Publicado originalmente en Revista Teatro Colón.
El fotógrafo estadounidense Paul Strand llegó a México en 1934. La idea era realizar un libro de imágenes acerca de las costumbres y los paisajes de ese país. En ese momento, el Director de Bellas Artes era el compositor Carlos Chávez y él, junto al Ministro de Educación, Narciso Bassols, convencieron a Strand para que extendiera su proyecto e hiciera un film documental sobre los pescadores mexicanos. El guión de la película, que originariamente se llamaría Pescados, fue escrito por Strand en colaboración con Agustín Velázquez pero el libro definitivo fue desarrollado por Emilio Gómez Muriel, Henwar Rodakiewicz y quien terminaría siendo el director del film, Fred Zimmermann. Rodada ese año, con Strand a cargo de la fotografía, la película fue estrenada en 1936, con el título Redes. Fue un fracaso absoluto. Pero, con el tiempo, se convirtió en un clásico del cine mexicano. Uno de los atractivos era la música, compuesta por Silvestre Revueltas y luego convertida por él, con la colaboración de Erich Kleiber, en una suite de concierto.
La inclusión en el proyecto de este compositor, entonces director de la Orquesta Sinfónica de México, había tenido que ver, igual que su designación en ese cargo, cinco años antes, con la recomendación de Chávez, su supuesto rival. No fue la única relación de Revueltas con el cine. Entre otras bandas sonoras escribiría, en 1939, la de La noche de los mayas, de Chano Urueta, y en ¡Vámonos con Pancho Villa!, dirigida por Fernando de Fuentes en 1935, además de componer la música aparecía brevemente como el pianista de un bar. Allí tocaba “La cucaracha” y, al empezar el tiroteo –un tópico indispensable en el cine mexicano– levantaba un cartel que decía: "Se suplica no tirarle al pianista". Nacido el último día del siglo XIX en un pueblo llamado Santiago Papasquiaro, en Durango, y formado en el Conservatorio Nacional de Música de la Ciudad de México, en la Universidad de St. Edward's en Austin, Texas y en el Chicago College of Music, su carrera había comenzado como violinista y, según se cuenta, la decisión de ser músico la tomó siendo niño, cuando escuchó en la calle una banda popular. "Sí, hay un pesado lastre en todo lo que nos encadena a ese deber estúpido de dar una clase miserable para comer. Tener mujer, hijos, ser pobre, sufrir privaciones, hacer antesalas para pedir empleos, no tener para medicinas cuando se enferma el hijo, etcétera. Todo eso es muy hermoso en poesía. Es el putrefacto aliciente de los creadores que ha inventado la burguesía", escribió en unas notas autobiográficas. Silvestre Revueltas no fue, en todo caso, un personaje cómodo ni previsible. Nunca citó textualmente al folklore de su país, jamás consideró que la música debiera ser "pintoresca" ni representar como una postal a un paisaje determinado. Y sin embargo, es difícil imaginar una música más mexicana que la de Revueltas. Su sonido no muestra, en todo caso, los rasgos más aparentes (ritmos, instrumentos, melodías) sino, como quizás el cine de Ripstein, algo que está detrás: un aliento a mezcal, el gesto hosco, el humor duro.
