"En la década de 1990 la música clásica y el jazz representaban, cada uno, aproximadamente un 3 % de las ventas de discos. Se habían convertido en productos de 'nicho'. Para la música clásica en particular, que siempre había clamado su apelación a la humanidad universal (y que basaba su pretensión de superioridad sobre otros géneros precisamente en su pregonada universalidad), parecía una sentencia de muerte", escribe Richard Taruskin en el quinto volumen de su monumental
Oxford History of Western Music. El habla del avance de los consumos de músicas populares (o de tradición popular, como prefiero llamarlas) entre el público de música artística, a lo largo de la década de 1960, y concluye el penúltimo subcapítulo sobre esa década ("¿Integración sin prejuicio?") diciendo que "la historia de la música clásica en las últimas décadas del siglo XX fue básicamente la historia de cómo se sobrellevó la amenaza puesta en marcha por los sesenta". El subcapítulo siguiente tiene uno de los mejores títulos imaginables y uno de los que mejor podría explicar lo sucedido con el mercado de la música de tradición clásica compuesta en esos años, por lo menos en el lado neoyorquino de la historia: "Radical Chic". Incidentalmente, más lejos de las metrópolis culturales, en confines del imperio como en ese ciudad en que hasta sus buenos aires son imaginarios, ni los compositores ni los fans de la llamada música clásica sintieron jamás ninguna sentencia de muerte sobre sus cabezas por la sencilla razón de que nunca había habido un mercado –fuera del Teatro Colón, desde ya, lo que, de todas maneras, fijaba (y fija) unos límites muy estrechos– ni, por consiguiente, ninguna pérdida. Ellos podían, y aún pueden, como lo demuestran los operómanos que divulgan sus opiniones en foros ad hoc, sentir (todavía) que nada pone en duda la superioridad espiritual de la música clásica y que, eventualmente, es perfectamente factible que el resto del mundo esté equivocado.
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