lunes, 25 de julio de 2011

El margen del margen




Grazyna Bacewicz







Pasé unos días en Montevideo. Allí  vi el estreno de Eugene Onegin, en la versión que ya se había presentado en el Argentino de La Plata y que este teatro coprodujo con dos teatros de Polonia, la Opera de Bilbao y el SODRE. Y, también, ademas de pasear y tomar cerveza Patricia, conversé brevemente con el director musical de la puesta, Lukasz Borowicz, actual conductor principal de la Orquesta de la Radio de Varsovia y nueva estrella emergente de lo que bien podría considerarse el margen del margen: las ediciones clásicas de sellos como CPO, Chandos y Naxos que buscan recorrer los terrenos aún no cultivados de un huerto que otros se apresuran en abandonar. Su discografía incluye, entre otras cosas,  la integral de la obra sinfónica de Andrzej Panufnik para CPO, el Concierto para piano No. 4 de Franz Xaver Scharwenka para Naxos y los conciertos para violín y orquesta de Grazyna Bacewicz para Chandos, junto a la violinista Joanna Kurkowicz. Y, precisamente, esta compositora, prácticamente ignorada en todo el mundo menos en Polonia, está convirtiéndose en uno de los nuevos fenómenos del menguado mercado clásico. El propio Borowicz estrenó su ópera breve Las aventuras del Rey Arturo y el genial pianista Krystian Zimerman acaba de dedicarle un disco en donde interpreta su Sonata No. 2 para piano y, junto a Kaja Danczowska, Agata Szymczewska, Ryszard Groblewski y Rafael Kwiatkowski, los Quintetos para cuerdas y piano Nos. 1 y 2. Nacida en 1909 y muerta en 1969, primera violinista de la Orquesta de la Radio de Varsovia y discípula de Nadia Boulanger, su música, extraordinariamente solvente en lo técnico aunque lejos de lo que fue la famosa vanguardia polaca de los sesenta (toda una marca en sí misma, que incluía a Penderecki, Lutoslawski, Serocki y Gorecki) circula alrededor de una estética que remite a Bartók y Szymanowski pero con un llamativo lirismo y características sumamente originales en el uso de materiales populares.

miércoles, 20 de julio de 2011

La gran esperanza blanca



Chris Connor








La aparición de Diana Krall llevó a los menguantes sellos de jazz a buscar su propia cantante blanca capaz de revitalizar las ventas. No entiendo por qué, en todo caso, teniendo en sus catálogos a Abbey Lincoln, Shirley Horn, Nina Simone o Dinah Shore, por solo nombrar unas pocas y, claramente, salteando a las más obvias Fitzgerald, Holiday, Vaughan y McRae, se dedicaron a insuflar artificiales respiraciones a señoritas como Melody Gardot o Madeleine Peyroux o a forzar a Norah Jones –una notable artista pop, en todo caso– a hacerse pasar como cantante de jazz. Todas ellas son talentosas, en algún sentido, y su escucha puede deparar momentos gratos. No se trata de eso, en todo caso, sino del consiguiente abandono que los sellos hacen de un catálogo extraordinario. Es cierto, las cantantes que nombré son negras. Pero si lo que quieren son blancas, hay cuatro que no deberían olvidarse jamás: Chris Connor, Jo Stafford, June Christy y Connee Boswell (y por qué no, como quinta, Doris Day, que como cantante era extraordinaria). Si ya las escucharon, vuelvan a hacerlo toda vez que puedan. Y si no las conocen, les envidio el placer del descubrimiento.

