, el atentado a la convención es más escandaloso que la pobreza, la desesperación y la violencia que nos rodea.”

jueves, 6 de diciembre de 2012

Dave Brubeck (6-12-1920 / 5-12-2012)






La complejidad. El estilo. La elegancia del fraseo. La fluidez. El riesgo. La falta de declamación. La polifonía y el swing. Debussy, y el Oriente, y las tradiciones musicales norteamericanas, leídos desde la estética más cosmopolita. Un cuarteto ejemplar. También, el sonido de una época. Y el sonido que trasciende una época.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Para todos y todas (en Escocia)







Existen muchas maneras de hacer política cultural. El proyecto del sello británico Chandos, en combinación con el gobierno escocés y la Royal Scottish National Orchestra es una de ellas. Todos los nacidos en ese país entre el 15 de octubre de este año y el 14 de octubre del próximo, recibirán un disco grabado por esa orquesta, con canciones infantiles tradicionales (nursery rhymes) y una selección de hits de la música clásica. El disco se llama Astar, la palabra gaélica para travesía, y los padres de los recién nacidos son invitados, además, a participar de talleres de apreciación musical, para niños y para adultos, y de los distintos programas de actividades de la orquesta. Y es que existen, en rigor, dos opciones. O los estados consideran que la música de tradición académica tiene algo para decir, que es un patrimonio de cuya conservación son responsables y por eso sostienen teatros y orquestas, o no lo creen. En el primer caso, corresponde que conciban sus acciones como parte de una política cultural (la del gobierno escocés, por ejemplo). En el segundo, sería mejor que blanquearan sus intenciones, para que la discusión fuera posible. Lo que no es (o no debería ser) sostenible es la apariencia de lo primero con la estrategia (o su falta) de lo segundo.

domingo, 28 de octubre de 2012

Los desconsolados







Kashuo Ishiguro plantea, en The unconsoled –tal vez más "los desconsolados" que "los inconsolables" de la traducción castellana de Anagrama– algo que él define como "comedia surrealista". Se trata más bien de una pesadilla (sólo a Ishiguro se le puede ocurrir llamarla comedia) en la que, entre otras cosas, nadie se comunica con nadie. He visto algunos programas en televisión, y, por razones laborales, he seguido el devenir anunciado de la Tetralogía compacta en el Colón, la partida de Katharina Wagner como su directora de escena y el reemplazo por Valentina Carrasco. Como en la novela de Ishiguro, se superponen monólogos pero no existe el menor asomo de diálogo ni discusión. Todos (incluso quienes escuchan) tienen un libreto fijado de antemano, del que absolutamente nada podrá moverlos, en tanto nada que provenga de otra parte que sus propias cabezas será siquiera escuchado con atención. ¿Cómo puede ser que alguien diga en un reportaje una cosa, y unos días después, ante el mismo entrevistador, la contraria, sin que tiemble su pulso y, para peor, sin que el periodista le recuerde que antes había dicho, con la mayor de las firmezas, algo totalmente distinto, y le pregunte, entonces, el por qué? Aquellos a quienes seducen las explicaciones conspirativas aseguran que se trata de la protección con que La Nación y Clarín ungen al jefe de gobierno porteño y las acciones de sus funcionarios. Si bien es cierto que allí donde podría presumirse un escándalo que jamás llega a suceder y ante mamarrachos y descalabros que, de producirse en el marco de otras gestiones de gobierno, seguramente tendrían énfasis muy distintos, tiendo a pensar que la propia estupidez de quienes entrevistan y transmiten las noticias tiene un peso considerable.

