En la crítica hay un subgénero detestable: la "crítica del público". Varios colegas, consciente o inconscientemente incurren en ella y uno de sus aspectos más desgraciados es que la ejercen sólo cuando el público no está de acuerdo con –o hace cosas que le molestan a– ellos o ellas. Si los asistentes a un concierto, por ejemplo, aplauden lo mismo que quien critica, se dirá "una calidad (o un poder de comunicación, o lo que sea) rubricado por el caluroso aplauso/la ovación/etc." Si, en cambio, el público aplaude lo que al crítico o crítica no le gustó, éste o ésta se despachará violentamente contra él: su formación, sus gustos y hasta sus modales. Dicho esto, haré un poco de "crítica del público". Al fin y al cabo este es un medio un poco más (auto) complaciente que un diario o una revista y uno puede permitirse ciertas infidencias, confesiones y hasta alguna que otra bajeza. En rigor, más que crítica, lo que haré son preguntas acerca de cuestiones que escapan totalmente a mi comprensión. ¿Por qué las toses comienzan cuando empieza la música y no antes? No conoazo ningún tosedor. Pero es obvio que los hay. ¿Quiénes son? ¿Están resfriados? ¿Tosen por nervios? ¿Por horror al vacío? Y, en ese caso, ¿cómo puede ser que la música que aparentemente eligieron para escuchar, abonando para ello un estipendio muchas veces oneroso, les parezca "el vacío? ¿Es posible que un pianísimo o, simplemente, un momento en que no se produzca alguna clase de clímax (aunque tal vez se lo esté preparando) resulte intolerable para tanta gente? ¿O se tose por otras razones, más privadas y aún menos comprensibles? Tema dos: los celulares (y no me refiero a la obsesión de Jarrett con las fotos o filmaciones). Ante todo está la cuestión sonora. Y siempre, regularmente, en cualquier función teatral, hay algún celular que suena (a veces varios). Durante un tiempo creí que se trataba de olvidos. Y no podía comprender cómo era que alguien olvidaba precisamente eso. Ahora creo que no, que hay gente que decide que estar "comunicada" no es algo negociable y que decide dejar sus celulares conectados durante la función. La comodidad del otro (incluso del artista), o la mera ley o convención social destinada a la mejor convivencia, no es para ellos equiparable, ni mucho menos superior, a su necesidad del celular. Pero están también, y no son menos molestos, los que anulan el sonido pero utilizan el celular asiduamente a lo largo de una función. No sólo perturban el resplandor y los parpadeos lumínicos, sino, sobre todo, la torturante verificación de que uno no lo entiende todo y de que está lejos de conocer todas las respuestas del universo. ¿Qué es lo que lleva, por ejemplo, a que una pareja de mediana edad (o tal vez algo más, y esto lo digo en defensa de los tan anatemizados jóvenes), sentada en primera fila en el concierto de Philip Glass, haya jugado (ambos y simultáneamente) con su celular durante toda la extensión del mismo? No es que la música me pareciera fascinante, como consta en
la crítica que se publicó en Página/12, pero la actitud de la pareja celularófila la hizo aún más exasperante. Mis últimas observaciones del día, dado que ayer fui a ver
Eraritjaritjaka, de Heiner Goebbels, que se presenta (también hoy, y vale la pena) en el Teatro San Martín y como parte del FIBA, tienen que ver con el público de teatro (que era, en este caso, mayoritario). Y es que el público de teatro, como el de danza contemporánea, tiene una particularidad: para demostrar que comprende el código, que pesca alguna alusión, que se ha metido en la obra, se ríe. No es una sonrisita ni exactamente una carcajada como la que podría escucharse en un cine durante la proyección de una película cómica. Se trata de una suerte de explosión: una especie de vómito carcajante. Y además estentóreo. Y, nuevamente, una pregunta: ¿por qué?