Día tras día no hacemos otra cosa que mirar el muro. Esperamos y miramos hacia allí.
Las moscas anidan en nuestras llagas. El hambre y las enfermedades; el dolor y el olor de las carnes podridas, todos apiñados en las barracas, hacen que perdamos la cuenta y que los días no se diferencien unos de otros. Soñamos, tan sólo, con escapar de este infierno.
Noche tras noche medimos la frecuencia del barrido de los reflectores, el tiempo que tardan los cambios de guardia, los recorridos de los vigilantes.
Conseguimos unos cuchillos que usaremos como armas y con los que, en la oscuridad, excavamos por debajo del muro en el único lugar que los reflectores iluminan de manera insuficiente (siempre se cometen errores).
Es el momento y logramos pasar del otro lado.
Corremos. Y detrás vienen otros que pasan por la misma brecha.
Somos miles y se oye el grito: –Los grandes a los grandes y los chicos a los chicos. Nadie mete nada en las bolsas hasta que no estén todos muertos.
Ya estamos todos adentro del country.
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