viernes, 8 de enero de 2016

El hombre que amaba la dinamita

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En 1950 y 1954 había viajado a Buenos Aires como director musical de la compañía teatral de Jean-Louis Barrault. En 1996, Pierre Boulez llegó a esta ciudad por tercera vez y dio tres conciertos al frente del Ensemble Intercontemporain, protagonizando un fenómeno inédito en el ámbito de la música clásica. “Colas de jóvenes que llegaron desde distintas partes del país lo asediaron día y noche para poder intercambiar una palabra con el maestro o pedirle que firmara uno de sus discos o un programa del concierto. Aunque suene extraño, Pierre Boulez, en Argentina, es una especie de pop star”, describía la revista Le Monde de la Musique.

En esa ocasión, en un encuentro con compositores realizado en el Centro Cultural Recoleta, se le preguntó acerca del posible agotamiento de las vanguardias. Boulez respondió citando al poeta René Char, sobre cuyos textos había compuesto Le marteau sans maître: “El decía que no se puede vivir sin algo desconocido delante. Siempre habrá algo desconocido, y siempre habrá gente que quiera conocerlo”. Compositor, director orquestal, divulgador, polemista, analista, maestro y “músico de Estado”, de una manera que sólo Francia podría haber propiciado, fue uno de los hombres más poderosos del siglo XX y, tal vez, el único ligado al campo de la creación musical contemporánea. Había nacido el 26 de marzo de 1925 y murió el 5 de enero de 2016  a los 90 años, en Baden Baden, la ciudad donde vivía.

Como sólo Jean-Baptiste Lully –el músico de Luis XIV– antes que él, Boulez llegó a ser –y a saber que lo era– el dueño de la vida musical de todo un país. Sus deseos bastaban para entronizar a un autor o para condenarlo al temprano olvido. Encabezó las tres grandes instituciones de música contemporánea de París: el Ircam (Instituto de Investigación y Coordinación Acústica Musical), el Ensemble Intercontemporain y la sociedad de conciertos Domaine Musical. Y fue además director de la orquesta de Cleveland, con la que grabó sus históricas versiones de la música sinfónica de Claude Debussy en 1966 (volvió a registrar el mismo repertorio, con la misma orquesta, treinta años después), de la Sinfónica de la BBC y de la Filarmónica de Nueva York, donde reemplazó a Leonard Bernstein. Formado inicialmente en Matemática y estudiante en los cursos de composición de Olivier Messiaen en el Conservatorio de París, fue uno de los personajes fundamentales de los cursos de verano de Darmstadt, donde se acuñaron gran parte de los sellos de la vanguardia musical de los 50 y 60, y de las reacciones posteriores a esas vanguardias. Fue el adalid del serialismo integral, escuela que buscaba derivar todos los elementos de una obra –o casi todos: ésa era precisamente la cuestión– de una serie inicial de sonidos a la que se asignaban, también, valores en relación con las duraciones, intensidades y formas de ataque. Pero fue también uno de los músicos que usó esas técnicas con mayor libertad. Por ejemplo, su fascinación con los gamelanes balineses –grandes orquestas conformadas sólo por instrumentos de placas– hizo que incluso en obras ortodoxas como El martillo sin dueño trabajara con uno de los grandes enemigos de sus contemporáneos, los ostinatos, que permitían ligar unos sonidos con otros, en un cierto relato sonoro, en vez de darle a cada uno una entidad propia.

Autor de un notable conjunto de ensayos sobre música, Puntos de referencia (publicado en castellano por Gedisa), Boulez se convirtió con el tiempo en un imprevisto mimado del mercado. Su disco con música de Alban Berg, de 1967, publicado por el sello Columbia, era anunciado a fin de ese año, en un aviso de la revista Time, con el siguiente texto: “Tenga una Navidad dodecafónica”. Años después fue el primero en grabar la obra completa de Anton Webern y gracias a él entraron al canon de los grandes sellos compositores como Edgar Varèse, Karlheinz Stockhausen y, obviamente, él mismo. Su visión de la Tetralogía de Richard Wagner, estrenada en el Festival de Bayreuth de 1976 con puesta de Patrice Chéreau, definió toda una época, tanto de la concepción teatral como musical. Ese mismo año, también con Chéreau, presentó por primera vez la versión de Lulu de Alban Berg completada por Friedrich Cerha. El estreno fue en la Opéra de París, el mismo lugar que 12 años antes había invitado a dinamitar, luego de caracterizarlo como “un ghetto lleno de mierda y de polvo”. Podría decirse que su puesta fue tan efectiva como los explosivos. Esa Lulu, luego famosa, fue uno de los grandes escándalos de la nutrida historia de la sala francesa.

Fue uno de los pocos autores que contó, en la segunda mitad del siglo XX y en la primera década del siguiente, una profusa discografía de su obra. Columbia (hoy Sony) lo festejó en los 70 y Deutsche Grammophon lo hizo en los 90, dedicándole toda una colección cuando el músico cumplió 70 años. Sus 80 también fueron bendecidos por el mercado, con una edición de los conciertos para piano de Bartók, cada uno de ellos grabado en vivo con un pianista diferente –Kristian Zimmermann, Leiv Ove Andsnes y Hélène Grimaud–, y una nueva versión de su ya legendario Martillo sin dueño. La lista de las obras y compositores que interpretó, en todo caso, fue siempre tan clara acerca de su credo estético como sus propias obras. Los franceses de comienzos del siglo XX, Bartók, Stravinsky, Wagner, Mahler, Schönberg, Webern, Berlioz y algunos otros autores contemporáneos: Harry Birtwistle, Elliot Carter e, impensadamente, Frank Zappa, algunas de cuyas composiciones grabó con el Ensemble Intercontemporain. Consideraba la historia de la música clásica “más como una carga que como cualquier otra cosa” y también en ese caso aconsejaba los explosivos. Rescataba, de cada época, sus modernistas y sus revoluciones. Fue un humanista a la vieja usanza y, hasta último momento, un luchador incansable. Alguien, alguna vez, le recriminó que contestara a una crítica adversa que carecía totalmente de relevancia. La réplica de Boulez se hizo famosa: “Siempre hay que responder”.

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