jueves, 14 de julio de 2011

Hemos perdido







 Nadie piensa de sí mismo que es malo. No hay persona que no considere buenos sus argumentos y suficientes sus justificaciones. Y debe haber pocas cosas más peligrosas que un ser humano con algo de poder (un arma, por ejemplo) y capaz de considerar sus convicciones superiores a lo humano. "Ad majorem dei gloriam" debe ser una de las fórmulas más letales concebidas hasta el momento por la propia humanidad (y en contra de sí misma). Nada de esto es privativo de los argentinos y, ni siquiera, de los porteños. Otras cosas sí. Por ejemplo, los habitantes de este territorio realizaron en alguna época trece paros nacionales reclamando que no se pagara la deuda externa. Podrá decirse que quienes decidían tales desmesuras eran aviesos sindicalistas aliados con un perverso partido político poco acostumbrado a ser opositor y capaces de cualquier cosa con tal de desestabilizar a los gobernantes (con bastante ánimo destituyente, diría). Pero quienes paraban –o muchos de ellos, para ser más preciso– eran los mismos que por ese entonces votaban a Alsogaray y luego a Erman González o Cavallo. Este era (es) un país donde un partido autoritario de derecha se llamaba "de centro democrático". Es decir, un país donde, como señala brillantemente Gustavo Fernández Walker en una entrada de su blog, nadie quiere ser de derecha, aunque lo sea. Donde la identificación de la derecha con el mal es tan fuerte que decir "soy de derecha" equivaldría a hacer aquello que el ser humano nunca hace: reconocer que es malo y le gusta serlo.
Como dice GFW, no hay muchos misterios. Si se piensa que gran parte de los problemas de los porteños se deben a los extranjeros (pobres) y a los provincianos (pobres) que llegan a la ciudad, si se cree que el Estado no debe velar por ciertos bienes como la cultura y que estos deben estar regidos por lógicas más comerciales, si se sostiene que el colapso de la salud pública está causado por los bárbaros (los de afuera), se es de derecha. Y si en el voto prima esa convicción (ad majorem dei gloriam) por sobre la flagrante incapacidad de los votados incluso para conseguir esos objetivos que supuestamente se estarían buscando –por favor, que alguien me muestre (y me demuestre que existen) los planes de Macri en relación con la migración, tanto interna como externa–, esa decisión es objetivamente ideológica (la ideología se impone a la experiencia) e inocultablemente de derecha.
Nunca, jamás, una ciudad tiene una sola cara. Pero hay colores que logran darle una tonalidad al conjunto. Uno podía imaginar, en algún momento, a Buenos Aires más parecida a uno; más cerca de mirar películas en blanco y negro que de bailar reggaetón en amarillo. El tono general era el de una ciudad con una impronta cultural importante, con un perfil en el que la educación pública y la universidad estatal eran definitorios. No todos eran así, desde luego, y puede suponerse que para muchos ese color era tan agresivo como lo son, ahora, los globos y el bailoteo para la gente como uno. Tal vez la explosión de Fito Páez se relacione con eso. Con sentir que el rasgo general de la ciudad ya no está definido por nosotros. Con comprobar que, por primera vez, sus dirigentes se han recibido en la UCA y no en la UBA. Con aceptar que hemos perdido. Pero, como con el menemismo –el otro anatema con el que los democráticos nos volvemos antidemocráticos–, no es el macrismo el que crea a sus votantes sino lo contrario.
Hay que pensar que esos (para mí) horribles bailoteos con globos se parecen mucho más a la ciudad real que lo que nos gustaría admitir. Que para una parte muy importante de los habitantes de esta ciudad, los problemas se resuelven no con la solidaridad y con políticas de inclusión sino con la exclusión. El gobierno de Macri ha sido, en ese sentido, absolutamente confrontativo. Ninguno echó a tanta gente; ninguno tuvo tantas fantasías de fundación. Y, en muchos casos, las decisiones fueron tomadas como venganza y como afrenta. No otra cosa fue la primera directora de Radio de la Cudad, ex encargada de marketing de Wella (la empresa de shampúes), obsesionada con el horario de firma de los locutores y capaz de interrumpir durante todo un mes la programación de la radio (durante su gestión todos los programas terminaban en diciembre para recomenzar en febrero) para que ningún contratado pudiera tener continuidad de un año al otro. Hay que aceptar que quienes, conociéndolo, han elegido ese modelo de gestión, que quienes sabiendo que el metrobus es, en realidad, el tren fantasma y que por las bicisendas sólo transitan palomas y paseadores de perros, tenían derecho a hacerlo. Hay que reconocer que quienes defendieron un gobierno que se dedicó a pintar los faroles de las plazas de dorado, que gastó 150 millones de dólares en una refacción del Colón que no facilitó sus posibilidades de producción y septuplicó los precios de las entradas más baratas, y que reemplazó la planificación urbana por los negocios inmobiliarios, lo hicieron de manera lícita. Que no es posible condenarlos por apoyar a un hombre procesado, que concibió la policía de la ciudad para el espionaje (incluso el familiar), que no distingue entre lo público y lo privado y que entregó toda la obra pública a empresas de las que fue socio. Que una población (o casi su exacta mitad) no es condenable por ser de derecha (aunque no le guste admitirlo) y, ni siquiera, por serlo hasta el punto (ad majorem dei gloriam) de pasar por encima de la medianía de los logros para defender la supuesta altura de la Idea.