domingo, 21 de octubre de 2012

La cabalgata de la walquiria








Los anillos sellan compromisos. No en este caso. La bisnieta de Richard Wagner, Katharina, actual directora del Festival de Bayreuth y puestista de la adaptación de la Tetralogía que el Colón estrenaría el próximo 27 de noviembre (y por la que ya cobró la tercera parte de su contrato por más de un millón de pesos), renunció sin haber ensayado, se volvió a Alemania para hacer un festival patrocinado por la firma Audi y echó la culpa al Colón, aduciendo condiciones de trabajo indeseables. El periódico Página/12 dio a conocer la partida de la directora en una nota publicada el viernes 19 y al día siguiente, en sendas entrevistas a Clarín y La Nación, el director del Colón, Pedro Pablo García Caffi, aseguró no tener noticias de que la Wagner se hubiera ido, o de que no volvería. Dijo, también, no tener un Plan B en tanto no daba al A como fracasado. Y aseguró que la reducción de cuatro funciones, previstas inicialmente, no se debía a la venta de entradas insuficiente sino al pedido del Gobierno de la Ciudad en el sentido de que se recortaran gastos. En cada uno de estos puntos contestaba, sin nombrarlo, al artículo de Página/12 –cuyos intentos por contactarlo chocaron con la falta de respuesta de la oficina de prensa del teatro–. Resulta extraño que el director de un teatro no sepa que se suspendieron los ensayos de una obra próxima a estrenarse, por ausencia de su directora de escena, o que, de saberlo, no confiera gravedad a este hecho y se quede, sencillamente, esperando que vuelva. Resulta contradictorio, en todo caso, con los memos en inglés recibidos por los solistas contratados, donde se les informaba que la nueva directora de escena sería Valentina Carrasco, tal como adelantó Página/12. Y tampoco se sostiene el argumento de la reducción de costos, en tanto la suspensión de funciones implica un ahorro sólo si no hay entradas vendidas. Pero, eventualmente, y más allá de las versiones que, más tarde o más temprano los hechos confirmarán o desmentirán, conviene hacer un poco de historia para comprender mejor las dimensiones del entuerto.
Wagner compuso una saga de cuatro óperas, cuyo nombre general es El anillo del nibelungo. La integran un prólogo (El oro del Rhin) y tres jornadas (La walquiria, Siegfried y La caída de los dioses). Suele representársela en cuatro días separados, a veces consecutivos, cuando las condiciones de producción lo permiten (por ejemplo en el Festival de Bayreuth) y en ocasiones en distintas temporadas. El Teatro Argentino de La Plata, por ejemplo, pensó representarla a lo largo de dos años, abriendo y cerrando sus temporadas de 2012 y 2013 con cada una de sus partes. Comenzó según los planes, abriendo su programación de este año con El oro del Rhin,  pero la situación financiera de la Provincia de Buenos Aires obligó a cambiarlos. Aunque todavía no hubo un anuncio oficial, la página web del teatro muestra la palabra "cancelada" junto a La walquiria y ésta subiría a escena el año próximo. El Teatro Colón, con una importante tradición wagneriana a cuestas, decidió, en cambio, apostar a una novedad.
Se ignora de quién fue la idea. Lo cierto es que en ella hubo, inicialmente, varios implicados: García Caffi, Cecilia Scalisi, una ex diplomática consorte devenida periodista, que aparece como coordinadora general del proyecto, y Katharina Wagner. Y, también, el pianista Cord Garben, que fue quien realizó una versión reducida de la Tetralogía, de manera que pudiera representarse en un solo día. La reducción, bautizada Colón-Ring, se presentó con bombos y platillos en una conferencia de prensa por cuya organización Cecilia Scalisi cobró, en 2011, 21.000 pesos. También sumó contratos por preproducción artística y otros rubros, redondeando una cifra cercana a los 100.000 pesos, lo que no le impidió hacer el papel de periodista neutral y publicar en la Revista La Nación una entrevista exegética a Katharina Wagner (que puede leerse aquí). En aquella conferencia, Garben, en una explicación bastante desafortunada, aseguró: "La obra de Wagner tiene dos pilares, la acción y la filosofía. Nosotros sacamos la filosofía". La duración, las repeticiones, el devenir, como un río, no es, en El anillo del nibelungo, una consecuencia de la incapacidad como libretista del compositor sino parte esencial de su estética. No se trata, como en óperas de Donizetti, Bellini o Rossini, de argumentos intercambiables y de obras casi modulares donde podían sacarse, agregarse o cambiarse piezas sin que nadie -mucho menos los autores– se consideraran traicionados. Wagner, precisamente, pensaba la ópera como otra cosa y, explícitamente, su concepción se oponía a esa clase de espectáculo. Cortar obras nunca es defendible, desde el punto de vista artístico, aunque puede llegar a ser necesario, debido a condiciones particulares. Es decir, a nadie le parecería mal que una compañía ambulante, con una orquesta incompleta y los papeles repartidos entre tres cantantes otoñales, llevara una adaptación de la Tetralogía, o de cualquier otra cosa, a un frente de batalla, un hospital de campaña o un cotolengo enclavado en la selva amazónica. Pero, demás está decirlo, no es el caso. No hay mingún motivo por el cual esta adaptación sería necesaria para un teatro como el Colón, con entradas, además, que llegan a un precio de 3000 pesos para las plateas. No se trata de llevar la obra de Wagner (o un anticipo o resumen de la  misma) a públicos nuevos ni desfavorecidos. Podrá decirse que un proyecto como éste no puede criticarse antes de ser visto y oído, pero es un argumento falaz en tanto lo que se critica no es la posible belleza del resultado sino la ilegitimidad del intento. Agravada, además, por el hecho de que el Colón es un teatro oficial. Es posible que los cuadros de El Greco quedaran más lindos con unas pinceladas rojas aquí y allá, pero hacerlo sería ilegítimo. Y mucho más si el gestor de tal barbarie fuera el Museo del Prado. Se esgrimió como argumento de legitimación, también, el parentesco de la puestista con el compositor, como si el apellido (o la sangre, esa antigüedad tan desprestigiada por miles de parricidios y filicidios a lo largo de la historia) significara algo. Basta imaginarse un bismieto drogón de Modigliani opinando que los cuellos de sus retratos son demasiado largos, como para relevarme de cualquier explicación mayor. Hasta aquí las cuestiones estéticas, que prueban que esta adaptación no era ni necesaria, ni deseable, ni legítima. Vayamos entonces a las otras. Podría tratarse, por ejemplo, de un gran negocio. Y tal vez una comedia musical de unas dos horas de duración, que tomara el argumento central de La tetralogía y sus temas musicales más destacados, lo sería. Traicionaría a Wagner, es cierto, pero ofrecería algo a cambio. La adaptación propuesta dura, en cambio, siete horas. Mucho para los que detestan a Wagner –o para los que aún no lo han descubierto– y muy poco para los que lo aman. La magra venta de entradas, los altísimos costos, solventados con fondos públicos, y las fracasadas gestiones para interesar a otros teatros en el montaje de esta producción, la convierten entonces, también, en un pésimo negocio. Sencillamente, un error.

sábado, 13 de octubre de 2012

América









Una bellísima canción de Simon & Garfunkel –aquí en el Central Park, en (Norte) América–; un delirio (involuntario, tal vez) en L'Atlàntida, la ópera inconclusa que Manuel de Falla escribió en Córdoba, (Sud) Ameérica –aquí un fragmento, en la inquietante puesta de La Fura dels Baus–; el paisaje de Astor Piazzolla, Heitor Villa-Lobos, Aaron Copland, Silvestre Revueltas, Bola de Nieve, Eduardo Falú, George Gershwin, Lucio Demare, Violeta Parra y Leonard Bernstein; el tema de una entrada del siempre recomendable (y recomendado) blog de Marcelo Pisarro, cuyo enlace es éste pero de la que, además, transcribo el luminoso comienzo:
"Fue hace veinte años cuando la leyenda rosa dio paso a la leyenda negra. También, cuando empezó a hablarse en público sobre una “leyenda rosa” y una “leyenda negra” en torno al Descubrimiento de América. Las críticas a la colonización europea del continente americano desde una perspectiva indigenista no eran de nuevo cuño; lo que sucedió fue que durante las celebraciones por el V Centenario tomaron el espacio público y se convirtieron en sentido común, moralina, corrección política, canciones tontas en la radio y malos análisis históricos en las contratapas de los periódicos humanistas. De pronto tenías a gente preguntándote con cara de hacer preguntas incisivas que por qué escribías “Descubrimiento de América” con mayúscula inicial. Y si a eso vamos, que por qué escribías “descubrimiento”. Ya sabés: análisis crítico leongieconizado para desdentados culturales.
Es un debate ajado y poco puede agregarse. Las premisas están mal, las conclusiones están mal, el estilo intelectual está mal. Sólo resta esperar que las personas que repiten comentarios triviales dejen de repetir comentarios triviales. A veces es mejor no decir nada y ya. Es posible –incluso es democrático y bueno para el corazón– no tener una opinión absolutamente formada sobre todo. Uno puede abstenerse de hacer comentarios baladíes. Seamos más amables con nuestras ignorancias..."

lunes, 8 de octubre de 2012

Modos (modas) de escucha

Stéphane Denève grabó, para el sello Chandos, una versión extraordinaria de la obra orquestal de Debussy.

