domingo, 9 de septiembre de 2012

El encanto de Orfeo








En el comienzo del ensayo "El sexo de Orfeo", incluido en el volumen La música de Eros. Opera, mito y sexualidad (prologado por Pablo Gianera, traducido por Alejandro Droznes y publcado por Prometeo), Slavoj Zizek (mi computadora impone la relevación de la obligación de los acentos en forma de circunflejos invertidos sobre sendas zetas) se pregunta: "¿Por qué la historia de Orfeo fue el tópico operístico durante su primer siglo de existencia, cuando se registran casi cien versiones?". Abunda en cuestiones que atañen a la relación del sujeto con el Amo, al aria como expresión suprema de la súplica que atraviesa dicha relación y, lejos del último lugar en importancia, de la ambigüedad sexual expresada en la asignación del papel protagónico a un castrato (en la versión de Gluck) y, luego, a una contralto o mezzosoprano (en la adaptación de esta Orfeo ed Euridice realizada por Berlioz). Olvida, en mi opinión, la razón más importante del en-canto de Orfeo, un en-cantador de fieras en los mitos órficos, una cabeza cantante que, según incontables leyendas, se aparecía, después de su muerte, a los campesinos. En su personaje, el cantante debe hace de cantante. En un círculo perfecto que remite al de Sheherazade como relatora (con el libro sucederá lo mismo que con ella; si no mantiene el interés hasta la próxima noche será matado/cerrado), el intérprete frente al público reproduce la relación del personaje con los dioses. Orfeo seduce con su canto a Caronte pero es, en realidad, a los espectadores a los que está seduciendo con las elaboradas ornamentaciones de "Possente Spirto" (en el Orfeo de Monteverdi). "Che farò senza Euridice", en la obra de Gluck, opera en el mismo sentido. Es, a la vez, la súplica por el favor de los dioses y, también, por el de ese nuevo Dios creado por la sacralización del espectáculo burgués: el público.

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