Rufus Wainwright es un artista interesante. Y desmesurado. A veces esta segunda característica es la causa de la primera. Y en ocasiones, como en su ópera
Prima Donna, la destruye. El Teatro Colón ha programado, para el viernes 19 y sábado 20, un espectáculo que se llama como su ópera pero que no es su ópera sino una selección de fragmentos en su primera parte (con las excelentes sopranos argentinas Guadalupe Barrientos y Oriana Favaro) y un recital con orquesta en la segunda. El mejor costado de Wainwright,
a quien tuve ocasión de entrevistar en 2013, es cuando no cede a la ampulosidad y, como en
su presentación de hace dos años en el Teatro Gran Rex de Buenos Aires, cultiva un cierto ascetismo. Y es posible que este espectáculo que se presenta ahora, y que promete exactamente lo contrario, obedezca, simplemente, a una tradición que el Colón labra con un ahínco no por reciente menos apasionado: comprar buzones (y hacerlo con dineros públicos, desde ya). Será extraño ir a ese teatro, y ver en su palco a un director que además de ostentar la inédita suma del poder como Ministerio de Cultura de Buenos Aires ha realizado declaraciones de una imprudencia y una gravedad llamativas. Será chocante esa combinación de pretendido refinamiento y brutalidad ramplona. Wainwright es, en todo caso, un cantante que trabaja con la idea de representación en primer plano. Y el Colón, ya desde la metáfora edilicia en que cada piso corresponde a una clase social, pone en primer plano las representaciones.