"Soy snob", cantaba Boris Vian. Y yo también, digo, aunque sin cantar. El snobismo es lo que permite a las personas dejar de comer milanesas con papas fritas todos los días. Después se verá, pero, en principio, debe haber ese pequeño reconocimiento de que el propio gusto puede estar equivocado (o puede refinarse). El snobismo es un gesto de humildad. Lo desconocido, en una primera instancia, no gusta. Pero alguien a quien se le reconoce un saber superior (incluso una moda) dice que eso vale la pena y allí estamos los snobs creyéndole y actuando en consecuencia. Es cierto que no es lo mismo la opinión de un amigo o un teórico o un ensayista al que le reconocemos una formación y una práctica calificatoria, que la tapa de la revista Para Tí. Pero el principio por el cual una señora tira (o guarda, o recorta, o alarga) sus faldas del año pasado y por el que yo empecé a escuchar a Coltrane (mi padre me dijo que si me había gustado el Gato Barbieri, debía escucharlo) y Stravinsky (mi tío me habló de él), no son muy diferentes. Por supuesto, yo decía que Coltrane y Stravinsky me gustaban mucho antes de que eso efectivamente sucediera. Era un snob.
Y, pensando en dos experiencias de escucha más o menos recientes, lo sigo siendo, aunque de una manera levemente distinta (y no sé si no peor). Ignoro cómo se desarrollan y cristalizan las modas de escucha pero, aun sin darme cuenta, participo de sus efectos. Sin duda, estas modas tienen que ver con las de interpretación. La extensión de las prácticas históricamente informadas (es decir informadas no sólo acerca del Romanticismo) convirtió en corriente lo que a fines de los sesenta era excepcional. Ya nadie toca un trino barroco comenzando en la nota real, ni existe pianista que, al tocar Bach, no incorpore a su fraseo la noción de inegalité. Y, obviamente, si se escuchan los Conciertos Brandeburgueses dirigidos por Von Karajan (la manera normal en que se escuchaba esta música a comienzos de los sesenta) hoy sobreviene la extrañeza más profunda. Lo cierto es que dos de mis ídolos de la adolescencia acaban de caer (y con ellos todo un paradigma interpretativo).
Por un lado, a partir de la interpretación de Arkadi Volodos de la Sonata en Si Menor de Franz Liszt, en el Teatro Colón, se me ocurrió volver a escuchar distintas versiones. El Parnaso (en mi recuerdo) estaba ocupado, con comodidad, por Martha Argerich y Maurizio Pollini. La primera de estas interpretaciones, al reescucharla, me pareció deslumbrante, eléctrica, apabullante. Pero sin aire, sin respiración; casi atolondrada. La de Pollini prácticamente me produjo rechazo: me sonó a un ejercicio de laboratorio. Redescubrí entonces a Claudio Arrau y a Sviatoslav Richter (magistrales ambos) y a la que, creo, ahora reina: la de Kristian Zimmerman (en un bellísimo disco de 1991 que incluye también Nuages gris, La notte, La lugubre gondola II y Funérailles). Las opiniones pueden diferir, desde ya, pero de lo que hablo no es de la manera de hacer un cuadro de honor definitivo sino de cómo ciertos principios de valor cambiaron en la (o en mi) escucha. Algo similar me pasó al escuchar la formidable versión de la obra orquestal de Debussy dirigida por Stéphane Denève al frente de la Royal Scottish National Orchestra. Una versión que devuelve a esta música la flexibilidad rítmica y una infinita riqueza de matices además del color más voluptuoso. Una versión más cercana a Charles Munch, en todo caso, que a Pierre Boulez. Volví entonces al otrora admirado Debussy de Boulez. Un pollo de Avicar hervido, probado a continuación de un curry rojo tailandés, no habría parecido más desabrido.
Descubro, en todo caso, un cierto malentendido. El racionalismo que en la interpretación de la música antigua restituyó mucho de lo que este repertorio había perdido con las interpretaciones románticas, actuó en sentido contrario en la interpretación de lo producido en los finales del siglo XIX y comienzos del XX. Y es que, si en el barroco y el primer clasicismo se trató de dejar de leerlos como anticipaciones (incompletas y decepcionantes, desde ya) del futuro (Beethoven, visto desde Carl Philip Emanuel Bach, resultaba mucho más interesante que leído desde Wagner), en el Romanticismo pasó lo contrario. Había que encontrar a Schönberg y Anton Webern en todas partes. El efecto fue paradójico. Las remarcaciones de lo anticipatorio, en Debussy, acabaron oscureciendo su asombrosa modernidad, en tanto escamoteaban el contraste con su época. El Liszt chopiniano de Zimerman y el Debussy romántico de Denève, en cambio, ponen de relieve precisamente aquello en que Liszt se diferencia de Chopin y Debussy del Romanticismo. O, tal vez, sea una cuestión de modas.

domingo, 7 de octubre de 2012

Restauración






Conversación telefónica con Steve Reich, que estará a fin de mes en Buenos Aires participando del ciclo de conciertos de música contemporánea del San Martín. "Lo que hicimos nosotros no fue una revolución. Fue una RESTAURACIÓN", dijo, entre muchas otras cosas, haciendo evidentes las mayúsculas en su tono de voz. "La música había perdido todo aquello por lo que yo me había acercado a ella. Yo quise ser músico porque me enamoré de Stravinsky, Bach y Coltrane. Y nada de lo que había escuchado allí (el poder de las melodías, de los acordes, de los ritmos) estaba en lo que parecía obligatorio hacer. Cuando estudiaba con (Luciano) Berio, componía música serial y me había prometido a mí mismo no hacer nada con las series, no retrogradarlas, no invertirlas, nada; simplemente repetirlas una y otra vez a ver si allí encontraba un sentido, una direccionalidad, una música. Un día, Berio me dijo: 'Si querés hacer música tonal, no pierdas tiempo. Hacé música tonal'. Ese fue mi permiso."