sábado, 9 de julio de 2011

La reina africana







"The African Queen". Ese es el nombre que le daba Frank Sinatra. Dicen que lo odiaba. Dicen que era porque vendía más discos que él. Y dicen que, sin embargo, los discos de Johnny Mathis eran los únicos que escuchaba. Cantante extraordinario de una música en general melosa (o, muchas veces, cantante meloso de una música extraordinaria) Mathis sigue vivo y, según el sabio JHA, aún activo y con la voz intacta. Tenía de él un recuerdo infantil (o adolescente) y no de sus mejores cosas. En particular de aquel "Love is Blue" que (todos tenemos un pasado y no siempre podemos jactarnos de él) a los 12 años me emocionaba profundamente. Fue JHA, precisamente, quien me hizo reparar en su primer disco, A New Sound in Popular Song, producido por George Avakian, arreglado por Gil Evans, Teo Macero y Manny Albam y donde tocan, entre otros, John Lewis, Art Farmer y J. J. Johnson (hay una edición en Columbia como Johnny Mathis, a secas, creo que fuera de catálogo, pero lo reeditó Fresh Sounds y, además, aquí hay un link para bajarlo que, por ahora, funciona). El disco fue un fracaso (sobre todo en relación con el teatral anuncio que Avakian había hecho a la Columbia: "Encontré un fenómeno de 19 años, manden contrato en blanco"). Después vinieron infinidad de otros discos, la recomendación de no hablar de jazz cuando se lo mencionara y arregladores como Ray Conniff. No todo allí es desdeñable (sigue siendo un gran cantante, en todo caso) pero, como diría Sheherazade, esa es ya otra historia.

