Escucho la
Sonata 17 de Beethoven tocada por Alexei Lubimov en una reproducción de un piano Érard de 1802, similar al que la firma francesa regaló al "pianista vienés" en la época en que éste estaba componiendo la
Éroica. Aparentemente –nunca se sabe del todo–, Beethoven escribió la
Sonata 21, "Waldstein" –otra de las obras incluidas en el mismo disco– pensando en este instrumento. El efecto de escuchar esta obra en ese instrumento es, desde ya, inquietante, en el mejor sentido de la palabra (y estuve tentado de afrancesarme y escribir un guión entre in y quietarme). Sólo diré que nunca escuché igual la apoyatura sobre sol sostenido, en el acorde de Re del sexto compás. Nunca tan cerca de la sensación de disonancia como tensión entre fuerzas. Y es que, en algún sentido, la tradición del siglo XIX y XX, en la fabricación de instrumentos –e incluso en la amplificación de las secciones de una orquesta– conduce al borramiento de fricciones. A suavizar. A limar aristas. En esta versión (CD recién editado por el sello francés Alpha del que
aquí hay una especie de anticipo y que incluye también la "Claro de luna"), en cambio, a pesar del timbre casi acariciante del Érard, de la sutileza de sus pedales (incluyendo el "una corda"), no hay suavidad. O, en todo caso, el pianista no debe recurrir a ningún artificio para reponer la dureza original.