jueves, 20 de septiembre de 2012

Volver al futuro











Un quinteto en estado de gracia. Y un saxofonista, John Coltrane, haciendo verdaderas las palabras que Cortázar escribió para Charlie Parker y tocando lo que todavía no había sido imaginado (y que parte del público tampoco había imaginado escuchar, si se juzga por los chiflidos). Las grabaciones del quinteto de Miles Davis en el Oympia de París en 1960, con Coltrane y con Sonny Stitt, nunca se habían editado completas y mucho menos con una restauración sonora como la de esta edición nacional en la que tuve el honor de participar escribiendo unas pequeñas notas internas. Se trata, creo, de una de las publicaciones más importantes de los últimos tiempos en el mundo del jazz.

martes, 18 de septiembre de 2012

La cantata satánica de Bach

En diciembre de 2006, el suplemento Radar de Página/12 encargó, para su número navideño, una serie de notas con comentarios de discos apócrifos. Rodrigo Fresán escribió, por ejemplo, sobre el desconocido ábum de Frank Sinatra con canciones de suicidas. Mi tema fue una cantata de Bach que. al ser leída al revés, oculta un mensaje satánico. O algo así. Aquí transcribo aquel texto:


Inés Cézar del Prado, en su libro The Cool of the Bird, traza la historia de una serie de discos y de obras musicales asombrosas, poco conocidas y, en algunos casos, inimaginables. Su punto de partida es, desde ya, el famoso chiste que Miles Davis se hizo a sí mismo o, más bien, al mito que otros habían erigido con él, cuando, con el nombre de David Smiley, grabó el álbum del que toma su título el estudio de la musicóloga portuguesa. Allí, el frío del pájaro, o, tal vez, la elegancia de Charlie Parker, reemplazan al nacimiento del cool del disco en el que se agruparon las grabaciones de 1949, con orquestaciones de John Lewis, Gerry Mulligan y Gil Evans, con el joven Davis como solista. Pero Cézar del Prado va más lejos. Después de mencionar extraños casos en que el saxofonista Art Pepper se hacía pasar por el trompetista Art Farmer (“cuestiones del arte”, bromeaba), la investigadora hace referencia a una cantata satánica escrita por Johann Sebastian Bach en Mühlhausen entre 1707 y 1708.
De esa obra existiría sólo una versión parcialmente corregida, incluida con el número 131 en el catálogo Bach (Bach Werke Verzeichnis, conocido familiarmente como BWV) en la que, de todas maneras, su título, “Aus der Tiefe rufe ich, Herr, zu dir” (Desde el abismo lloro hacia ti, Señor) conserva un significado muy especial con sólo imaginarse un Señor distinto al de los cielos. Los datos en los que se basa Cézar del Prado son varios, empezando por el hecho de que ésta es una de las pocas cantatas de Bach de las que se desconoce el motivo de composición o la ocasión de la ejecución, aunque se supone que en su versión anterior fue cantada, en secreto, durante un misterioso festejo navideño en casa de Wilhelm Franelmacher, un noble sajón del que poco después se perdió el rastro, aunque algunas crónicas aseguran la presencia, en el lejano Virreinato del Río de la Plata, de un misterioso alemán, aficionado a las riñas de gallos y el estupro, cuya descripción coincidiría con la de Franelmacher.
Pero lo que resultaría determinante en relación con los contenidos ocultos de esta cantata es, teniendo en cuenta los juegos numerológicos a los que el autor era tan afecto, la entrada en sextas sucesivas descendentes de tres voces (el triple 6 del demonio) sobre la palabra tiefe (“tinieblas”), culminando en Herr (“Señor”) con una disonancia de séptima mayor. La portada del autógrafo de la versión corregida indica que la conformación de la orquesta deberá ser “a una Obboe, una Violino, doi Violae, Fagotto è Fondamento”, o sea seis voces, y también en las partes instrumentales las sucesiones de tres sextas descendentes, culminando con un intervalo de séptima, son recurrentes. Pero en esa obra sucede algo aún más llamativo, que funciona como un verdadero anticipo de los mensajes satánicos en los discos de vinilo escuchados al revés. El tema que las distintas voces van cantando en la fuga “de las profundidades”, a distancia de sexta, es la retrogradación (o sea la misma melodía leída de atrás para adelante) del coral inicial de "Gott ist mein König" (Dios es mi rey), una cantata compuesta en esa misma época (fue ejecutada el 4 de febrero de 1708) y catalogada como BWV 71, como demuestra la musicóloga Eva Nöhl.
Existen varias versiones de la Cantata BWV 131 pero sólo una, reciente, de la versión reconstruida de la original, en la que el último coral alaba, sin vueltas, al Señor de las Profundidades. La obra aparece allí como “atribuida a Bach” y, desde ya, sin número de catálogo. El organista y estudioso Paul van Elko, director del excelente coro y del selecto grupo de instrumentistas y solistas que la interpretan (la soprano Grazyna Kolesterowa, el contratenor Parthos Kalamitossos, el tenor Chaucer Ditto y el bajo Enkohi Endo), deja entrever, en sus notas en el riguroso folleto que acompaña el álbum, que la obra tanto podría ser de Bach como de alguno de sus discípulos que parodió la BWV 131 sin conocimiento del compositor. Los manuscritos en los que se basó Van Elko para la reconstrucción no son autógrafos y corresponden a una época posterior. Pero, en cualquier caso, el poderío musical y la fuerza expresiva de la “fuga satánica” son, sin duda, de Bach y bien valen la búsqueda del disco que, por supuesto, no se consigue en Buenos Aires.

domingo, 9 de septiembre de 2012

El encanto de Orfeo








En el comienzo del ensayo "El sexo de Orfeo", incluido en el volumen La música de Eros. Opera, mito y sexualidad (prologado por Pablo Gianera, traducido por Alejandro Droznes y publcado por Prometeo), Slavoj Zizek (mi computadora impone la relevación de la obligación de los acentos en forma de circunflejos invertidos sobre sendas zetas) se pregunta: "¿Por qué la historia de Orfeo fue el tópico operístico durante su primer siglo de existencia, cuando se registran casi cien versiones?". Abunda en cuestiones que atañen a la relación del sujeto con el Amo, al aria como expresión suprema de la súplica que atraviesa dicha relación y, lejos del último lugar en importancia, de la ambigüedad sexual expresada en la asignación del papel protagónico a un castrato (en la versión de Gluck) y, luego, a una contralto o mezzosoprano (en la adaptación de esta Orfeo ed Euridice realizada por Berlioz). Olvida, en mi opinión, la razón más importante del en-canto de Orfeo, un en-cantador de fieras en los mitos órficos, una cabeza cantante que, según incontables leyendas, se aparecía, después de su muerte, a los campesinos. En su personaje, el cantante debe hace de cantante. En un círculo perfecto que remite al de Sheherazade como relatora (con el libro sucederá lo mismo que con ella; si no mantiene el interés hasta la próxima noche será matado/cerrado), el intérprete frente al público reproduce la relación del personaje con los dioses. Orfeo seduce con su canto a Caronte pero es, en realidad, a los espectadores a los que está seduciendo con las elaboradas ornamentaciones de "Possente Spirto" (en el Orfeo de Monteverdi). "Che farò senza Euridice", en la obra de Gluck, opera en el mismo sentido. Es, a la vez, la súplica por el favor de los dioses y, también, por el de ese nuevo Dios creado por la sacralización del espectáculo burgués: el público.

