lunes, 8 de octubre de 2012

Modos (modas) de escucha

Stéphane Denève grabó, para el sello Chandos, una versión extraordinaria de la obra orquestal de Debussy.

"Soy snob", cantaba Boris Vian. Y yo también, digo, aunque sin cantar. El snobismo es lo que permite a las personas dejar de comer milanesas con papas fritas todos los días. Después se verá, pero, en principio, debe haber ese pequeño reconocimiento de que el propio gusto puede estar equivocado (o puede refinarse). El snobismo es un gesto de humildad. Lo desconocido, en una primera instancia, no gusta. Pero alguien a quien se le reconoce un saber superior (incluso una moda) dice que eso vale la pena y allí estamos los snobs creyéndole y actuando en consecuencia. Es cierto que no es lo mismo la opinión de un amigo o un teórico o un ensayista al que le reconocemos una formación y una práctica calificatoria, que la tapa de la revista Para Tí. Pero el principio por el cual una señora tira (o guarda, o recorta, o alarga) sus faldas del año pasado y por el que yo empecé a escuchar a Coltrane (mi padre me dijo que si me había gustado el Gato Barbieri, debía escucharlo) y Stravinsky (mi tío me habló de él), no son muy diferentes. Por supuesto, yo decía que Coltrane y Stravinsky me gustaban mucho antes de que eso efectivamente sucediera. Era un snob.
Y, pensando en dos experiencias de escucha más o menos recientes, lo sigo siendo, aunque de una manera levemente distinta (y no sé si no peor). Ignoro cómo se desarrollan y cristalizan las modas de escucha pero, aun sin darme cuenta, participo de sus efectos. Sin duda, estas modas tienen que ver con las de interpretación. La extensión de las prácticas históricamente informadas (es decir informadas no sólo acerca del Romanticismo) convirtió en corriente lo que a fines de los sesenta era excepcional. Ya nadie toca un trino barroco comenzando en la nota real, ni existe pianista que, al tocar Bach, no incorpore a su fraseo la noción de inegalité. Y, obviamente, si se escuchan los Conciertos Brandeburgueses dirigidos por Von Karajan (la manera normal en que se escuchaba esta música a comienzos de los sesenta) hoy sobreviene la extrañeza más profunda. Lo cierto es que dos de mis ídolos de la adolescencia acaban de caer (y con ellos todo un paradigma interpretativo).
Por un lado, a partir de la interpretación de Arkadi Volodos de la Sonata en Si Menor de Franz Liszt, en el Teatro Colón, se me ocurrió volver a escuchar distintas versiones. El Parnaso (en mi recuerdo) estaba ocupado, con comodidad, por Martha Argerich y Maurizio Pollini. La primera de estas interpretaciones, al reescucharla, me pareció deslumbrante, eléctrica, apabullante. Pero sin aire, sin respiración; casi atolondrada. La de Pollini prácticamente me produjo rechazo: me sonó a un ejercicio de laboratorio. Redescubrí entonces a Claudio Arrau y a Sviatoslav Richter (magistrales ambos) y a la que, creo, ahora reina: la de Kristian Zimmerman (en un bellísimo disco de 1991 que incluye también Nuages gris, La notte, La lugubre gondola II y Funérailles). Las opiniones pueden diferir, desde ya, pero de lo que hablo no es de la manera de hacer un cuadro de honor definitivo sino de cómo ciertos principios de valor cambiaron en la (o en mi) escucha. Algo similar me pasó al escuchar la formidable versión de la obra orquestal de Debussy dirigida por Stéphane Denève al frente de la Royal Scottish National Orchestra. Una versión que devuelve a esta música la flexibilidad rítmica y una infinita riqueza de matices además del color más voluptuoso. Una versión más cercana a Charles Munch, en todo caso, que a Pierre Boulez. Volví entonces al otrora admirado Debussy de Boulez. Un pollo de Avicar hervido, probado a continuación de un curry rojo tailandés, no habría parecido más desabrido.
Descubro, en todo caso, un cierto malentendido. El racionalismo que en la interpretación de la música antigua restituyó mucho de lo que este repertorio había perdido con las interpretaciones románticas, actuó en sentido contrario en la interpretación de lo producido en los finales del siglo XIX y comienzos del XX. Y es que, si en el barroco y el primer clasicismo se trató de dejar de leerlos como anticipaciones (incompletas y decepcionantes, desde ya) del futuro (Beethoven, visto desde Carl Philip Emanuel Bach, resultaba mucho más interesante que leído desde Wagner), en el Romanticismo pasó lo contrario. Había que encontrar a Schönberg y Anton Webern en todas partes. El efecto fue paradójico. Las remarcaciones de lo anticipatorio, en Debussy, acabaron oscureciendo su asombrosa modernidad, en tanto escamoteaban el contraste con su época. El Liszt chopiniano de Zimerman y el Debussy romántico de Denève, en cambio, ponen de relieve precisamente aquello en que Liszt se diferencia de Chopin y Debussy del Romanticismo. O, tal vez, sea una cuestión de modas.

1 comentario:

  1. andaba con ganas de pollo hervido, y me puse a escuchar dos versiones de los "Nocturnos" de Debussy grabadas por Boulez con veinte años de diferencia (en los '70 y en los '90). A falta de mejores palabras, la de los '70 es bastante más "sucia" que la de los '90: son distintas en el sentido de que la más reciente es la concreción más acabada de esa lectura "distante" propia de Boulez. En ese sentido, me gusta más la de los '90, porque es la que mejor logra lo que se propone. Aunque, desde ya, ahora mi esnobismo me dicta que, después de haber leído esta entrada en el blog, tengo que conseguir el curry tailandés que propone Denève. A propósito, en este feriado de octubre funciona muy bien una cita del "Book of snobs" de Thackeray: "Primero se hizo el mundo; luego, como su consecuencia, los snobs. Existieron durante años y años, y no eran más conocidos que América". Aunque nunca falten los snobs que recuerdan que los vikingos llegaron antes que Colón.

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