Quedan discusiones pendientes. Y posiblemente, por lo menos durante esta gestión gubernamental en la ciudad de Buenos Aires, no lleguen a tener lugar. No es menor la cuestión de qué papel debe cumplir para la sociedad un teatro que, como el Colón, le sale al Estado 150 millones de pesos anuales (para el año próximo la Dirección del teatro solicitó en la Legislatura 185 millones). Se trata de la inversión en cultura más grande de la Argentina –en este caso realizada por la ciudad autónoma de Buenos Aires– y más allá de la obviedad de que se trata de un teatro de ópera y ballet y de que su objeto no debería traicionar su tradición y su valor simbólico, todo lo demás debería ser planteado desde cero. Si es un "museo" del patrimonio musical de Occidente, como plantean algunos, debería tenerse en cuenta el hecho de que ese museo está en Buenos Aires. E igual que en los museos de artes plásticas que, si son manejados con inteligencia, lo primero que se preguntan es a qué colecciones tienen acceso y luego tratan de ponerlas en valor, en este caso se debería empezar por pensar qué ventajas comparativas –y en qué repertorio– podrían generarse. Un teatro de ópera, por más que esté en Buenos Aires, debe hacer Mozart y Verdi pero, en principio, es improbable que lo que allí se produzca pueda competir con los grandes teatros del mundo. La ópera es hoy carísima, el valor relativo del peso con respecto al euro no ayuda y las distancias y la falta de un corredor operístico en Latinoamérica tampoco. Pero el hecho de tener talleres de producción propios, y a precios internacionales bajos, es un dato a favor. Y si además del repertorio tradicional se hiciera, aunque fuera una vez por año, algún título que en el resto del mundo a nadie se le ocurriera –por decir algo,
El matrero, de Felipe Boero, con puesta en escena de Fuerza Bruta– la ecuación podría mejorar. La gestión de Lombardero al frente del Colón algo había hecho en ese sentido y actualmente ha logrado poner al Argentino de La Plata en un plano competitivo (y muy por encima del Colón en cuanto a interés artístico) que hace unos años nadie habría soñado. El Colón es, hoy, un teatro divorciado de tres estamentos con los que debería estar integrado por definición, y nadie se lo plantea. Es un teatro que no tiene relación con el mundo de la cultura: en una ciudad que convoca multitudes con su festival de cine independiente, con el festival internacional de teatro y hasta con el de jazz, el Colón no interpela en absoluto a ese público (lo hizo en gestiones anteriores, con la
Metrópolis de Lang con música de Matalón interpretada en vivo, con
Variété, con el Festival Kagel o con
La Ciudad Ausente de Gandini y Piglia). Es un teatro que no mantiene relación con las instituciones musicales que el propio Estado de Buenos Aires financia: los compositores e intérpretes argentinos no tienen ningún lugar –o muy escaso– en las programaciones. Es una sala cuya programación operística no ha dado lugar ni a la literatura argentina en sus libretos ni al teatro argentino de las últimas décadas en sus puestas en escena.
