domingo, 28 de octubre de 2012

Los desconsolados







Kashuo Ishiguro plantea, en The unconsoled –tal vez más "los desconsolados" que "los inconsolables" de la traducción castellana de Anagrama– algo que él define como "comedia surrealista". Se trata más bien de una pesadilla (sólo a Ishiguro se le puede ocurrir llamarla comedia) en la que, entre otras cosas, nadie se comunica con nadie. He visto algunos programas en televisión, y, por razones laborales, he seguido el devenir anunciado de la Tetralogía compacta en el Colón, la partida de Katharina Wagner como su directora de escena y el reemplazo por Valentina Carrasco. Como en la novela de Ishiguro, se superponen monólogos pero no existe el menor asomo de diálogo ni discusión. Todos (incluso quienes escuchan) tienen un libreto fijado de antemano, del que absolutamente nada podrá moverlos, en tanto nada que provenga de otra parte que sus propias cabezas será siquiera escuchado con atención. ¿Cómo puede ser que alguien diga en un reportaje una cosa, y unos días después, ante el mismo entrevistador, la contraria, sin que tiemble su pulso y, para peor, sin que el periodista le recuerde que antes había dicho, con la mayor de las firmezas, algo totalmente distinto, y le pregunte, entonces, el por qué? Aquellos a quienes seducen las explicaciones conspirativas aseguran que se trata de la protección con que La Nación y Clarín ungen al jefe de gobierno porteño y las acciones de sus funcionarios. Si bien es cierto que allí donde podría presumirse un escándalo que jamás llega a suceder y ante mamarrachos y descalabros que, de producirse en el marco de otras gestiones de gobierno, seguramente tendrían énfasis muy distintos, tiendo a pensar que la propia estupidez de quienes entrevistan y transmiten las noticias tiene un peso considerable.