viernes, 24 de agosto de 2012

Voces






Hoy y mañana, sábado, a las 20.30, habrá nuevas funciones. Ayer, jueves, fue el estreno en el CETC. Gallos y huesos era un largo poema de Sergio Chejfec, dividido en 21 partes y regido por la objetivación y la distancia. Sobre él trabajó el compositor Pablo Ortiz y, después, ya sobre la obra de ambos, el artista plástico Eduardo Stupía. La composición está concebida para un grupo coral y arpa. Es evidente, en el manejo de la polifonía y en el tratamiento de las palabras, la referencia a los madrigales y, especialmente, al repertorio del Concerto delle donne, el grupo femenino para el que compusieron Luzzaschi y Marenzio y con el que se deleitaba el Duque de Ferrara. Hay otra voz, la de Stupía: imágenes que, con distinto ritmo, se suceden generando distintas texturas con el texto y la música. Cuestión de voces, podría decirse, en una obra extraordinaria donde las voces –y el ritmo de las palabras– son respetadas escrupulosamente y en que flota, como una niebla –o una luz nocturna– un cierto aire a milonga o cielito campero. Las voces del caso, además de la de la arpista Lucrecia Jancsa, son las del Nonsense Ensamble. un pequeño coro de solistas que dirige una de sus integrantes, Valeria Martinelli y que editó hace poco un disco fantástico con la obra que le da nombre, los Nonsense Madrigals de György Ligeti, Cries of London, de Luciano Berio, y Gente que canta de espaldas, de Juan Carlos Tolosa.

sábado, 18 de agosto de 2012

Vijay Iyer








Nacido en 1971, graduado en Yale y doctorado en California en Matemática y Física, Vijay Iyer acaba de ganar cinco categorías en la encuesta entre críticos realizada por la revista epecializada en jazz Down Beat que, además, le dedicó la tapa de su número de agosto. Elegido como mejor pianista (con 154 puntos contra 147 de Keith Jarrett, su seguidor más inmediato, 131 de Brad Mehldau y 119 de Jason Moran), artista de jazz del año, "estrella naciente" y, con su trío –que integran junto a él Stephan Crump en contrabajo y Marcus Gilmore en batería–, merecedor del galardón a mejor grupo y a mejor disco (por el extraordinario Accelerando, publicado por Act Music + Vision), Iyer, más allá de las cuestiones de mercado, de los deslumbramientos –muchas veces fugaces– que cada tanto atacan a los seguidores de cualquier género y a cierto vacío creativo que los propicia, es una de las voces más interesantes del piano actual, y de algo que, si no se tratara de una palabra bastante larga y, quizá, demasiado pretenciosa, podría definirse como posjarrettianismo. Las fuentes, en rigor, van más atrás de Jarrett e incluyen, claro, a Bud Powell y Thelonious Monk pero también a Cecil Taylor. Su discografía en Act Music + Vision (con presentación y sonido de altísima calidad) incluye dos álbumes con el trío, el premiado Accelerando y el anterior Historicity, uno solo, con standards –hay allí una versión deslumbrante de "Epistrophy"– y temas propios que se llama, como no podría ser de otra manera, Solo, y otro, Tirtha, con el trío que conforma con Prasanna en guitarra y voz y Nittin Mitta en tabla, donde parte de temas clásicos indios y los lleva a un terreno sumamente personal. Aquí puede apreciarse, en vivo, el trabajo del trío con Crump y Gilmore, en este enlace puede escuchárselo solo en "Human Nature" –pequeño homenaje a Michael Jackson–, y aquí con el grupo indio.

domingo, 5 de agosto de 2012

Los mejores. Hoy: canciones de los Beatles interpretadas por otros.











Sarah Vaughan y Count Basie les dedicaron discos enteros a canciones de los Beatles. Duke Ellington y Buddy Rich grabaron varias. Y, por supuesto, cantantes como Frank Sinatra y Tony Bennett también sucumbieron a la tentación. Además, Luciano Berio realizó arreglos para su mujer en ese entonces, la extraordinaria cantante Cathy Berberian, Toru Takemitsu hizo transcripciones para guitarra y coros renacentistas, como The Kings Singers, cantaron versiones estilizadas. Y la verdad es que las canciones de los Beatles mostraron una resistencia notable a dejarse penetrar por cualquier cosa que no fueran los mismos Beatles. Nada de todo lo mencionado tiene demasiado valor, salvo para poner de relieve las versiones originales. Y en el catálogo de grandes desperdicios habría que contabilizar la versión abossanovada de "Yesterday" incluida en Delightfulee, de Lee Morgan, donde un grupo inmejorable (Morgan, Joe Henderson, McCoy Tyner, más una big band orquestada por Oliver Nelson y en la que están Wayne Shorter y Phil Woods entre otros) toca algo realmente inempeorable, y las varias de Magical Mistery, un disco de Bud Shank donde Chet Baker toca la trompeta. No obstante, sí hay buenas relecturas de los Beatles, comenzando por el rhythm & blues y el soul –las extraordinarias "Eleanor Rigby" de Aretha Franklin, en vivo en el Fillmore West, en 1971, y "Hey Jude" de Wilson Pickett– y sus aledaños blancos –inolvidable "With a Little Help from My Friends" de Joe Cocker, en la versión de estudio, con músicos como Steve Winwood y Jimmy Page, y en vivo en el festival de Woodstock–. En el propio campo del rock, tanto "Help" por Deep Purple (en su primer disco, Shades of Deep Purple, de 1968) como "Every Little Thing" por Yes (también en su primer disco, Yes, de 1969) resultan reveladoras. Y volviendo a "Yesterday" y el jazz, hay una versión notable del Modern Jazz Quartet, inédita en su momento y acoplada como bonus track en la edición en Cd de sus discos para Apple, Under the Jasmin Tree y Space. Varios guitarristas –Wes Montgomery, Grant Green, Lee Rittenour– abrevaron en "A Day in the Life" pero es la  versión de Montgomery –incluida en el disco titulado precisamente con el nombre de esa canción– la que modeló a todas las demás y permanece como un mojón, más allá de las discusiones de su época acerca de sus características comerciales. GRP editó hace años, por su parte, un disco (I Got No Kick Against Modern Jazz: A Grp Artist's Celebration of the Songs of the Beatles) irregular por definición, pero donde hay una joya indiscutible, "Eleanor Rigby" en un solo de piano de Chick Corea, y dos excelentes escoltas, "She's Leaving Home" por el trío de McCoy Tyner y "And I Love Her", por el de Diana Krall. Y un escalón atrás, ya en un terreno notablemente más blando, aunque no carente de méritos, aparece "The Long and Winding Road" por George Benson, que ya había grabado en 1969, para A&M, un disco con muy buenos momentos, The Other Side of Abbey Road. "Eleanor Rigby" por Caetano Veloso (en Cualquer coisa, de 1975), "Golden Slumbers" por Elis Regina (en Ela, de 1971) y "Come Together" por Cassandra Wilson y Dianne Reeves (en Bob Belden presents: Strawberry Fields, editado por Blue Note en 1996) completan esta lista incompleta y, obviamente, arbitraria.

