lunes, 25 de enero de 2016

Nombres









Hans Franelmacher amaba Buenos Aires desde antes de conocerla. Estudiante de Letras, apasionado por el tango y la lectura de Borges, entre otras cosas, llegó a la ciudad con una primera idea: recorrer la manzana de la “fundación mítica de Buenos Aires”. No la encontró. Algún tonto había arruinado el poema del bardo ciego con el borgeano recurso de la paradoja y, al homenajear al maestro, confiriéndole su nombre a una porción de una calle antes llamada Serrano, había tornado inexistente aquella “manzana pareja que persiste en mi barrio”. Ya no persistía, claro, y ahora era la de “Guatemala, Borges, Paraguay, Gurruchaga” que, para peor, rompía con el impecable alejandrino. Franelmacher descubriría pronto, de todas maneras, que ésa era una excepción. Los escritores no formaban parte del entramado urbano, salvo que se tratara de los que eran suficientemente antiguos como para que los gobernantes los hubieran estudiado en el colegio (José Mármol, Hidalgo o Del Barco Centenera) o los que habían sido peronistas ostensibles (Leopoldo Marechal, Arturo Jauretche o Raúl Scalabrini Ortiz).

Al estudiante alemán, que había aprendido castellano en la universidad y se había preocupado por reproducir, hasta donde le era posible, el auténtico acento porteño aprendido en las películas de Gardel –que causaría el estupor y las burlas de los cordiales nativos que conoció durante su estadía–, ya le había llamado la atención llegar a un aeropuerto llamado “Ministro Pistarini” y entrar a la ciudad por una autopista que, incomprensiblemente, cambiaba de nombre en la mitad. Su primera porción se llamaba “Tte. Gral. Ricchieri” y la segunda aparecía bautizada como “Luis Dellepiane”. El apelativo había sido entrevisto a la distancia desde el taxi que lo llevaba, antes de que éste tomara otra carretera, esta vez con nombre de oxímoron: “Gral. Paz”. Curioso como era, apenas llegado a la ciudad conectó su computadora y averiguó a quiénes evocaban esos primeros signos de cultura argentina percibidos en el trayecto. El ministro Pistarini que competía, desde la puerta de entrada aérea a una ciudad capital, con personajes como Charles De Gaulle, John F. Kennedy y Antonio Carlos Jobim, había sido un general que se opuso a la política de Yrigoyen, que regenteó la compra de armamentos en Alemania durante el gobierno de Uriburu y que, más tarde, recibió la Cruz de Hierro del Tercer Reich. Ministro de Obras Públicas de Agustín P. Justo y luego de Perón, había sido el impulsor de la construcción del aeropuerto. El Tte. Gral. Pablo Ricchieri, ministro de Guerra de Julio A. Roca, había sido el creador del servicio militar obligatorio. Y Luis Dellepiane había ocupado el cargo de jefe de la Policía Federal durante la Semana Trágica.

Conocedor de la Argentina como era, a Franelmacher lo sorprendió no sólo la profusión de próceres evocados en las calles –esa remota república americana parecía tener más héroes que cualquier otro país del mundo– sino la ausencia en la toponimia de todos aquellos que lo habían hecho desear llegar hasta allí. No aparecían ni Enrique Mario Francini, Alfredo Gobbi, Osvaldo Fresedo, Carlos Di Sarli, Astor Piazzolla o Miguel Caló; ni Oscar Serpa, Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero o Charlo; ni Alberto Ginastera, Constantino Gaito o Juan Carlos Paz. Tampoco Ezequiel Martínez Estrada, Roberto Arlt, Manuel Puig, Juan José Saer, Germán Rozenmacher, Humberto Costantini, Rodolfo Walsh, Bernardo Kordon, Bernardo Verbitsky, José Bianco, Silvina Ocampo o Adolfo Bioy Casares. No había cineastas como Fregonese o Birri, ni figuraban Berni, Spilimbergo o Pettoruti. Estaban en cambio entronizados los más oscuros militares, e incluso intelectuales brillantes, como el abogado Manuel Belgrano, aparecían con un “Gral.” (en vez de un “Dr.”) antepuesto. Y hasta el legendario presidente Juan Domingo Perón era, en su encarnación gentilicia, “Tte. Gral. Juan D. Perón”. Luego averiguaría que la revancha de los políticos, arribados al poder tras las dictaduras, no había sido mejor. Ellos, como los militares, recurrirían a su grisáceo sistema de referencia y en lugar de generales homenajeaban, claro, a políticos. Así, el Ministro Roque Carranza mereció la estación de subte que hubiera inaugurado de no haberse muerto, y tuvo también su calle Ricardo Balbín, un eterno candidato radical cuyo único mérito fue haber perdido sistemáticamente todas las elecciones en las que compitió contra el peronismo y, también, algunas en las que se enfrentó con sus propios correligionarios, como la interna que ungió a Raúl Alfonsín como autoridad del Comité Central del partido.

Pero hubo, también, otras cosas que confundieron a Franelmacher. Arribado a la circunvalante Gral. Paz, vio indicaciones que señalaban “Río de la Plata” y “Riachuelo”. ¿Serían lugares turísticos? Esos carteles, imaginados por geógrafos militares, carecían en realidad de significado para cualquiera que no conociera de antemano los mapas de la ciudad. ¿Dónde estaba la ciudad, en el Río de la Plata o en el Riachuelo? ¿Y el aeropuerto? ¿Es que Riachuelo era otro nombre del Ministro Pistarini? Podría ser que esas señalizaciones no sirvieran para orientar en la ciudad a viajeros desconocedores. Que no indicaran cuál era la dirección del aeropuerto o la de del Obelisco pero, por lo menos, permitirían llegar al Río de la Plata y al Riachuelo, esos poderosos atractivos turísticos. No. En un extremo estaba, sí, un bonito puente llamado De la Noria que atravesaba un proceloso río de vinosas aguas servidas. En el otro, se desembocaba, antes de avistar cualquier superficie líquida, en otra autopista, de nombre Leopoldo Lugones (¿el poeta de la cruz y la espada o su hijo, el inventor de la picana eléctrica?). Lo que Franelmacher comprendió entonces es que el venerado Jorge Luis Borges había pintado su ciudad como ninguno. No en las esquinas rosadas, y ni siquiera en esa manzana a la que le habían negado la persistencia pareja, sino en los datos inasibles de Tlön, Uqbar y Orbis Tertius; en los laberintos y los espejos; en la espesa lógica militar y en el mediocre correlato civil de sus gobernantes que, tal vez para siempre, habían diseñado una ciudad que no respondía a sus nombres.

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