martes, 12 de mayo de 2009
Los jardines circulares (acerca de Toru Takemitsu)
Publicado originalmente en la revista La Tempestad (México)
“Los jardines japoneses se miran girando; no es posible hacerlo siguiendo caminos rectos”, dice a la cámara, aunque sin mirar exactamente de frente, Toru Takemitsu. “Los jardines japoneses –continúa– son, tal vez, mi inspiración. Allí cada cosa forma parte de un todo pero, a la vez, es algo en sí misma; una piedra, el agua que corre, el movimiento de la carpa anaranjada deslizámdose cerca de la superficie son elementos de la estructura y son, también, una piedra, el agua y la carpa que nada. Tiene que ver con cierta sensibilidad japonesa”.
En el film documental se habla de música de cine. Se proyectan fragmentos de películas con música de Takemitsu. Hablan los grandes directores con quienes colaboró. Akira Kurosawa dice: “Siempre él trabaja con el film ya completo. Es como si se le agregara otra capa de significado que, a veces, incluso, contradice ¬–lo que resulta maravilloso– lo que ya estaba en la imagen”. Hiroshi Teshigahara es aún más explícito: “Cuando sabíamos que en determinado lugar debía ir música, que en ese momento todos la esperarían, Takemitsu la colocaba un poco después. En realidad su música es el silencio y, para demarcarlo, para hacerlo notar, él coloca sonidos en algunas partes. Hay un dicho japonés que dice que una página no está en blanco hasta que no hay un trazo en ella. Para que exista el vacío tiene que existir la posibilidad del no vacío. Takemitsu crea de esa manera”. El director de Mujer en las dunas, sin embargo, cuenta algo que parece contradecir a Kurosawa. “Takemitsu se sumerge en el film desde el mismo comienzo; visita las locaciones, está en el estudio mientras se filma. Su trabajo con el film es paralelo al del director”. La contradicción es, desde ya, aparente. Kurosawa gira, mira el jardín y compone desde mucho antes de estar componiendo. Desde 1956, en que escribió la música para Kurutta Kajitsu (Fruta alocada), de Ko Nakahira, hasta 1996, el año de su muerte, compuso la banda de sonido para 93 filmes. “La razón por la que amo el cine es porque lo experimento como si se tratara de música”, decía.
La utillización de instrumentos como la biwa o el shakuhachi junto a la cita a John Dowland o la referencia casi inevitable a Debussy, al igual que su fascinación con el cine mezclada con sus miradas elípticas, sus observaciones nunca rectilíneas, tan de jardín japonés, marcan una relación dialéctica entre las tradiciones musicales del Japón y de Europa que, en realidad, está presente desde una escena fundante que, verdadera o no, es la que Takemitsu eligió para contar su historia. “Eran los últimos años de la guerra, yo estaba en la escuela y esperaba, simplemente, que la guerra terminara antes de que me reclutaran. En esos años escolares nos llevaban a hacer trabajos en el campo, junto a soldados. Y un soldado me hizo escuchar una chanson francesa. Una chanson popular, de music hall, podría haber sido cualquier cantante de moda en ese momento. No había tenido un contacto anterior con la música y ese fue el momento en que decidí ser compositor. ¿Cómo aprendí a escribir partituras? No lo sé muy bien. Creo que soy bastante autodidacta”, aseguraba, girando.
Siempre que se hace referencia a un compositor nacido en algún país ajeno a la conformación del núcleo central del canon, la cuestión de la nacionalidad y de la particularidad cultural cobra relevancia. Nadie le reclamaría alemanidad a Beethoven o Brahms –tal vez porque se considera evidente– pero todo cambia si el músico es finlandés, húngaro o, por supuesto, japonés. La pregunta es cuánto de la supuesta japonesidad de Takemitsu –su interés por el momento sonoro en sí mismo más que por los desarrollos, por lo menos en sus composiciones de la década de 1960– se encuentra en compositores no japoneses –empezando por Anton Webern– y cuánto sería identificable como oriental si se desconociera el dato biográfico de que Takemitsu nació en Tokio. Hay, sin duda, algo que el llamado Occidente identifica como característico de aquello que se llama Oriente, y sobre todo de las maneras japonesas, y que tiene que ver con cierta ceremoniosidad y con la consideración de la frontalidad como una grosería. Parte del refinamiento japonés se basa en el arte de no decir las cosas directamente sino dando rodeos –girando como si se mirara un jardín japonés–. Incluso en una novela de tema absolutamente occidental –y hasta centroeuropeo– como The Inconsoled (Los inconsolables en la edición en castellano de Anagrama) de Kazuo Ishiguro, un japonés tan occidentalizado como para escribir de mayordomos ingleses (en The remains of the day, publicada por Anagrama como Los restos del día y llevada al cine por James Ivory), los personajes giran en un laberíntico pueblo alemán o austríaco, mientras hablan de música contemporánea y de sus propios destinos –unidos inextricablemente a ella– con modales que sólo podrían ser descritos como japoneses.
