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Los juegos de "suma cero" son aquellos en que hay una cantidad limitada y fija de elementos sobre la mesa (cartas, fichas, etc) y los que un jugador gana son, necesariamente, los que otro pierde. Si un contrincante acaba con veinte cartas más que las que tenía, indefectiblemente el otro (o los otros) tendrán veinte cartas menos. La suma entre lo que uno ganó y lo que el otro perdió (+20 - 20) es, obviamente, igual a cero. Las administraciones de los presupuestos son juegos de suma cero. En el plano doméstico lo que se destine a una salida de fin de semana no se podrá gastar en un electrodoméstico y lo que se gaste comprando discos de jazz en Minton's se estará restando (oh cruel destino) de alguna otra cosa. Y en el campo del Estado, lo que se asigne a Educación no se podrá destinar a un mismo tiempo a Defensa. En cualquier caso, una elección lo es siempre de dos cosas a la vez: el objeto en cuestión y su costo (no necesariamente monetario). Elegir una mujer es, al mismo tiempo, elegir aquellas con las que no se estará (en términos generales, digamos); elegir un trabajo es decidir aceptar sus desventajas (con las ventajas nunca hay problemas) y optar por cinco delanteros (es decir por sólo cinco defensores) no es elegir, como podría pensarse, ganar por muchos goles sino, más bien, perder de manera calamitosa si es que un equipo contrario ataca, lo que, en algunos casos, resulta bastante predecible.
Ayer escuché un maravilloso Requiem de Verdi en versión de la Orquesta y Coro de la Scala de Milán, con dirección de Daniel Barenboim. El mismo equipo también brindó una interpretación superlativa de Aída, del mismo autor (que repetirá hoy a la noche). Más allá de matices –algún vibrato demasiado pronunciado para el gusto de alguno, algunos momentos demasiado estentóreos– fueron versiones de calidad incuestionable. No hay dudas, tampoco, de que es bueno que una ciudad pueda tener acceso a acontecimientos de esta índole que, además, conllevan un notable peso simbólico (La Scala homenajea al Colón en su reapertura y todo eso). Pero hay un punto que retomo y cuyo debate me parece deseable. El costo de esta visita es de seis millones de euros. Su resultado son tres conciertos, a los que asisten unas 8.500 personas que pagaron entre trecientos y 1200 pesos su entrada. No interesa aquí comprobar la imposibilidad de la recuperación del costo (eso no sucede nunca y la elección de sostener un teatro oficial no se hace, ni debería hacerse, en función de esa variable). Y no se trata tampoco del argumento populista de cuántos tomógrafos pueden comprarse con ese dinero, porque se parte de la base de que los gastos de Salud, o de Educación, están contemplados de manera eficaz en sus respectivos presupuestos (y si no fuera así se trataría de otro problema) y de que es bueno que haya un generoso presupuesto para cultura. La cuestión es otra.
El Teatro Argentino de La Plata está produciendo muy buenos espectáculos de ópera (Ainadamar o Giulio Cesare in Egitto, por ejemplo) a un promedio de 800.ooo pesos por título. Suponiendo que al Colón las producciones le salieran un poco más caras y que recurriera a elencos con una proporción mayor de estrellas internacionales o nombres consagrados de la puesta en escena (no como García Caffi, claro), esos seis millones de euros alcanzarían para unas treinta producciones locales. La visita de la Scala no redundó en clínicas o clases magistrales a los músicos y coreutas locales y ni siquiera hubo asientos reservados para que los integrantes del coro y orquesta estables del teatro asistieran a tan imprescindible lección. Tampoco se buscó el intercambio o el enriquecimiento mutuo que podría haber surgido de un trabajo conjunto o, aunque más no fuera, de que Barenboim y algunos de los solistas de la orquesta de La Scala trabajaran durante una semana con la orquesta local y brindara un concierto final al frente de Coro y Orquesta del Colón. Sólo se buscó un gran concierto, para los afortunados que asistieron, en sintonía con una idea de cultura centrada sólo en el consumo (y no en la producción). Buenos Aires sería, según esta concepción un poco anticuada, una gran ciudad cultural sólo por el hecho de sostener con sus fondos una institución que posibilita a ocho mil afortunados gozar de las expresiones más altas de la cultura universal. No estaría bien que el Colón no buscara satisfacer a ese público (o que, desafiante, buscara en especial no satisfacerlo). Lo que no parece a tono con la época, ni con las estrecheces de la cultura oficial en otros ámbitos –uno podría calcular que esos treinta millones de pesos que costó La Scala son precisamente los que le faltan al San Martín para funcionar como lo había hecho hasta hace poco– es que el Colón tenga esa satisfacción y ese fasto como única meta. Y, claro, a cualquier precio. Nadie niega el valor de un Rolls Royce. Pero, a veces, no es el momento para tenerlo. E, incluso, si ese maravilloso auto no puede usarse todos los días, si ni siquiera sirve para llevar los chicos al colegio o para irse el fin de semana a Paraná (no vaya a ser que se arruine), otros autos serían, además de más baratos, mejores en relación con los beneficios que podrían aportar a esa comunidad en particular.