
¿Con quién estaba Yahvé cuando dijo: "Descendamos y confundamos sus lenguas"?
Blog de Diego Fischerman

En una entrada anterior se hablaba de la traducción del título del libro de Alex Ross, The Rest is Noise, en la edición española de Seix Barral. La opción elegida por el traductor, Luis Gago, y los editores, fue El ruido eterno, una frase que, además de alejarse de la referencia de Ross a la famosa frase del protagonista, antes de morir, en la segunda escena del quinto acto de Hamlet, se distancia del sentido del título original. Un lector envió, con gentileza, el link a una página web llamada Retroklang donde Gago argumenta (favorablemente, es claro) acerca de su decisión. Su razonamiento es, además de endeble, curioso. Dice: "Leí todas las traducciones al castellano de Hamlet, incluida, por supuesto, la de Astrana. Todos los traductores optan por 'Lo demás es silencio' o 'El resto es silencio'. Francamente, Lo demás es ruido suena fatal (a mí). El resto es ruido suena aún peor. Un título tiene que sonar y The rest is noise suena, además de que, para un oyente inglés, es muy fácil establecer la asociación con el 'The rest is silence' hamletiano. ¿Cuántos lectores españoles asociarían 'El resto es ruido' con la frase final de Hamlet? Ninguno, me atrevo a aventurar. Moratín simplemente valía para conseguir un título que tenía que reunir al menos dos condiciones: 1) Incluir la palabra 'ruido'; 2) Tener una vinculación con la frase final de Hamlet. Ross, los editores y yo mismo pensamos que El ruido eterno era un título eufónico que reunía las dos condiciones. Quizá no sea el mejor, pero sí el menos malo". El criterio de buscar otra referencia a un mismo texto cuando la original es difícil de traducir o poco grata en la nueva lengua es habitual en el caso de títulos de films u obras teatrales. Lo que no la hace correcta ni deseable. Y no es un dato menor el hecho de que, más allá de su discutible eufonía e incluso de su referencia a Hamlet, "el resto es ruido" quiere decir algo diferente que "el ruido eterno". Eventualmente, en la imposibilidad de conservar un juego de palabras o una cita a otro texto al mismo tiempo que el significado, siempre es preferible optar por este último. Siguiendo el criterio de Gago, un título maravillosamente sonoro como "Alice's Adventures in Wonderland" bien podría trocarse en "Instrucciones para endulzar la cabellera", al fin y al cabo también relacionado con el sentido del texto. O por el más comercial "Una niña traviesa y confundida". Que a Gago no le guste como suena "El resto es ruido" (que a mí, por otra parte, me gusta bastante) no parece un argumento suficiente como para cambiarlo por otra frase de significado diferente, por más que esta guarde alguna relación con alguna frase de alguna traducción particular de Hamlet (no conozco la de Moratín y Gago no la cita en su defensa). Y aquí es donde se comete otro error. No se trata de cualquier frase de Hamlet sino de una bastante famosa, usada como título de por lo menos tres films (una adaptación de la obra de Shakespeare entre ellos), varias canciones e incluso de una banda de rock; una frase que, aunque Gago no lo crea, hasta un español podría conocer. Y aun si no la conociera y el lector hispanoparlante se perdiera ese guiño (o el señalado por Guillermo Bazzola acerca del uso de "rest" como silencio musical) no debería olvidarse que se trata de un libro sobre música, y no sobre Hamlet, y que la idea de que "el resto es ruido" no resulta ni de cerca reemplazable por la de un "ruido eterno". La eternidad del ruido es, en todo caso, la de Babel y aquel excesivo castigo de un dios soberbio cuando, sólo para evitar que los hombres y mujeres del mundo llegaran al cielo, resolvió confundir sus lenguas para que ya no se entendieran entre sí. Y creó a los traductores españoles.

lecturas de la Historia (Debussy, Chopin) y de sus historias (la propia incapacidad pianística, que, según él, guió sus pasos como la dificultad con la perspectiva había encaminado los de Cézanne). Y también sus fascinaciones estéticas por fuera de las discretas fronteras de la música artística de tradición escrita: “La riquísima base de partículas motrices y sonoras en la música de muchas culturas sub saharianas, los ensambles polifónicos tocados por grupos de músicos sobre un xilofón, en Uganda, la República Central Africana, Malavi y otros lugares, al igual que la manera de tocar individualmente la mbira en Zimbawe, Camerún y otras regiones”. Y agregaba: “Dos cosas fueron importantes para mí, la manera de pensar en relación con patrones de movimiento, independientemente de las métricas europeas, y la posibilidad de generar configuraciones rítmico melódicas ilosorias, a partir de la cominación de dos o más voces, de manera análoga a las pespectivas ‘imposibles’ de Escher. También formaron parte de mis fuentes los laberintos de Jorge Luis Borges”. Y los títulos de esos Estudios contaban, también, la vida propia: “Otoño en Varsovia” y, de manera más ambigua –allí está también lo que las obras dicen de sí mismas–, “Desorden”, “Vértigo”, “En suspenso”. Ligeti decía, en 1996, a los 73 años, que esos Estudios eran, “hasta el momento”, quince y que tenía la intención de escribir más. Murió diez años después, el 12 de junio de 2006 y ese conjunto de exquisitas e inquietantes miniaturas para piano sigue siendo el testamento más preciso de quien siempre reescribió –y nunca de manera literal– lo que tenía a su alrededor. En ese legado establece una reconciliación con el ritmo –y con Bartók–, al que las vanguardias del siglo habían dado la espalda. Hay allí una reivindicación de un canon ignorado, donde Fats Waller, mirado –escuchado– a la vez por Nancarrow, y el Africa negra, se encuentran con Chopin que, por otra parte, ya lleva inscripta en sí esa maravillosa tensión entre la medida europea, en la mano izquierda, y el vértigo y el desorden y los inviernos en Varsovia, en la derecha.




El saxofonista Jan Garbarek grabó, a los 62 años –y seis años después de su último disco como líder–, el primer álbum en vivo de su carrera. Integrante del célebre “cuarteto europeo” de Keith Jarrett (con el que grabó dos de los discos más populares del jazz de los 70, Belonging y My Song), este temprano epígono noruego del Gato Barbieri (y, por carácter transitivo, de Coltrane), navegó luego por las frías aguas de un cierto folklorismo noreuropeo que, muchas veces, lo acercaron peligrosamente a las orillas de la new age. En Universal Languages, junto al contrabajista Miroslav Vitous, volvió al jazz –y, podría decirse, al jazz más salvaje–. En Dresden, el CD doble recién editado por el sello alemán ECM, toca con viejos amigos: Rainer Brüninghaus en piano y teclados, Manu Katché en batería y, en reemplazo del contrabajista Eberhard Weber, que sufrió la parálisis momentánea de la mano izquierda, el brasileño Yuri Daniel. Y en un reportaje publicado el sábado 19 de septiembre por Le Monde, dice: “El jazz es mi background esencial pero, definitivamente, no soy un músico de jazz. Louis Armstrong, Oscar Peterson, John Coltrane: eso es el jazz”.




