domingo, 1 de agosto de 2010

Guardianes


No se puede hablar de polémica porque los supuestos polemistas no tienen rango de tales. Pero cada vez que la puesta en escena de una ópera tiene la "osadía" de introducir cambios en la locación o la época de la acción, o se atreve a tibiezas eróticas que en el cine ya resultan ñoñas desde hace por lo menos veinte años, asoma la indignación de algunas voces a las que, en cambio, no conmueve ni la falta de imaginación, ni las tropelías musicales de cantantes o directores que ignoran las diferencias estilísticas entre Verdi y Gluck o entre Wagner y Purcell (recordar, por ejemplo, la lamentable versión musical que Pedro Ignacio Calderón realizó en el Colón de Dido y Eneas) ni las desafinaciones, que generalmente no perciben. En foros donde quienes participan suelen ser los más fanáticos y los más retrógrados, y en algunas críticas de diarios, en particular las de Carlos Ure en La Prensa (el mismo que auguró, cuando Renée Fleming debutó en Argentina, que era una cantante sin futuro), Pablo Luis Bardin en Buenos Aires Herald (quien vaticinó, hace ya algunas décadas, que Pierre Boulez y Patrice Chérau serían echados de Bayreuth a las patadas) o Juan Carlos Montero en La Nación, se defiende una supuesta fidelidad al género que, en rigor, lo es sólo a las prácticas interpretativas de mediados del siglo XX, cuando ellos formaron sus gustos. Y uno de los argumentos recurrentes es "la moda europea", ante la cual Buenos Aires debería enfrentar orgullosa su provincianismo para erigirse en baluarte del buen gusto perdido. Debería recordarse que la moda europea del 1900 es la que impuso los criterios con los que algunos todavía dirimen el buen gusto, y que Buenos Aires, en un poco más de un siglo de vida operística, gracias a la imitación mimética de esa moda, no logró ni siquiera atisbar alguna moda propia y distinta, lo que sí sucedió con un teatro sumamente vital en los últimos años al que, sin embargo, jamás se le dio entrada en los teatros de ópera. Simplemente, parece ser que los criterios teatrales algo han cambiado en el mundo. Tal vez sea para mal pero, como con la desaparición de los dinosaurios, a los admiradores del viejo orden no les queda mucho más que la mera constatación del hecho de que el mundo no es más el que amaron en sus lejanas juventudes.
En el Teatro Argentino de La Plata se está representando Giulio Cesare, de Häendel, con puesta de Carlos Tambascio y dirección musical de Facundo Agudín. Más allá de las excelencias musicales –Paula Almerares, Adriana Mastrángelo y el contratenor Flavio Oliver merecen ser vistos y escuchados– la visión sobre la obra asume riesgos y es, afortunadamente, discutible. No se mantiene una unidad temporal ni geográfica a lo largo de la obra, coexisten el mausoleo de San Martín y los monumentos fúnebres de La Recoleta con una sala camp de los años 50, y los granaderos con la guardia del César y ominosos uniformes policiales, mientras que el personaje de Cleopatra, en su momento de debilidad, asume la personalidad de Evita, con voto emitido desde el lecho y aria cantada frente a micrófono de Radio del Estado, incluidos. También hay una orgía, en un momento en que, curiosamente, el libreto habla de una orgía y con personajes que el mismo texto califica de lascivos. No obstante, según cuentan, en la función del estreno, el crítico Bardin prorrumpió en escandalizados y escandalosos gritos, ofendido en lo más íntimo de su ser y, se supone, de su convicción acerca de que la ópera se trata de algo más que un espectáculo dramático musical, que, como tal, puede gustar o no. Sólo si se tiene a la ópera como parte de alguna esotérica religión son imaginables –y hasta cierto punto comprensibles– tamañas reacciones. Qué parecidos resultan estos guardianes de la ópera a los barrabrava guardianes del fútbol. Y qué alejados, unos y otros, del placer.

11 comentarios:

  1. Si quedara alguna duda respecto del curioso hecho de que estos paladines de la crítica establecen sus criterios de pureza y autenticidad tomando como parámetro la estética de posguerra, baste señalar que el compañero Bardin llegó a criticar el caprichoso gesto del Teatro Argentino al nombrar a la ópera "Giulio Cesare in Egitto" en vez de "Giulio Cesare" a secas. O sea: que el título de la ópera no debería ser el que figura en la portada de la partitura, sino el que aparece en la grabación de Beverly Sills en 1966. Pero no sé de qué me quejo: dentro de unos años yo estaré criticando a todos los que no se les atrevan a las cadencias de Antonini en los conciertos de Vivaldi. Y conste que hablo de Giovanni Antonini y no de Antonini Wilson...

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  2. Los críticos mencionados, ¿están alejados del placer porque no les gustan las orgías?

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  3. No les gustan cuando los participantes cantan al mismo tiempo, lo que, en realidad, es bastante comprensible.

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  4. Qué grandes las cadencias de Antonini !!!
    en mi modesta opinión la ópera es un espectáculo. Y durante mucho tiempo, siglos, fue el espectáculo multimedia por excelencia.
    Y todavía lo sigue siendo.
    Si el mismo crítico tolera un "desnudo artístico" en una película y defenestra un cierto erotismo en una puesta de ópera está sacralizando el medio.
    En lo personal no me gusta ninguna sacralización, mucho menos en un ámbito no religioso.
    Temo que en cualquier momento se critique la puesta del Argentino por falta de rigor histórico, como por ejemplo el uso de instrumentos "modernos", lo que sería una sacralización de signo contrario.
    En fin, es el nivel cultural de los medios que tenemos ...