jueves, 2 de agosto de 2012

El museo de la modernidad










El Teatro Colón exhibió, en su último programa de ópera, dos obras escritas hace unos cien años, Erwartung, de Arnold Schönberg, y Hagith, de Karol Szymanowski. La información de prensa hablaba de "dos óperas vanguardistas". Más allá del error y los malos usos de la palabra "vanguardista" resulta interesante tomar tal apreciación, que podría ser compartida por una porción significativa del público de ópera, desde una perspectiva antropológica. Es decir, no calificarla de falsa o equivocada sino tratar de dilucidar qué verdad expresa para una determinada comunidad.
El hecho de que la música de hace cien años siga siendo pensada como "contemporánea" –y no sólo por sus enemigos, como lo demuestran los orgasmos múltiples obtenidos por quienes temblaron ante Erwartung como quienes recibían un baño con el agua bendita de la modernidad, vertido desde su propia fuente– puede, simplemente, atribuirse a la falta de información. Pero, también, puede servir para provocar algunas preguntas. Por un lado, la falta de información y la ausencia de frecuentación de ciertas obras y estéticas es real. Erwartung, en efecto, se escucha en vivo en Buenos Aires por primera vez en sesenta años, lo que hace que se trate, para más de dos generaciones, de una novedad nada metafórica.  Por otro, y en un sentido que podría parecer opuesto,  por primera vez en la historia, todo –o casi todo– el pasado esté disponible, por lo menos si se tiene la curiosidad y los medios técnicos –una computadora y un servicio de Internet– necesarios. Las reglas del juego han cambiado, aunque no se sepa exactamente cómo, y algunos de sus efectos empiezan a notarse. Podría pensarse que, desde hace un tiempo, los estilos han dejado de clausurarse y reemplazarse entre sí, como era otrora. Simplemente se superponen.
El Primer libro de Estudios para piano de György Ligeti, al que nadie en su sano juicio le birlaría su condición de contemporáneo, fue compuesto en 1985, hace 37 años. Por no hablar de Revolver, de The Beatles, que tiene 46 años de edad, o del sorprendente City of Glass que la orquesta de Stan Kenton registró 59 años atrás. En otras épocas, esos eran tiempos muy largos. 37 años es el lapso transcurrido, sin ir más lejos, entre las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, y el Concierto para piano y orquesta K216 de Wolfgang Amadeus Mozart, es decir entre dos mundos estéticos absolutamente diferentes.
Por supuesto, la imagen de un tiempo estático es falsa. Como lo es la sensación de que nada nuevo ha sucedido en el campo de la música en los últimos cuarenta años. Y allí están para desmentirlo, en diferentes campos, Fausto Romitelli, Bang on a Can, Mars Volta, Björk, Kris Davis, Ernesto Jodos, Toshio Hosokawa, Factor Burzaco o Thinking Plague, entre muchos otros. Por un lado, se hace necesaria la actualización de la biblioteca de la modernidad. En un sentido, sería tiempo de que Schönberg, Cage y hasta Stockhausen y Boulez empezaran a poder ser vistos –y oídos– como la historia y no como el presente. Por otro habría que reconocer que sí ha caído, creo, ese gesto de voracidad estética, de afán por alguna clase de infinito, como sentimiento de época. Esa manera de saltar hacia adelante que está en los Beatles, en Caetano, en Almendra o en el primer disco de Deep Purple, Shades of Deep Purple, de 1968 (anterior en varios meses al Álbum Blanco), y en el Penderecki de los 50 y los 60, y en Ligeti y en Coltrane, por supuesto. Esa forma de entender el arte que, en la actualidad, está aquí o allá, pero no en todas partes.

sábado, 7 de julio de 2012

Tango para una ciudad


Dos momentos: el solo de violín de Elvino Vardaro en "Melancólico Buenos Aires" (en Piazzolla Completo 1956-1957, Lantower); el solo de piano de Osvaldo Manzi en "Tango para una ciudad" (en Tango para una ciudad, 1963, Sony)