domingo, 21 de octubre de 2012

La cabalgata de la walquiria








Los anillos sellan compromisos. No en este caso. La bisnieta de Richard Wagner, Katharina, actual directora del Festival de Bayreuth y puestista de la adaptación de la Tetralogía que el Colón estrenaría el próximo 27 de noviembre (y por la que ya cobró la tercera parte de su contrato por más de un millón de pesos), renunció sin haber ensayado, se volvió a Alemania para hacer un festival patrocinado por la firma Audi y echó la culpa al Colón, aduciendo condiciones de trabajo indeseables. El periódico Página/12 dio a conocer la partida de la directora en una nota publicada el viernes 19 y al día siguiente, en sendas entrevistas a Clarín y La Nación, el director del Colón, Pedro Pablo García Caffi, aseguró no tener noticias de que la Wagner se hubiera ido, o de que no volvería. Dijo, también, no tener un Plan B en tanto no daba al A como fracasado. Y aseguró que la reducción de cuatro funciones, previstas inicialmente, no se debía a la venta de entradas insuficiente sino al pedido del Gobierno de la Ciudad en el sentido de que se recortaran gastos. En cada uno de estos puntos contestaba, sin nombrarlo, al artículo de Página/12 –cuyos intentos por contactarlo chocaron con la falta de respuesta de la oficina de prensa del teatro–. Resulta extraño que el director de un teatro no sepa que se suspendieron los ensayos de una obra próxima a estrenarse, por ausencia de su directora de escena, o que, de saberlo, no confiera gravedad a este hecho y se quede, sencillamente, esperando que vuelva. Resulta contradictorio, en todo caso, con los memos en inglés recibidos por los solistas contratados, donde se les informaba que la nueva directora de escena sería Valentina Carrasco, tal como adelantó Página/12. Y tampoco se sostiene el argumento de la reducción de costos, en tanto la suspensión de funciones implica un ahorro sólo si no hay entradas vendidas. Pero, eventualmente, y más allá de las versiones que, más tarde o más temprano los hechos confirmarán o desmentirán, conviene hacer un poco de historia para comprender mejor las dimensiones del entuerto.
Wagner compuso una saga de cuatro óperas, cuyo nombre general es El anillo del nibelungo. La integran un prólogo (El oro del Rhin) y tres jornadas (La walquiria, Siegfried y La caída de los dioses). Suele representársela en cuatro días separados, a veces consecutivos, cuando las condiciones de producción lo permiten (por ejemplo en el Festival de Bayreuth) y en ocasiones en distintas temporadas. El Teatro Argentino de La Plata, por ejemplo, pensó representarla a lo largo de dos años, abriendo y cerrando sus temporadas de 2012 y 2013 con cada una de sus partes. Comenzó según los planes, abriendo su programación de este año con El oro del Rhin,  pero la situación financiera de la Provincia de Buenos Aires obligó a cambiarlos. Aunque todavía no hubo un anuncio oficial, la página web del teatro muestra la palabra "cancelada" junto a La walquiria y ésta subiría a escena el año próximo. El Teatro Colón, con una importante tradición wagneriana a cuestas, decidió, en cambio, apostar a una novedad.
Se ignora de quién fue la idea. Lo cierto es que en ella hubo, inicialmente, varios implicados: García Caffi, Cecilia Scalisi, una ex diplomática consorte devenida periodista, que aparece como coordinadora general del proyecto, y Katharina Wagner. Y, también, el pianista Cord Garben, que fue quien realizó una versión reducida de la Tetralogía, de manera que pudiera representarse en un solo día. La reducción, bautizada Colón-Ring, se presentó con bombos y platillos en una conferencia de prensa por cuya organización Cecilia Scalisi cobró, en 2011, 21.000 pesos. También sumó contratos por preproducción artística y otros rubros, redondeando una cifra cercana a los 100.000 pesos, lo que no le impidió hacer el papel de periodista neutral y publicar en la Revista La Nación una entrevista exegética a Katharina Wagner (que puede leerse aquí). En aquella conferencia, Garben, en una explicación bastante desafortunada, aseguró: "La obra de Wagner tiene dos pilares, la acción y la filosofía. Nosotros sacamos la filosofía". La duración, las repeticiones, el devenir, como un río, no es, en El anillo del nibelungo, una consecuencia de la incapacidad como libretista del compositor sino parte esencial de su estética. No se trata, como en óperas de Donizetti, Bellini o Rossini, de argumentos intercambiables y de obras casi modulares donde podían sacarse, agregarse o cambiarse piezas sin que nadie -mucho menos los autores– se consideraran traicionados. Wagner, precisamente, pensaba la ópera como otra cosa y, explícitamente, su concepción se oponía a esa clase de espectáculo. Cortar obras nunca es defendible, desde el punto de vista artístico, aunque puede llegar a ser necesario, debido a condiciones particulares. Es decir, a nadie le parecería mal que una compañía ambulante, con una orquesta incompleta y los papeles repartidos entre tres cantantes otoñales, llevara una adaptación de la Tetralogía, o de cualquier otra cosa, a un frente de batalla, un hospital de campaña o un cotolengo enclavado en la selva amazónica. Pero, demás está decirlo, no es el caso. No hay mingún motivo por el cual esta adaptación sería necesaria para un teatro como el Colón, con entradas, además, que llegan a un precio de 3000 pesos para las plateas. No se trata de llevar la obra de Wagner (o un anticipo o resumen de la  misma) a públicos nuevos ni desfavorecidos. Podrá decirse que un proyecto como éste no puede criticarse antes de ser visto y oído, pero es un argumento falaz en tanto lo que se critica no es la posible belleza del resultado sino la ilegitimidad del intento. Agravada, además, por el hecho de que el Colón es un teatro oficial. Es posible que los cuadros de El Greco quedaran más lindos con unas pinceladas rojas aquí y allá, pero hacerlo sería ilegítimo. Y mucho más si el gestor de tal barbarie fuera el Museo del Prado. Se esgrimió como argumento de legitimación, también, el parentesco de la puestista con el compositor, como si el apellido (o la sangre, esa antigüedad tan desprestigiada por miles de parricidios y filicidios a lo largo de la historia) significara algo. Basta imaginarse un bismieto drogón de Modigliani opinando que los cuellos de sus retratos son demasiado largos, como para relevarme de cualquier explicación mayor. Hasta aquí las cuestiones estéticas, que prueban que esta adaptación no era ni necesaria, ni deseable, ni legítima. Vayamos entonces a las otras. Podría tratarse, por ejemplo, de un gran negocio. Y tal vez una comedia musical de unas dos horas de duración, que tomara el argumento central de La tetralogía y sus temas musicales más destacados, lo sería. Traicionaría a Wagner, es cierto, pero ofrecería algo a cambio. La adaptación propuesta dura, en cambio, siete horas. Mucho para los que detestan a Wagner –o para los que aún no lo han descubierto– y muy poco para los que lo aman. La magra venta de entradas, los altísimos costos, solventados con fondos públicos, y las fracasadas gestiones para interesar a otros teatros en el montaje de esta producción, la convierten entonces, también, en un pésimo negocio. Sencillamente, un error.

