Hacía poco que el Tte. Gral. Juan Carlos Ongania había
asumido el gobierno dictatorial en la Argentina. La entonces tradicional
función de gala del 9 de julio, en el Teatro Colón, lo sorprendió con el ballet
La consagración de la primavera, de Oscar
Aráiz sobre música de Igor Stravinsky. Poco después confesó, públicamente, que
él y su familia habían debido confesarse, privadamente, debido a la inmoralidad
de la obra. Es decir, aunque no lo dijera, por causa de las fantasías que les
habían despertado, a él y su familia, los cuerpos en mallas color carne vistos
sobre el escenario.
Cuarenta y seis años después, el arzobispo de La Plata,
Héctor Aguer, se pronunció contra una puesta de ópera presentada hace un poco
más de un mes en el Teatro Argentino de esa ciudad. La obra era Pepita
Jiménez, de Isaac Albéniz, y la régie
pertenecía al notable director teatral Calixto Bieito. En ella aparecía, en un
momento, la virgen, abriendo su manto para quedar desnuda frente al público.
“Un atentado” contra la madre de Jesús y “una ofensa contra la religión
católica”, opinó el jerarca de la iglesia católica platense, según el portal
del diario Clarín. “Entre otras
felonías, se exhibió durante casi veinte minutos a una mujer desnuda que
representaba a la Virgen María”, amplió, atribuyendo el “hecho abusivo, no autorizado
por la novela de Juan Valera, ni por la versión musical de Albéniz”, tan sólo
“al resentimiento anticatólico del director de escena.” Escapó al dirigente
eclesiástico un hecho no menor. La desnudez de la virgen –que duraba unos pocos
minutos– guardaba, en la puesta, una estrecha relación con el conflicto entre
erotismo y entrega religiosa que desgarra al protagonista, un seminarista
enamorado de la Pepita Jiménez que el título anuncia.
No es mi intención discutir la posición del arzobispo ni,
tampoco, abundar en algunas de sus consideraciones más curiosas, acerca de cómo
una ofensa al judaísmo no despertaría la misma complacencia y de cómo en ese
caso “habría actuado de oficio la sucursal bonaerense del INADI”, no por falta
de interés sino porque excede los discretos límites de este comentario. Me
interesa, en cambio, relacionarlo con la reciente polémica sobre La Traviata, de Giuseppe Verdi, estrenada el pasado 4 de
diciembre en el Teatro de La Monnaie, en Bruselas con puesta de Andrea Breth, una
de las directoras más interesantes del momento. Ella fue, por ejemplo, la
responsable del extraordinario Eugene Onegin de Tchaikovsky con dirección musical de Daniel
Barenboim que se presentó en Salzburgo en 2008 (existe versión comercial en
DVD), y, con el mismo conductor, del Wozzeck del año pasado y la Lulu de 2012 –ambas óperas de Alban Berg– en la Opera
Estatal de Berlín. Y en esta Traviata incurre en uno de los pecados que más ofenden a esos otros religiosos,
los operómanos: la prostituta lo parece.
Es llamativo, en todo caso, cómo las discusiones que
desaparecieron en el cine, el teatro y la literatura, se han refugiado en el
campo de la ópera. El único territorio, podría decirse, en que los partidarios de la
censura son sus propios fans. Ningún cinéfilo defendería los cortes de las
escenas eróticas en un film que se refiriera a la prostitución. Y a nadie se le
ocurriría, a esta altura del partido, condenar La romana, de Alberto Moravia. Y, ni siquiera, ese paroxismo
de la inmoralidad yuppie titulado American Psycho, de Bret Easton Ellis. Tampoco serian imaginables
críticos de cine o de literatura indignados por lo revulsivo de algunas escenas
de ciertas obras. Todo eso, y mucho más, es todavía corriente, sin embargo, en
el encantador mundo de la ópera. Sólo allí, todavía, puede alguien montar en cólera por un desnudo. En su página de Internet dedicada al
estreno de la obra de Verdi, La Monnaie ofrece un enlace titulado La Traviata y la libertad de expresión. Allí, Romeo Castelucci, la propia Andrea Breth, Guy Joosten, Olivier
Py y Krzysztof Warlikowski opinan sobre la cuestión. Este genial artista polaco
es, posiblemente, el que logra, en un texto titulado “Obcecación e ignorancia”,
una síntesis más exacta –o más parecida a lo que yo pienso: “La calle no ofende, la calle no choca, la calle no
provoca el debate. No. Sólo lo que sucede en el escenario los exaspera. Es
increíble. Lo que es concebido, fabricado, creado en un teatro causa escándalo;
no la realidad. A los ojos de algunas personas, el atentado a la convención es
más escandaloso que la pobreza, la desesperación y la violencia que nos rodea.”
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