miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los extraviados










Hacía poco que el Tte. Gral. Juan Carlos Ongania había asumido el gobierno dictatorial en la Argentina. La entonces tradicional función de gala del 9 de julio, en el Teatro Colón, lo sorprendió con el ballet La consagración de la primavera, de Oscar Aráiz sobre música de Igor Stravinsky. Poco después confesó, públicamente, que él y su familia habían debido confesarse, privadamente, debido a la inmoralidad de la obra. Es decir, aunque no lo dijera, por causa de las fantasías que les habían despertado, a él y su familia, los cuerpos en mallas color carne vistos sobre el escenario. 
 Cuarenta y seis años después, el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, se pronunció contra una puesta de ópera presentada hace un poco más de un mes en el Teatro Argentino de esa ciudad. La obra era Pepita Jiménez, de Isaac Albéniz, y la régie pertenecía al notable director teatral Calixto Bieito. En ella aparecía, en un momento, la virgen, abriendo su manto para quedar desnuda frente al público. “Un atentado” contra la madre de Jesús y “una ofensa contra la religión católica”, opinó el jerarca de la iglesia católica platense, según el portal del diario Clarín. “Entre otras felonías, se exhibió durante casi veinte minutos a una mujer desnuda que representaba a la Virgen María”, amplió, atribuyendo el “hecho abusivo, no autorizado por la novela de Juan Valera, ni por la versión musical de Albéniz”, tan sólo “al resentimiento anticatólico del director de escena.” Escapó al dirigente eclesiástico un hecho no menor. La desnudez de la virgen –que duraba unos pocos minutos– guardaba, en la puesta, una estrecha relación con el conflicto entre erotismo y entrega religiosa que desgarra al protagonista, un seminarista enamorado de la Pepita Jiménez que el título anuncia.
No es mi intención discutir la posición del arzobispo ni, tampoco, abundar en algunas de sus consideraciones más curiosas, acerca de cómo una ofensa al judaísmo no despertaría la misma complacencia y de cómo en ese caso “habría actuado de oficio la sucursal bonaerense del INADI”, no por falta de interés sino porque excede los discretos límites de este comentario. Me interesa, en cambio, relacionarlo con la reciente polémica sobre La Traviata, de Giuseppe Verdi, estrenada el pasado 4 de diciembre en el Teatro de La Monnaie, en Bruselas con puesta de Andrea Breth, una de las directoras más interesantes del momento. Ella fue, por ejemplo, la responsable del extraordinario Eugene Onegin de Tchaikovsky con dirección musical de Daniel Barenboim que se presentó en Salzburgo en 2008 (existe versión comercial en DVD), y, con el mismo conductor, del Wozzeck del año pasado y la Lulu de 2012 –ambas óperas de Alban Berg– en la Opera Estatal de Berlín. Y en esta Traviata incurre en uno de los pecados que más ofenden a esos otros religiosos, los operómanos: la prostituta lo parece.
Es llamativo, en todo caso, cómo las discusiones que desaparecieron en el cine, el teatro y la literatura, se han refugiado en el campo de la ópera. El único territorio, podría decirse, en que los partidarios de la censura son sus propios fans. Ningún cinéfilo defendería los cortes de las escenas eróticas en un film que se refiriera a la prostitución. Y a nadie se le ocurriría, a esta altura del partido, condenar La romana, de Alberto Moravia. Y, ni siquiera, ese paroxismo de la inmoralidad yuppie titulado American Psycho, de Bret Easton Ellis. Tampoco serian imaginables críticos de cine o de literatura indignados por lo revulsivo de algunas escenas de ciertas obras. Todo eso, y mucho más, es todavía corriente, sin embargo, en el encantador mundo de la ópera. Sólo allí, todavía, puede alguien montar en cólera por un desnudo. En su página de Internet dedicada al estreno de la obra de Verdi, La Monnaie ofrece un enlace titulado La Traviata y la libertad de expresión. Allí, Romeo Castelucci, la propia Andrea Breth, Guy Joosten, Olivier Py y Krzysztof Warlikowski opinan sobre la cuestión. Este genial artista polaco es, posiblemente, el que logra, en un texto titulado “Obcecación e ignorancia”, una síntesis más exacta –o más parecida a lo que yo pienso: “La calle no ofende, la calle no choca, la calle no provoca el debate. No. Sólo lo que sucede en el escenario los exaspera. Es increíble. Lo que es concebido, fabricado, creado en un teatro causa escándalo; no la realidad. A los ojos de algunas personas, el atentado a la convención es más escandaloso que la pobreza, la desesperación y la violencia que nos rodea.”

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