Por Beatriz Sarlo
(publicado originalmente en Revista Clásica)
Durante muchos años, para mí Nueva York fue Bradley's, en 70 University Place. El dueño, por supuesto, se llamaba Bradley, le decían Brad, y había sido pianista. El lugar físico todavía existe, ocupado por un restaurant sin cualidades. ¿Por qué Bradley's entre las decenas de clubes de jazz que se abren, se cierran o persisten en Manhattan?
Allí pasé la noche del 31 de diciembre de 1987, hasta el amanecer. Cuando entramos, Bradley me preguntó si iba a comer y si acaso había reservado una mesa. Le contesté que sí, que veníamos desde Washington únicamente para eso y para escuchar a Eddie Gomez, que esa noche especial tocaba con Kenny Barron. Mirando hacia abajo (Brad medía casi dos metros), me djio: "Lucky girl". Y verdaderamente tuve suerte porque fue una noche excepcional.
Brad ocupaba la mesa de siempre, con su mujer rubia y elegantísima, vestida de cuero negro, entre amigos un poco extravagantes: un albino llamado Robin, que había apoyado sus palos de golf contra la pared y bebía simultáneamente de tres vasos con distintos licores y de una taza de café, una especie de condesa salida de una novela de los años veinte, y el bajista Rufus Reid. A las doce, después de una primera entrada de Eddie Gomez y Kenny Barron, todos nos abrazamos y de allí en más las cosas sucedieron como en una fiesta entre desconocidos que, unidos por la música, los tragos y el comienzo del año, se hicieran amigos fugaz e intensamente. A las dos de la mañana, llegó Tommy Flanagan, que venía de tocar en otra parte, con un abrigo negro, bufanda de seda blanca, smoking y corbata morada. Pasaba a saludar y se quedó escuchando a Gomez y Barron. A las cuatro de la mañana, las meseras, sin dejar de llenar y distribuir los vasos, ya se habían sacado sus delantales. Barron y Gomez no paraban de tocar y todo el mundo se acomodaba a la temperatura, la luz baja y el sonido perfecto. Estábamos electrizados. Un negro vestido como un dandy, a quien llamaban Duane, salió unos minutos y volvió con una rosa roja. Se acercó a la mesa de Bradley y le ofreció la rosa a la que parecía una condesa. Le dijo, con sonrisa cinematográfica y un justo medio tono aterciopelado: "Happy new year, baby". El mito armaba su pequeña escena ante nosotros.
Desde 1985, cuando Jorge López Ruiz nos hizo conocer Bradley's a Rafael Filippelli y a mí, volví muchas veces. Hace unos años Brad murió, su mujer siguió con el negocio algún tiempo y finalmente se rindió ante los alquileres de Manhattan.
Bradley's era un lugar de piano y bajo. Red Mitchell fue el bajista residente: tocaba casi siempre, hasta que se mudó a Suecia. Sólo excepcionalmente podía escucharse algo diferente a ese dúo clásico. Bradley programaba a los mejores, y cuando no eran los mejores, siempre eran los muy buenos. Sin embargo, una noche, apareció una batería y una trompeta. Alguien debutaba y otros músicos llegaban para escuchar al nuevo. Cecil Taylor, con sus trencitas, y Art Blakey, de grandes botas tejanas, comían hamburguesas en la barra, cada uno por su lado, mientras esperaban. Después de que el trompetista tocó la primera frase, Blakey pidió la cuenta sin disimulo, pagó y se fue corriendo. El tipo siguió tocando, anonadado por el desplante.
La comida de Bradley's era buenísima, en el estilo neoyorkino: hamburguesas, clam-chowder, pescado, a veces langosta o perdices. A las dos de la mañana, antes de la tercera entrada de los músicos, un bol de sopa y unas tajadas de pan ofrecían una alternativa para abrir la madrugada. Se podía pagar lo que marcaban cuentas muy razonables. Pero, aunque la comida mezclaba con sensatez un cosmopolitismo reciente con un americanismo de base, nadie iba a Bradley's sólo a comer. La mayoría, que escuchaba parada a lo largo de la barra, pedía un trago o varios.
No conocí otro lugar (en el comercialísimo medio de Manhattan) donde la música fuera tan escuchada, y el silencio se impusiera tan metódicamente. Brad no soportaba que se hablara mientras los músicos estaban haciendo su trabajo. Lo vi pedir la cuenta de una mesa que insistía en violar la norma de silencio, e indicarle a un mozo que se la llevara a esos clientes despistados, con la orden de que en ese mismo instante su noche en el boliche había terminado.
El silencio tenía su clave en la inmediata proximidad con los músicos. En el local alargado y oscuro, con una foto de Mingus y algunas notas de diarios o revistas enmarcadas, cinco o seis mesas rodeaban, casi pegadas, al piano y al bajo. Desde la barra, los músicos nunca estaban más lejos que algunos metros. Todo transcurría como si quienes estaban en el boliche se conocieran, y, en efecto, la mayoría era gente que volvía muchas veces. La mezcla social de Bradley's no he vuelto a verla en otros lugares de jazz: estaban los raros, los amigos del dueño, algunos músicos, las mujeres distinguidas, los japoneses que siempre forman parte del público de jazz en Manhattan, gente del barrio, estudiantes y jóvenes solitarios. Cuando ya en todas partes se cobraba derecho de entrada, todavía Bradley's mantuvo algunas noches en que sólo se pagaban los tragos. Como el silencio durante la música, una "política de la casa".
Bradley's no tuvo el colorido multicultural de Nueva York (su alianza de piano y bajo estaba bien lejos de las experiencias musicales de fusión). Quizás eso lo volvía particularmente atractivo para mí, que no buscaba en Nueva York sólo nuevas mezclas culturales sino sonidos que habían sido la música de esa ciudad aunque ya no lo fueran.
De día, Bradley's era un bar donde siempre se podía leer el diario, y escuchar a Miles Davis, Bill Evans o Ella Fitzgerald en las versiones que el barman iba alternando por costumbre, mientras acomodaba botellas, alineaba las copas y hablaba con los parroquianos. Si hacía frío y uno andaba por el Village, tampoco había mejor lugar que Bradley's.
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