En ese sentido es interesante detenerse en la utilización que Takemitsu hace de instrumentos tradicionales del Japón. El paradigma europeo de análisis musical tendió, sobre todo entre el Romanticismo y mediados del siglo XX, a reducir una obra a su estructura formal y a su armonía y sus trabajos interválicos. El timbre, como las densidades, los ataques e, incluso, el ritmo, no serían, según esa concepción, otra cosa que agregados. Que la orquestación, en el mundo de las músicas de tradición popular, siga llamándose “arreglo” no es más que una prueba de hasta dónde el timbre, según cierto paradigma, no es mucho más que un afeite, una vestimenta exterior para una esencia que descansa en otros parámetros. Lo cierto es que la historia de la música artística de tradición escrita podría leerse, entre otras posibilidades, como la historia de la materialidad del timbre. Si en una sonata de Beethoven para violín y piano (hasta cierto punto) o, llegando aún más lejos, en una de sus sinfonías o cuartetos para cuerdas, la reducción al piano podía dar cuenta de lo que se consideraba “la esencia”, en la Fantástica de Berlioz comenzaba un derrotero por el cual el timbre se iría convirtiendo cada vez más en fundamental. En Ionisation de Edgar Varèse o en Atmosphères de György Ligeti, el color no es algo más; no se agrega a la esencia sino que la constituye. Las tres biwas de Voyage o el dúo de shakuhachi y biwa en Eclipse, de Takemitsu, se relacionan con esa idea. Están lejos, eventualmente, del pintoresquismo. No se trata aquí de dar un color local sino, más bien, de bucear en la naturaleza de esos instrumentos para encontrar en ellos una nueva música. Esa búsqueda del timbre aparece también en los trabajos que Takemitsu hizo con cintas magnetofónicas. Sus experiencias con música concreta, que no se prolongaron demasiado dentro de su actividad de compositor de música de concierto, ocuparon un lugar privilegiado, en cambio, en su música para cine. Pero la imaginación tímbrica de Takemitsu no se limitó a la electrónica o los instrumentos tradicionales japoneses sino que, también, en muchas de sus composiciones para un instrumental más corriente, las combinaciones fueron originales. Por empezar, Takemitsu eligió frecuentemente uno de los instrumentos menos tenidos en cuenta por la inteligentsia musical: la guitarra. Y no sólo la incluyó en grupos de cámara y escribió para ella obras solistas, como Folios, de 1974, sino que llegó a publicar transcripciones para guitarra de canciones de los Beatles.
Como Ligeti, Takemitsu se mantuvo alejado de las modas compositivas y su estilo tuvo una evolución notable que, más que reflejar los cambios estéticos del siglo XX, reflejó un camino propio, guiado por leyes particulares. Entre sus últimas composiciones, las reunidas en Quotation of Dream y I Hear The Water Dreaming, dos de los cinco volúmenes (todo un record) que le dedicó la serie XX/XXI de la Deutsche Grammophon, conforman un muestrario de belleza e intensidad poética poco comunes. En el primero, Oliver Knussen al frente de la London Sinfonietta, con Paul Crossley y Peter Serkin como solistas en piano, brindan interpretaciones magistrales de la pieza que da título al disco (para dos pianos y orquesta), How Slow the Wind, para orquesta de cámara, Twill by Twilight – In Memory of Morton Feldman, para orquesta, Archipiélago S., (en castellano en el original) para 21 intérpretes, Dream/Window, para orquesta y Day Signal –Signals from Heaven I– y Night Signal –Signals from Heaven II– para quinteto de vientos. En el segundo, el notable flautista Patrick Gallois, junto a la Orquesta de la BBC, conducida por Andrew Davis, toca maravillosamente I Hear The Water Dreaming, y con otros solistas de la talla del guitarrista Göran Söllscher, interpreta las tres versiones de la obra que escribió como contribución a Greenpeace, Toward the Sea (para flauta alto con guitarra, con arpa y con arpa y orquesta de cuerdas), Les fils des etoiles, para flauta y arpa, And Then I Knew ‘twas Wind, para flauta, viola y arpa y Air para flauta sola.
De las obras anteriores, Ring (anillo), de 1961, es una composición ejemplar. El título remite, desde ya, a un círculo, pero es también un acróstico con las iniciales de sus cuatro secciones, Retrograde, Inversion, Noise y General Theme. La partitura casi no especifica cuestiones de velocidad, dinámica ni articulaciones. Tampoco fija el orden en que estas secciones deben ser interpretadas. Y gran parte de los detalles del ritmo y de la coordinación grupal (la obra está instrumentada para flauta, guitarra y laúd) debe acordarse, precisamente, entre los intérpretes. Además, entre sección y sección se incluyen tres interludios improvisados, a partir de algunas reglas (registro predominante, duración, dinámica, afinaciones, timbre y tempo general) y las partituras de cada uno de los músicos –inevitablemente, podría pensarse– tienen un diseño circular, que ellos pueden leer en cualquier dirección. Otros títulos, como Escucho al agua soñando, Una bandada desciende en el jardín pentagonal, Lluvia de jardín, En un jardín otoñal, Caminos acuáticos, Olas, muestran, además de su pasión por los jardines, su interés por el agua. También allí, en todo caso, los caminos son circulares y se escriben, sobre todo, en la mirada del que mira.
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Publicado por
diego fischerman
en
9:46
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