lunes, 4 de julio de 2011

Problemas de la musicología (o de ciertos musicólogos) y algunas ramificaciones












Hace años había hecho un dibujito, hoy perdido y tal vez imposible de volver a ser hecho –no dibujaba mal pero la falta de práctica es tan mala en ese campo como en cualquier otro. Allí, un hombre vestido de explorador, con varias cámaras fotográficas colgadas sobre su pecho, manipulaba un gigantesco grabador de cinta abierta ante un aborigen (negro, hueso en la cabeza, taparrabos, toda la línea), al que se veía con cara de consustanciación y la boca abierta, en actitud de cantar algo que lo emocionaba. Al costado, otros dos aborígenes conversaban entre sí. De la cabeza de uno de ellos emergía un globo con el texto "Mu, ¿muoa kamana kunga mapanoa topanga kalamita nu tuna kuuta?" y un asterisco. El asterisco remitía a una traducción en letra más pequeña, colocada al pie del dibujo: "Che, ¿no habría que decirle al gringo que justo está grabando al tipo más desafinado del pueblo?". A la manera de los viejos grafodramas de Luis J. Medrano, el dibujito llevaba un título: Musicólogo.
Leo dos entradas más o menos recientes en el blog de Marcelo PIsarro, en una habla del fotógrafo Guido Boggiani, estudioso de los pueblos originarios del Chaco paraguayo finalmente decapitado por sus objetos de estudio, y en la otra, de Malinowski, aquel pionero del trabajo de campo y del respeto por el punto de vista del informante que en su diario íntimo despotricaba contra "los negros y los brutos". Podría decirse que en el primer caso se trata del relativismo y en el segundo de la cuestión del profesionalismo (un músico de la Filarmónica no debe amar toda la música que toca, por ejemplo, sino tocarla toda como si la amara; un mozo no debe querernos, debe atendernos bien; y un largo etcétera). Empiezo por el segundo, que me lleva a una charla que tuve hace mucho tiempo con un musicólogo y donde yo sostenía (aún sostengo) que el lugar del investigador, el del crítico periodístico y el de público son totalmente diferentes y que, parafraseando el viejo triángulo vocálico podrían caracterizarse por la distancia establecida con el gusto personal. Como público lo único que cuenta es el gusto. Como investigadores es lo que no debe contar jamás. Como críticos periodísticos se trata de una negociación entre el gusto personal y un cierto gusto colectivo idealizado –y bastante imaginario– que se atribuye al lector del medio para el que se trabaja.
El musicólogo, créase o no, sostenía (tal vez siga haciéndolo) que "émico" -término que usa la antropología para las investigaciones en que prima el punto de vista del informante– provenía del griego "emos", en oposición a "ético" (en antropología, lo que jerarquiza el punto de vista del investigador) que venía de "ethos". Cabe señalarse que "emos" no existe y que las palabras émico y ético, en antropología, derivan de fonémico y fonético –esas costumbres de los estadounidenses de abreviar con los finales y no, como nosotros, con los comienzos de las palabras, que llevó, por ejemplo, a que el "toons" de "cartoons" fuera tristemente traducido en Roger Rabbit como el incomprensible "bujos" (por dibujos, en lugar de "dibus"). No cuesta imaginarse al musicólogo de marras grabando embelesado al desafinado de la tribu.
Y allí entra el primer tema, el del relativismo. Más allá de la gran pregunta planteda por Pisarro (¿puede respetarse la sabiduría del pueblo originario cuando ésta conlleva el asesinato o la tortura?), hay algo que surge, cada tanto, en conversaciones con otros musicólogos y que se relaciona con la actitud émica en los estudios sobre música popular. Dicho rápido: no tiene sentido abordar la cumbia villera argentina o el narcocorrido mexicano con los instrumentos teóricos con los que se analizan Beethoven o Gandini. Ahora bien. Llama la atención que el esfuerzo respetuoso hacia "los negros y los brutos", para ponerlo en palabras malinkowskianas, desparezca cuando se trata de músicas de tradición popular que comparten criterios de valoración con la de tradición europea y escrita. Gentle Giant, Keith Jarrett, Gismonti o Björk, sin ir más lejos, están más cerca en sus maneras de circulación y en la forma en que sus usuarios establecen el valor (ojo, no necesariamente en su forma musical, aunque en general también), de Bach o de Stockhausen que de Gilda.
La actitud relativista desaparece cuando el objeto es más cercano. Es más fácil respetar el punto de vista del otro cuando se trata de un pigmeo y no del vecino grasa que escucha bailanta. Lo que lleva a pensar no, como podría parecer en una primera mirada, en una loable actitud de renuncia del propio punto de vista en favor del ajeno sino en una prolongación del viejo y buen eurocentrismo. El relativismo es para los otros (El Otro). Debe respetarse al bruto y al negro (que, obviamente, para agenciarse esa clase de respeto deben seguir siendo vistos como el bruto y el negro). Nosotros somos distintos. La comprensión es para los débiles y los enfermos. Para los inferiores. Para el Otro.
En el campo de la musicología, el respeto por –y la idealización de– el punto de visto interno a la cultura se reserva para el nguillatún mapuche pero no para una función de ópera y sus rituales ¿Qué pasaría si el mismo tipo de razonamiento que se utiliza para justificar mutilaciones de clítoris, apedreamientos o decapitaciones rituales como la de Boggiani (su cabeza fue enterrada junto a la infame cámara fotográfica), se aplicara en relación con los campos de concentración nazis? ¿Habría que entender el antisemitismo y la fantasía de fundación de una nueva Alemania pura como parte de una cultura, la de un pueblo originario del centro europeo? Tal vez de lo que se trate es de los peligros de una de las manías más nocivas heredadas del siglo anterior, la de la unicidad. O se explica todo con el psicoanálisis, o la economía es la llave que abre todas las puertas o no hay nada que no responda a las leyes de la evolución (incluyendo la vida privada). Y la verdad es que ciertos instrumentos, certos paradigmas, ciertos sistemas de análisis pueden ser buenos para algunas cosas y francamente malos para otras. El relativismo en música, siempre y cuando se tenga en claro desde qué cultura (que también es una cultura) se lo aplica, es fructífero. En otros casos es, por lo menos, inconsistente. Si hay verdades superiores a cada cultura, si se admite que los derechos humanos son de toda la especie y no una creción de una cultura en particular (lo que pasa es que, en realidad, sí son la creación de una cultura en particular), alcanzan a todos, incluso a aquellos cuya cultura los niega. Sean europeos (como los nazis o la Inquisición) o "negros y brutos".

domingo, 3 de julio de 2011

León alado









 Ese es el nombre (Winged Lion) del nuevo sello de Paul McCreesh que, como antes John Eliot Gardiner, abandonó Deutsche Gramophon para buscar territorios más amigables o, por lo menos, no tan preocupados por los -de todas maneras esquivos- réditos económicos inmediatos. El nombre de la editora remite al símbolo de Venecia y San Marco y allí se publicarán, de ahora en más, las grabaciones del Gabrielli Consort & Players. La edición inaugural, en septiembre, será el Requiem de Berlioz (que hasta ahora nunca fue registrado con instrumentos originales). Se trata de una superproducción que involucra a 400 músicos, sumando a las fuerzas del Gabrielli las del Coro y Orquesta Filarmónicos de Wroclaw y de la Escuela Chetham de música. La Grand Messe des Morts no es música veneciana, desde luego, pero trabaja, igual que los maestros de San Marco en los comienzos del siglo XVII, con las posibilidades de espacialización del sonido. Las posteriores publicaciones del sello serán el Elías de Mendelssohn con Simon Keenlyside como solista, Las estaciones de Haydn y el Requiem de guerra de Britten.