miércoles, 27 de junio de 2012

Los mejores. Hoy: Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach




Con un nombre incorrecto y una leyenda falsa a cuestas, las Variaciones Goldberg son una de las obras (y allí, en realidad, ya hay algo para discutir) que, para la tradición académica, ocupan el lugar de piedra fundante. Esos "Estudios para teclado consistentes en un aria con diferentes variaciones para el clave de dos manuales",  que tal vez nunca fueron pensados originalmente para que se tocaran y escucharan de una sola vez, nuclean muchos de los ideales con los que la música alemana –es decir la voz cantante de Europa en los siglos XVIII y XIX– contó su propia historia: abstracción, pureza, pensamiento y sonido en sí mismos. Uno de los datos reales con los que se cuenta acerca de la filiación y circunstancias de esta aria con variaciones es la aclaración de la edición original, de 1741: "Preparada para el placer y la alegría de los amantes de la música por Johann Sebastian Bach, compositor de la corte para el Rey de Polonia y Gobernador de Saechs, Capellmeister y Directore Chori Musici en Leipzig". Otro es el hecho de que las que luego serían conocidas como Variaciones Goldberg conformen la cuarta y última parte de sus Clavierübung (estudios para teclado). Nada se dice allí del Conde Hermann Carl von Keysserling ni, mucho menos, de un alumno de Bach llamado Johann Gottlieb Goldberg que, en ese entonces, tenía 14 años. La leyenda que, no obstante, muchos cuentan, existe y nació en alguna parte. "Señor Goldberg, toque una de mis variaciones", pedía el Conde a su joven clavecinista, refiriéndose a ese conjunto de aria con 32 variaciones basadas en un tema de 32 compases, por las cuales había entregado una paga más que insuficiente y cuyo fin primordial habría sido atemperar su insomnio. Quien así contó esta historia fue Johann Nicholas Forkel, quien en 1802 publicó su Über Johann Sebastian Bachs Leben, Kunst und Kunstwerke (Sobre Johann Sebastian Bach, su vida, su arte y su obra), a la sazón la primera biografía de Bach y, obviamente, el comienzo de un mito. Huelga decirlo, Forkel jamás conoció a Bach (nació en 1749, un año antes de la muerte del compositor) y su fuente más confiable fue Carl Philip Emanuel que, para peor, cuando el libro fue completado ya hacía 14 años que había muerto, a la para entonces elevada edad de 74 años. Lo cierto es que con o sin Goldberg y destinados o no a acompañar insomnios, estos estudios que giran alrededor del mismo bajo que Händel había usado en su Gran Chacone en Sol Mayor, de 1733, conforman uno de los conjuntos de piezas para teclado más extraordinarios y bellos que puedan imaginarse. Sobre, o alrededor de ellos, hay otro mito, el de Glenn Gould, un gran personaje literario que tocó el piano y convenció a muchos, en los años 50 y 60 del siglo pasado, de que era la encarnación más exacta de la idea de música pura. Grabó las variaciones dos veces, en 1955 –fue su primer disco y el ofrecimiento para grabarlo lo recibió al día siguiente de su debut como concertista– y en 1981, y con esos registros fijó una modalidad de interpretación (y ciertos tópicos como el contraste extremo entre el aria y la primera variación) que marcaron incluso a los músicos más importantes dentro de las corrientes filologistas que comenzaron a cristalizar en los finales de los 60. Desde mi punto de vista, nada más alejado que la estética de lo breve y cortante, que Gould elabora con esmero, de algo estructurado a partir de una pieza a la que su autor llamó "aria". Hay muchas versiones notables de estos estudios para teclado, y, en una lista rápida, aparecen Gustav Leonhardt, Trevor Pinnock y, por supuesto, aunque sólo sea como referencia, Glenn Gould. Yo me limitaré a tres. En piano, sin duda, Murray Perahia, ascético, preciso y, a la vez, inmensamente expresivo (en el sello Sony). Y en clave, la deslumbrante y virtuosa segunda lectura (2004) de Pierre Hantaï, para el sello Mirare (en 1993 había realizado una grabación, multipremiada, para Opus 111), y la revolucionaria, dulce, pausada y exacta de Richard Egarr, para Harmonia Mundi, donde cada una de las variaciones tiene en cuenta el aria original, con su vocalidad –y su velocidad– intacta, en un bellísimo instrumento construido por Joel Katzman, a partir de un original de Andreas Ruckers, con plectros de pluma de gaviota y afinado con un La de 409 Hz, según el temperamento deducido por Bradley Lehman de los dibujos ornamentales de la portada de El clave bien temperado (todos esos rulitos aparentemente inútiles), donde, según él, se muestran las relaciones entre un sonido y el siguiente de la escala.

miércoles, 20 de junio de 2012

La espera







Todo parece indicar que Ralph Towner tocará este año en la Argentina, invitado por el Festival de Jazz de Buenos Aires. Para quienes lo conocen, no es necesario abundar en lo buena que es la noticia. Para los que no, Towner fue integrante del Paul Winter Consort, antes estudiante de guitarra clásica y pianista de jazz en Viena y luego fundador de Oregon y compositor de muchos de sus temas más bellos. Oregon, incidentalmente, es uno de los grandes grupos de la música de tradición popular satélite al jazz, y ha sido admirado y subestimado por partes iguales y, en ambos casos, la mayoría de las veces por las causas equivocadas (ya escribiré acerca de ellos). Towner es la fuente confesada de Egberto Gismonti, y se destacan su manejo de la armonía y la naturalidad con la que se adentra en los acordes más complejos e imprevistos, además de un dominio del instrumento que le ha permitido tener un estilo característico y reconocible  en la guitarra de concierto –tal vez el único en el jazz. Entre varios de sus discos notables destaco algunos de Oregon (Distant Hills, Violin, In Performance y Roots in the Sky), y unos pocos de los muchos excelentes publicados por ECM: Matchbook, su genial dúo con Gary Burton, el fundante Trios, Solos (con Glenn Moore, Collin Walcott y Paul McCandless, sus compañeros de Oregon, pero nunca todos juntos), Sargasso Sea, en dúo con John Abercrombie, Batik, en trío con Eddie Gomez y Jack De Johnette, Oracle, con Gary Peacock, el reciente Chiaroscuro, con el trompetista Paolo Fresu, y dos álbumes ajenos donde participa de manera breve y definitiva, Der Wan, de Kenny Wheeler, y Sol do Meio Dia, de Gismonti.

sábado, 16 de junio de 2012

Salve Regina






Poco para decir. Nuevo disco de Regina Spektor, una de las artistas más interesantes, originales y poco descriptibles del momento. Rusa emigrada a Nueva York y con su formación compartida por el Conservatorio de Moscú y la Manhattan School of Music, Spektor, a los 32 años, hace canciones pop. O, mejor dicho, usa ese molde -esa gramática, diría alguno de nuestros semiólogos de cabecera- para componer pequeñas piezas maestras y siempre sorprendentes. Hace un tiempo, Marcelo Pisarro me decía que esperaba convertirme en fan. Yo, por lo pronto, comparto un enlace a "Laughing With", una de las canciones de su disco anterior, Far, interpretada en vivo en Londres. El nuevo álbum se llama What we Saw from the Cheap Seats (lo que vimos desde los asientos baratos) y, si hiciera falta un solo argumento para recomendarlo, me inclinaría por "Firewood".