sábado, 13 de octubre de 2012

América









Una bellísima canción de Simon & Garfunkel –aquí en el Central Park, en (Norte) América–; un delirio (involuntario, tal vez) en L'Atlàntida, la ópera inconclusa que Manuel de Falla escribió en Córdoba, (Sud) Ameérica –aquí un fragmento, en la inquietante puesta de La Fura dels Baus–; el paisaje de Astor Piazzolla, Heitor Villa-Lobos, Aaron Copland, Silvestre Revueltas, Bola de Nieve, Eduardo Falú, George Gershwin, Lucio Demare, Violeta Parra y Leonard Bernstein; el tema de una entrada del siempre recomendable (y recomendado) blog de Marcelo Pisarro, cuyo enlace es éste pero de la que, además, transcribo el luminoso comienzo:
"Fue hace veinte años cuando la leyenda rosa dio paso a la leyenda negra. También, cuando empezó a hablarse en público sobre una “leyenda rosa” y una “leyenda negra” en torno al Descubrimiento de América. Las críticas a la colonización europea del continente americano desde una perspectiva indigenista no eran de nuevo cuño; lo que sucedió fue que durante las celebraciones por el V Centenario tomaron el espacio público y se convirtieron en sentido común, moralina, corrección política, canciones tontas en la radio y malos análisis históricos en las contratapas de los periódicos humanistas. De pronto tenías a gente preguntándote con cara de hacer preguntas incisivas que por qué escribías “Descubrimiento de América” con mayúscula inicial. Y si a eso vamos, que por qué escribías “descubrimiento”. Ya sabés: análisis crítico leongieconizado para desdentados culturales.
Es un debate ajado y poco puede agregarse. Las premisas están mal, las conclusiones están mal, el estilo intelectual está mal. Sólo resta esperar que las personas que repiten comentarios triviales dejen de repetir comentarios triviales. A veces es mejor no decir nada y ya. Es posible –incluso es democrático y bueno para el corazón– no tener una opinión absolutamente formada sobre todo. Uno puede abstenerse de hacer comentarios baladíes. Seamos más amables con nuestras ignorancias..."

lunes, 8 de octubre de 2012

Modos (modas) de escucha

Stéphane Denève grabó, para el sello Chandos, una versión extraordinaria de la obra orquestal de Debussy.