Muerto de alcoholismo en 1940, los pocos años de su vida le alcanzaron a Revueltas para dejar una de las obras más importantes de la música americana. Fueron años en los que, como pocas veces, biografía y creación marcharon al unísono. Voluntario en la Guerra Civil Española –en el medio de la lucha se las arregló para organizar conciertos con sus obras para soldados y obreros– y secretario general de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, la ideología política, en su obra, lejos de estar disociada de la creación o de ser un mero revestimiento, se imprimió en los propios materiales. En las estructuras armadas a partir de superposiciones, repeticiones, estridencias y aparentes faltas de estructura, en el rechazo al pintoresquismo y en una suerte de reivindicación esencial de la cultura del pueblo hay, eventualmente, una declaración tan rotunda como la de un manifiesto. Revueltas no compuso sinfonías, óperas ni conciertos. De las formas tradicionales de la música europea, la única que cultivó fue el cuarteto para cuerdas. En cambio, escribió para el cine y fue maestro de Alex North, uno de los autores de música para la imagen más importantes que dio la industria estadounidense, compuso para la radio (8 x radio) y para grupos atípicos. La orquesta, en sus manos, se parece bastante poco a la orquesta sinfónica europea (incluso a la orquesta de otros compositores latinoamericanos, como su compatriota Chávez o el argentino Alberto Ginastera). Más allá del confesado parentesco con la estética de Debussy, de la influencia stravinskiana y de una innegable cercanía con Edgar Varèse, su música representa una especie de margen radical. Como Charles Ives en Estados Unidos –pero más lejos aun de las tradiciones y del mercado internacional–, Revueltas está en las afueras, en el borde, de casi todo. De la música europea, desde ya, pero también de las distintas formas que tomó el nacionalismo en Latinoamérica.
En un dossier sobre Revueltas publicado en el segundo número de la recordada revista Lulu, el compositor y musicólogo uruguayo Coriún Aharonián enumeraba los motivos por los que, según él, su obra podía ser valorada:
“-su extraordinaria fuerza expresiva general, su particular capacidad de carga emotiva;
-su extraño poder de provocar a la vez llanto y alegría –pero ambos profundos– en una ética de la estética (y una filosofía de la vida) muy cercana a la de su pueblo y bastante lejana de la europea de los siglos recientes;
-su inteligencia para la opción de modelos estilísticos y formales y su sabiduría para deglutirlos y asimilarlos sin tener necesidad de exhibir el conocimiento de ellos;
-su originalidad estructural, emparentada de algún modo con las búsquedas de otros colegas latinoamericanos contemporáneos;
-su creatividad y fluencia tnto en lo horizontal (melódico) como en lo vertical (armónico-contrapuntístico, para nombrarlo de acuerdo con las categorías europeas –que no son necesariamente las suyas–;
-su vivencia hondísima y entrañable de las expresiones populares de su gente (no sólo de la patria chica, sino también la patria grande latinoamericana9, aun las consideradas como más vulgares (o grotescas), aun los gestos aparentemente menores o insignificantes, aun los detalles aparentemente secundarios (como los criterios de afinación disidentes del metro patrón temperado), y su inigualable capacidad para reflejarlas (o recogerlas en esencia) en sus composiciones;
-su capacidad de ser vanguardia sin poner cara de tal;
-su amor (¿cómo diablos de las arregla para comunicarlo?);
-su humor.”
En el mismo dossier, el argentino Julio Palacio citaba a Revueltas: “Me gusta toda clase de música. Incluso puedo a veces tolerar alguno de los clásicos y algunas de mis propias composiciones, pero prefiero la música de los ranchos y los pueblos de mi país”. Y reflexionaba: “La declaración es engañosa, pues si el aporte de Revueltas se limitara a una mera transposición documental, ‘música turística’, el compositor sería un sucesor candoroso de las obras de (Manuel) Ponce, un ‘salonnier’ sin salida como tantos otros nostálgicos creadores latinoamericanos”. El secreto de Silvestre Revueltas parece estar, más bien, en su manera de retratar un México esencial y profundo, sin asomo de complacencia. El lo explicaba de esta manera: “Dentro de mí existe una interpretación muy peculiar de la naturaleza. Todo es ritmo. El lenguaje del poeta es el lenguaje común. Todos lo entienden o lo sienten. El del pintor es el color, la forma, la plástica. Sólo el músico tiene que refinar su lenguaje propio. Para mí la música es todo aquello junto. Mis ritmos son pujantes, dinámicos, táctiles, visuales, pienso en imágenes que son acordes en líneas melódicas y se mueven dinámicamente. Por eso cuando se posesiona en mí la necesidad de dar forma objetiva, gráfica, a esos ritmos, sufro una conmoción biológica total. Es mayor que el esfuerzo del parto, no por la expulsión, sino por la manera de recoger el producto y llamarlo con algún nombre…”
He’s Making a List, and Checking It Twice
Hace 2 días
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