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  5. que interesante lo que planteas respecto a que uno forma el gusto en una época (se supone que la juventud) y luego analiza todo de acuerdo a ese patrón, rechazando lo nuevo.
    Ahora me pregunto hay alguna manera de zafar a esa limitación? hay criticos que son capaces de realmodar sus gustos de acuerdo a las innovaciones que proponen las nuevas generaciones??
    pregunto desde la ignorancia
    Horacio

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  6. No hay garantías de éxito, pero se puede estar preparado. Antes solía decir cosas como "la mejor versión grabada de..." Ahora me acostumbré preguntarme si será cierto. Por otra parte, aunque no se pueda prescindir totalmente del gusto –y tal vez no sea deseable– uno puede –debería– correrse un poco. Si vamos al caso, a mí la puesta de Giulio Cesare no me gustó demasiado. O, para ser más preciso, me pareció absolutamente coherente pero claramente no se corresponde con mi estética. Yo no encararía para ese lado una lectura de esa obra. Pero ese es mi gusto y no más que eso. No puedo usarlo para juzgar. Si la puesta de Tambascio hiciera agua, no sostuviera su propuesta, no profundizara un punto de vista o perdiera tensión a lo largo de la obra sería otra cosa. Uno debe tener cuidado, sobre todo, con uno mismo. O, para citar a Karl Popper, quien cree que analiza sin ideología es víctima de su ideología inconsciente. Pues bien, sabiendo que uno la tiene, hay que tratar de hacerla consciente no para descartarla pero sí para no ser prisionero de ella.

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  7. Eva en Egipto. Creo que lo que les molesta es el peronismo "explícito" de la puesta. Por cierto, a mi me hacer acordar a Astérix. En todas las aventuras de estos héroes galos, los autores demuestran como, por ejemplo, la esfinge de Tebas perdió su nariz por culpa de Obelix que se subió a mirar.

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  8. Lo que los guardianes de las esencias y "los" valores ciertamente no tienen es el pudor de la insolvencia. Y donde mayor placer encuentran es en la observancia universal de un orden. Se les nota: les brillan los ojos, se relamen disimuladamente, reprimen una sonrisa de felicidad, cuando el mundo confirma sin grietas sus preferencias: estéticas, ideológicas, fiscales, orgiásticas o ganaderas. La crítica parece consistir en la calificación de concepciones y performances de acuerdo al patrón de sus gustos (que los lectores deberían seguir), y no en la identificación y descripción de puntos de vista, procedimientos, etc., y en consideraciones sobre su inteligencia, su capacidad de excitar la imaginación, o incluso la crítica, en fin, su eficacia (respecto de qué fines). Lo que detestan, sobre todo, es el placer de lo inesperado.
    El gusto como criterio de reflexión es un poco pobre, y el crítico se ve en la necesidad de engrosarlo con la exaltación o el vituperio. De cualquier modo, estos custodios del refugio del buen gusto, frente al mundo hostil de las innovaciones desnaturalizadoras, causan más risa que otra cosa. No buscan entender ni ayudar a entender, buscan que los demás estén de acuerdo.
    No está nada mal creer en la supremacía o la irrelevancia de, por ejemplo, los valores formales, y juzgar las obras de acuerdo a ellos (el lector es libre de buscar por otros rumbos si ese no le parece adecuado); lo malo es creer que no necesita explicarse ni esa elección ni la afirmación de que una obra en particular es rica o pobre en ellos. Probablemente los casos que motivan este post sean una mezcla de ambas cosas: el gusto personal como primer criterio, y la sujeción a unos valores indiscutidos y al parecer indiscutibles (que implican el rechazo inapelable de ciertas ideas, de ciertos gestos, etc).
    El ejemplo puede ser demasiado simple, o erróneo, pero tal vez sirva: juzgar en forma negativa que el cantante desafinó, solo tiene sentido en un marco que presuponga que debe afinar; si la idea es, precisamente, que en cierto pasaje (o cierta obra) desafine, como símbolo o modo de expresar alguna cuestión, entonces lamentarse por ello es presuponer, sin explicar, la invalidez de la idea. No está mal presuponer la afinación como algo deseable (incluso la afinación absoluta, a despecho de la expresividad); la cerrazón mental consiste en no reconocer que otros pueden no presuponerla, y que esa postura puede estar bien fundamentada, que allí hay una idea que puede ser valiosa (aunque los resultados que produzca puedan no ser de nuestro gusto) y negarse siquiera a considerarla.
    Es cierto que hay un problema: es más difícil cantar afinada que desafinadamente, y a veces la innovación es un disfraz de la insolvencia. A su vez, la condena de este hecho les sirve a algunos como disfraz para acomodar el universo a sus gustos o su ideología.

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  9. Lo de las preferencias ganaderas me hace pensar en si los patrones del gusto serán lo mismo que el gusto de los patrones.

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  10. Para la puesta, ¿habrá habido algo en el inconsciente del puestista para establecer la relación entre Egipto y la momia de Eva? Y considerando la arena del desierto que, como todo el mundo sabe, cunde cerca de las pirámides, ¿habrá habido alguien caracterizado como Tufi Memet?

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  11. Voy a dar mi modesta opinión como simple apasionada por la ópera.
    La puesta de Tambascio y las voces de Giulio Cesare me deslumbraron y disfruté enormemente de un espectáculo extraordinario.
    Estoy de acuerdo con Martín Liut: a muchos les debe haber molestado el "peronismo explícito" y las sorprendentes escenas de orgías. Son esos mismos que van a la ópera tranquilos porque no se van a encontrar con nada que los despierte de sus apacibles ensoñaciones o aburrimientos, según el día.
    Sobre los comentarios de Bardin en el Herald debo decir que no me sorprenden y que, como profeta, hasta él debe sentirse defraudado.
    ;-)))

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