"Soy snob", cantaba Boris Vian. Y yo también, digo, aunque sin cantar. El snobismo es lo que permite a las personas dejar de comer milanesas con papas fritas todos los días. Después se verá, pero, en principio, debe haber ese pequeño reconocimiento de que el propio gusto puede estar equivocado (o puede refinarse). El snobismo es un gesto de humildad. Lo desconocido, en una primera instancia, no gusta. Pero alguien a quien se le reconoce un saber superior (incluso una moda) dice que eso vale la pena y allí estamos los snobs creyéndole y actuando en consecuencia. Es cierto que no es lo mismo la opinión de un amigo o un teórico o un ensayista al que le reconocemos una formación y una práctica calificatoria, que la tapa de la revista Para Tí. Pero el principio por el cual una señora tira (o guarda, o recorta, o alarga) sus faldas del año pasado y por el que yo empecé a escuchar a Coltrane (mi padre me dijo que si me había gustado el Gato Barbieri, debía escucharlo) y Stravinsky (mi tío me habló de él), no son muy diferentes. Por supuesto, yo decía que Coltrane y Stravinsky me gustaban mucho antes de que eso efectivamente sucediera. Era un snob.
Y, pensando en dos experiencias de escucha más o menos recientes, lo sigo siendo, aunque de una manera levemente distinta (y no sé si no peor). Ignoro cómo se desarrollan y cristalizan las modas de escucha pero, aun sin darme cuenta, participo de sus efectos. Sin duda, estas modas tienen que ver con las de interpretación. La extensión de las prácticas históricamente informadas (es decir informadas no sólo acerca del Romanticismo) convirtió en corriente lo que a fines de los sesenta era excepcional. Ya nadie toca un trino barroco comenzando en la nota real, ni existe pianista que, al tocar Bach, no incorpore a su fraseo la noción de inegalité. Y, obviamente, si se escuchan los Conciertos Brandeburgueses dirigidos por Von Karajan (la manera normal en que se escuchaba esta música a comienzos de los sesenta) hoy sobreviene la extrañeza más profunda. Lo cierto es que dos de mis ídolos de la adolescencia acaban de caer (y con ellos todo un paradigma interpretativo).
Por un lado, a partir de la interpretación de Arkadi Volodos de la Sonata en Si Menor de Franz Liszt, en el Teatro Colón, se me ocurrió volver a escuchar distintas versiones. El Parnaso (en mi recuerdo) estaba ocupado, con comodidad, por Martha Argerich y Maurizio Pollini. La primera de estas interpretaciones, al reescucharla, me pareció deslumbrante, eléctrica, apabullante. Pero sin aire, sin respiración; casi atolondrada. La de Pollini prácticamente me produjo rechazo: me sonó a un ejercicio de laboratorio. Redescubrí entonces a Claudio Arrau y a Sviatoslav Richter (magistrales ambos) y a la que, creo, ahora reina: la de Kristian Zimmerman (en un bellísimo disco de 1991 que incluye también Nuages gris, La notte, La lugubre gondola II y Funérailles). Las opiniones pueden diferir, desde ya, pero de lo que hablo no es de la manera de hacer un cuadro de honor definitivo sino de cómo ciertos principios de valor cambiaron en la (o en mi) escucha. Algo similar me pasó al escuchar la formidable versión de la obra orquestal de Debussy dirigida por Stéphane Denève al frente de la Royal Scottish National Orchestra. Una versión que devuelve a esta música la flexibilidad rítmica y una infinita riqueza de matices además del color más voluptuoso. Una versión más cercana a Charles Munch, en todo caso, que a Pierre Boulez. Volví entonces al otrora admirado Debussy de Boulez. Un pollo de Avicar hervido, probado a continuación de un curry rojo tailandés, no habría parecido más desabrido.
Descubro, en todo caso, un cierto malentendido. El racionalismo que en la interpretación de la música antigua restituyó mucho de lo que este repertorio había perdido con las interpretaciones románticas, actuó en sentido contrario en la interpretación de lo producido en los finales del siglo XIX y comienzos del XX. Y es que, si en el barroco y el primer clasicismo se trató de dejar de leerlos como anticipaciones (incompletas y decepcionantes, desde ya) del futuro (Beethoven, visto desde Carl Philip Emanuel Bach, resultaba mucho más interesante que leído desde Wagner), en el Romanticismo pasó lo contrario. Había que encontrar a Schönberg y Anton Webern en todas partes. El efecto fue paradójico. Las remarcaciones de lo anticipatorio, en Debussy, acabaron oscureciendo su asombrosa modernidad, en tanto escamoteaban el contraste con su época. El Liszt chopiniano de Zimerman y el Debussy romántico de Denève, en cambio, ponen de relieve precisamente aquello en que Liszt se diferencia de Chopin y Debussy del Romanticismo. O, tal vez, sea una cuestión de modas.

domingo, 7 de octubre de 2012

Restauración






Conversación telefónica con Steve Reich, que estará a fin de mes en Buenos Aires participando del ciclo de conciertos de música contemporánea del San Martín. "Lo que hicimos nosotros no fue una revolución. Fue una RESTAURACIÓN", dijo, entre muchas otras cosas, haciendo evidentes las mayúsculas en su tono de voz. "La música había perdido todo aquello por lo que yo me había acercado a ella. Yo quise ser músico porque me enamoré de Stravinsky, Bach y Coltrane. Y nada de lo que había escuchado allí (el poder de las melodías, de los acordes, de los ritmos) estaba en lo que parecía obligatorio hacer. Cuando estudiaba con (Luciano) Berio, componía música serial y me había prometido a mí mismo no hacer nada con las series, no retrogradarlas, no invertirlas, nada; simplemente repetirlas una y otra vez a ver si allí encontraba un sentido, una direccionalidad, una música. Un día, Berio me dijo: 'Si querés hacer música tonal, no pierdas tiempo. Hacé música tonal'. Ese fue mi permiso."