Pero, como decía, estas (y otras más) son discusiones pendientes. Las actuales tienen que ver, lisa y llanamente, con un teatro que no funciona. Donde la conflictividad se ha llevado al extremo, donde se buscó desplazar a 400 empleados, entre ellos a los delegados, y se lo hizo tan mal que no sólo debieron admitirlos de nuevo sino que se los convirtió en héroes. Donde se buscó una ley de autarquía cuyo único objetivo real era sacar el Colón del ámbito del Ministerio de Cultura pero a cambio se consiguió que allí siguiera estando (aunque con un extraño compromiso de Lombardi de no meterse) y que se pergeñara un directorio con participación de los trabajadores y en el que, muy probablemente, el delegado de esa parte, el fotógrafo Máximo Parpagnoli, sea precisamente quien habían buscado sacarse de encima. Donde la conducción gremial está totalmente desmadrada, se decretan paros por tiempo indeterminado en el comienzo de los conflictos (¿qué seguirá después, la decapitación de abonados?), se mezclan cuestiones salariales con otras de programación y hasta filosóficas y los paros y suspensiones de funciones tienen como motivos, textualmente, la exigencia de un aumento del 40 % (merecido pero sumamente complejo de otorgar en el marco de la administración municipal cuyas ventajas, por otra parte, los empleados no querrían abandonar), el cambio de los pisos para el ballet y "que Macri diga qué quiere hacer con el teatro". Y donde la dirección del teatro hace gala de la cintura política de un elefante acromegálico y tiende a recorrer los pasillos munida de bidones de nafta, a la búsqueda de la menor chispa que atizar. En ese marco, y sin que nadie tenga la menor idea de cómo seguir (tampoco los gremialistas, a decir verdad) se suspendió una función de la ópera
Falstaff. Fue la tercera suspensión de funciones: la primera había tenido como víctima a
Katya Kabanová de Janacek y la segunda a la cellista Sol Gabetta, que actuaría con la Filarmónica de Buenos Aires. En el medio hubo otra suspensión, la de lo que quedaba de la temporada de ballet, pero decretada por la Dirección, que acusó a los bailarines de no querer bailar. Ellos, por su parte, retrucaron con la denuncia acerca de la inadecuación de los pisos de salas de ensayo y escenario y la falta de respuesta del teatro a sus reclamos.
En cuanto al
affaire Falstaff, los delegados gremiales de ATE (uno de los gremios con representación en el Colón), que habían firmado diez horas antes un compromiso de "no entorpecer las negociaciones", como no escucharon lo que querían las rompieron unilateralmente. La otra parte los acusó de "piqueteros del escenario" y amenaza con "sanciones ejemplificadoras". La
pax romana a la que había arribado la gestión de Iglesias y Lombardero (ex directores administrativo y artístico respectivamente, actualmente con iguales funciones en el Argentino) fue dinamitada por una administración que paralizó las obras y la actividad artística durante un año, que se imaginó fundando Buenos Aires por tercera vez (haciéndola, decían) y que llevó al Colón a la peor situación de su historia, más allá de la posterior (y demorada) inauguración (y sin entrar en los aspectos oscuros de la misma y en lo que quedó por hacerse o se hizo mal). La política con respecto al Colón ha sido, como en los faroles de las plazas, la pintura de dorado, y como en las calles porteñas, el cambio de mano. Y Falstaff, en su casa, murmura para sí el texto de la fuga final: "Tutto nel mondo è burla. L'uom è natto burlone".
<excelente el análisis, diego, sobre a situación del colón. Muy equilibrada. Me lleva a agregar lo siguiente. Los grandes teatros públicos del mundo tuvieron un gran momento luego de la Segunda Posguerra, cuando los Estados entendían a a cultura como a una inversión. Ahora, en la economía global del xxi, es muy difícil que escape a la presión por convertirla en un negocio. Rigidez gremial con su lógica de todo o nada termina abonando las peores recetas gerenciadoras. Para decirlo con otra imagen: es como si estos grandes teatros fueran cruceros que antes nadaban en el mar de la abundancia y que ahora quedaron como encallados en la laguna de Chascomús (más allá de que sea cierto el hecho de que el COlón se lleva parte muy significativa del presupuesto en Cultura del GCBA. Pero, por lo vi y lei sobre otros grandes teatros del mundo, casas más, casas menos, igualito que en Santiago...Y hay una parte casi mágica de los teatros, como si su porte y su contundencia hasta material produjera una especie de locura colectiva muy curiosa: me llama la atención que todavía haya quienes sigan pidiendo las mediciones acústicas, casi deseosos de q los números den mal, cuando a oídos muy autorizados la acústica fue preservada. Cordialmente, Juan
ResponderEliminarBrillante, estimado Fischerman.
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