Jorge H. Andrés es el primer periodista especializado en música popular que hubo en la Argentina. En la revista
Análisis y luego en el diario
La Opinión no sólo sentó el precedente más valioso en la materia sino que instaló espacios de discusión y crítica para aquello para lo que hasta ese momento apenas existía la ritual propaganda del tipo “continúa presentándose con gran éxito la deslumbrante revista….con música de Mariano Mores y más de 100 bailarines y coristas en escena”. El comienzo del rock argentino (Almendra, Manal), mucho del tango y del jazz local, no había contado, hasta la aparición de las notas de Andrés, con correlato alguno en los medios de comunicación. A veces, cuando la importancia del evento lo acreditaba –por ejemplo el estreno de
Juguemos en el mundo, de María Elena Walsh o de
María de Buenos Aires, de Piazzolla, ambos en 1968– eran los críticos de teatro o de música clásica quienes se hacían cargo de la reseña. Con un saber excepcional acerca del jazz, el tango y las músicas populares del siglo XX, y una discoteca de vastedad mítica (que comparte con generosidad), Andrés fue, además, un fenomenal difusor de lo que nadie más difundía (ni difundiría), en programas radiales como
Todavía lo llaman jazz, en el
que muchos descubrimos un universo tan maravilloso como desconocido. Y fue quien, por ejemplo, registró la importancia de Manal en 1968 (“originalísimos inventores de blues tan sombríos y porteños como cualquier tango”), o quien escribió en
Análisis, hace cuarenta años, “el gran hallazgo es un cantor-autor de 22 años, Miguel Abuelo (en realidad Miguel Angel Peralta)…[que ha logrado] una música poderosamente original, con letras que anteponen a su densa proposición temática una riqueza poética de rara simplicidad…” y quien vaticinó la importancia de Vox Dei, “hasta ahora asesinado por la indiferencia del público”. Hace unos años volvió a escribir
para afuera en el diario
La Nación pero, lamentablemente para todos nosotros, se hastió pronto.
El sábado 9 de agosto de 1975, hace treinta y cuatro años, Jorge Andrés publicó en
La Opinión su crítica del esperpéntico estreno local de
Agitor Lucens V, con música interpretada en vivo por el grupo Arco Iris y coreografía de Oscar Aráiz. El título del artículo era “El rock argentino se ha muerto aburrido y en silencio” y el texto, un modelo de claridad expositiva y rigor informativo que posee una lucidez (y una actualidad) asombrosa, merece ser recordado. Aquí su transcripción:
Según lo revela el estreno de “Agitor Lucens V” por Arco IrisEl rock argentino se ha muerto aburrido y en silencioEscribe Jorge H. Andrés
Sin que nadie lo llorara, el rock argentino se murió plácidamente de aburrimiento. Aquella corriente creativa que a fines de la década pasada se insinuaba como un movimiento popular comparable al del tango en los años 40, fue incapaz de fijarse metas estéticas y temáticas concretas y terminó diluyéndose entre el convencionalismo y la pretensión.
La música progresiva nacional falleció pura e ignorante como un chico. El único, inolvidable rasgo que llegó a definir fue su simpatía tierna y ruidosa. Con tiempo para crecer es probable que hubiera sido sensual, fantasiosa y con ansias de cambios profundos, pero clauidicó antes, cuando había roto todos los vidrios sin lograr abrir la ventana.
Si se lo piensa en la perspectiva de otros países, el rock nativo no alcanzó altas cumbres artísticas pero tampoco se manchó con la decadente espectacularidad que caracteriza al género actualmente. En el país, quienes iniciaron este tipo de música fueron pobres de parafernalia electrónica pero muy imaginativos para transmitir con sinceridad, lirismo y humor el sentimiento de una generación.
De toda esta gente, como Moris, Miguel Abuelo, Litto Nebbia, Claudio Gabis, Alejandro Medina, Spinetta, Del Guercio, Molinari, Javier Martínez, Pinchevsky, Rodolfo García o Billy Bond, los que no optaron por el exilio, andan por ahí, vagando en sus delirios particulares o en la rutina del ejecutante profesional.
Por inocencia, vergüenza o apatía, el rock se agotó en Buenos Aires sin intentar la etapa del show y el disfraz, muy comunes en cualquier parte. La solitaria y honorable excepción fue la ejecución en vivo de la obra
La Biblia en el cine Gran Rex, hace justamente un año, un hecho que por su solvente gigantismo hizo pensar a este cronista que el género crecía saludablemente (
La Opinión, 3 de agosto de 1974) cuando lo que en realidad ocurría es que estaba dando, impotente y gastado, una gran fiesta de despedida.
El martes a la noche, en la misma sala de la calle Corrientes, se presentó
Agitor Lucens V, un “concierto-ballet” de Gustavo Santaolalla interpretado por el conjunto Arco Iris y bailado por el elenco de Oscar Aráiz, el mismo que hace poco tiempo estrenó la obra en Francia pero con la parte musical grabada.
No conforta asistir a este espectáculo, que se repite el lunes y martes próximo. Es música de ínfimo nivel, plagada de lugares comunes, ejecutada con crudeza y exhibicionismo y repleta de una poesía de vulgar intención profética. Y pretenciosa, que es el más difícil de perdonar de todos los defectos.
Es la vieja estrategia de Arco Iris, cuarteto surgido en 1969, el momento culminante del rock porteño y que juiciosamente se construyó una falsa imagen de conjunto inquieto y profundo que lo convirtió en el número predilecto de público y organizaciones que habitualmente detestan la música popular.
De acuerdo con un bien diagramado plan, estrenaron suite tras suite y cantata tras cantata, probando todas las recetas del oportunismo y rodeándose de una ideología mística puntualmente comentada por todas las revistas especializadas en intimidades del negocio del espectáculo.
Agitor Lucens V es coherente con esa trayectoria. Una estirada hora y media de música con ocasionales partes cantadas y que viene a ser algo así como la anticipación de una utopía sideral, a pesar de que también se incluye un himno de énfasis guerrero y un
Salmo a Cristo frente al cual la
Misa Criolla de Ariel Ramírez suena como el mejor Mozart.
Estilísticamente la obra es un refrito simplificado de todo lo que está de moda dentro del rock y jazz de la actualidad. Hay menos folklore andino que en la producción previa de Gustavo Santaolalla, que es el pri
ncipal compositor y solista del conjunto, pero sí un prominente empleo del sintetizador y de preciosismos de percusión.
El aporte de Oscar Aráiz se limita a ilustrar una tercera parte de los capítulos de
Agitor. La tarea tiene la decorativa eficacia característica de este coreógrafo pero el material es muy poco estimulante y no hay grandes ideas planteadas sobre el escenario, apenas una vistosa antología de movimientos y diagramas vistos otras veces pero que son un buen pretexto para evadirse de la infernal vulgaridad del acompañamiento musical.
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