domingo, 10 de junio de 2012

Los mejores. Hoy: Las bodas, de Igor Stravinsky



El proyecto comenzó, aparentemente, en 1913, el año del estreno de La consagración de la primavera, y con una orquesta bastante similar en mente. En 1917 Igor Stravinsky terminó su primera versión pero, a lo largo de los años y hasta su estreno de 1923, con dirección de Ernest Ansermet, la instrumentación de Las bodas fue cambiando radicalmente, hasta su versión definitiva: una orquesta de percusión que incluía cuatro pianos. En el medio, incluso, Stravinsky había pensado en utilizar pianolas sincronizadas pero descartó la idea por considerarla impracticable. Y existe una versión de 1919 para armonio, cymbalons -en realidad luthéals, el mismo instrumento para el que Ravel escribió el acompañamiento de Tzigane) y pianola, que estrenó Pierre Boulez en 1981. La versión histórica de Leonard Bernstein con Martha Argerich en uno de los cuatro pianos es, sin duda, una de las referencias inevitables, con la Misa como acople (el coro de niños es el Trinity Boys Choir). La versión es magistral, aunque algo cautelosa si se la compara con dos más recientes con las que, además, no puede competir en materia de sonido. Una es la de Musik Fabrik con el Coro de Cámara RIAS, publicada por Harmonia Mundi, con la Misa y la Cantata como acople. La otra, deslumbrante, de precisión paralizante y con un salvajismo descomunal es la dirigida por Valery Gergiev al frente de los equipos del Mariinsky (grabada en 2010 y publicada por el sello del teatro). No habrá ninguna igual, no habrá ninguna, que suene así y en la que los detalles de la percusión se escuchen con tamaño detalle. Por añadidura, la obra que completa el disco es Oedipus Rex, en una interpretación de gran altura, con Gérard Depardieu como relator y un gran Evgeny Nikitin como Creon.

viernes, 8 de junio de 2012

El pianista (casi) secreto







Nacido en 1944 en Brasil, amigo de Martha Argerich desde la infancia, Nelson Freire es, probablemente, el único gran pianista más extraño que ella. Especie de ermitaño genial, durante casi tres décadas prácticamente no grabó discos y su fama circulaba, como en los viejos tiempos, de boca en boca. En los últimos años, un contrato con Decca cambió en algo la situación y el resultado fueron algunas de las mejores versiones de Chopin y Liszt existentes y la magistral interpretación de los conciertos de Brahms junto a Riccardo Chailly, ya mencionada en otra entrada de este blog. El miércoles 13 y el jueves 14 de junio actuará en el Colón, para el ciclo del Mozarteum, con un programa excepcional –que repetirá ambas noches–: la Sonata No 11 de Mozart, la 14, "Claro de luna", de Beethoven, las Escenas infantiles de Schumann, el Preludio de la Bachiana Brasileira No 4 y el Choro No 5, de Heitor Villa-Lobos y una Barcarola, un Nocturno y un Scherzo de Chopin.

lunes, 28 de mayo de 2012

Los mejores. Hoy: "Willow Weep For Me"








Ann Ronell crearía junto a Walt Disney, en 1933, la famosa "Quién le teme al lobo feroz" de la película Los tres chanchitos. Y compondría canciones para la comedia musical Count Me, de 1942 y para varios films, entre ellos Love Happy, de los hermanos Marx (1949). Pero su primer éxito fue en 1932 y, según dicen algunos, lo compuso su amante, ofreciéndole los derechos como un regalo. El amante se llamaba George Gershwin, y la canción, grabada primero por el cantante y silbador Muzzy Marcellino y a los pocos meses por la orquesta de Paul Whiteman, con Irene Taylor como vocalista, era una de las más bellas de lo que después sería la historia del jazz, "Willow weep for me" (El sauce llora por mí), que se convertiría, además, en uno de los hits de 1964, cantada por Chad & Jeremy. Entre mis versiones preferidas, dos incluyen al pianista John Lewis, la del Modern Jazz Quartet en Fontessa, de 1956, y la que el pianista tocó solo en Evolution, de 1999. La palabra perfección es, tal vez, la más adecuada y define, en cada una de estas versiones, cosas diferentes. En la primera, la sofisticación, el ajuste milimétrico, un swing siempre presente pero jamás declamado, el detalle en el contrapunto, la riqueza de las partes de batería y contrabajo; en la segunda, registrada ya cerca de su muerte, la contemplación exquisita, el desprendimiento de todo lo accesorio, eso que si no fuera cursi llamaríamos poesía. También se repite en mis preferencias Milt Jackson, sumando a la del Modern Jazz Quartet la versión que grabó en 1951, junto a Thelonious Monk en piano, Sahib Shihab en saxo alto, Al McKibbon en contrabajo y Art Blakey en batería (incluida en varias recopilaciones, incluso una edición temprana de Wizard of the vibes de Milt Jackson pero más fácilmente conseguible en la última Edición Van Gelder de Genius of Modern Music Vol. 2 de Monk). Y otra repetición más, Stan Kenton con June Christy como cantante, en una grabación de 1946 incluida en la antología Artistry in Rhythm, del sello Avid, y en la edición Mosaic con las grabaciones 1943-1947, y el magnífico arreglo de Bill Mathieu, con un extraordinario solo de trombón de Archie LeCoque, que abre Standards in Silhouette, de 1959. Frank Sinatra en Sings for Only the Lonely, de 1958 y con fantásticos arreglos de Nelson Riddle, Dexter Gordon en Our Man in Paris, de 1963, con Bud Powell, Kenny Clarke y Pierre Michelot, Etta James con Cedar Walton, en Time after Time, Louis Armstrong en su nunca suficientemente alabada grabación con el trío de Oscar Peterson (Louis Armstrong Meets Oscar Peterson), y, lejos del último lugar en importancia, Billie Holiday en su registro de 1954, junto a Harry Edison, Willie Smith. Bobby Tucker, Barney Kessel, Red Callender y Chico Hamilton, incluida en Lady Sings The Blues completan una primera, nunca única, lista de mejores versiones (quedan en el tintero, con conocimiento de causa y no pocas dudas, las de Art Tatum en piano solo, la de Wes Montgomery, la de George Benson y, que me perdonen, las de Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan). No deberían ser omitidas, en cambio, las de Helen Merrill y Sheila Jordan.