El Teatro Colón exhibió, en su último programa de ópera, dos obras escritas hace unos cien años,
Erwartung, de Arnold Schönberg, y
Hagith, de Karol Szymanowski. La información de prensa hablaba de "dos óperas vanguardistas". Más allá del error y los malos usos de la palabra "vanguardista" resulta interesante tomar tal apreciación, que podría ser compartida por una porción significativa del público de ópera, desde una perspectiva antropológica. Es decir, no calificarla de falsa o equivocada sino tratar de dilucidar qué verdad expresa para una determinada comunidad.
El hecho de que la música de hace cien años siga siendo pensada como "contemporánea" –y no sólo por sus enemigos, como lo demuestran los orgasmos múltiples obtenidos por quienes temblaron ante
Erwartung como quienes recibían un baño con el agua bendita de la modernidad, vertido desde su propia fuente– puede, simplemente, atribuirse a la falta de información. Pero, también, puede servir para provocar algunas preguntas. Por un lado, la falta de información y la ausencia de frecuentación de ciertas obras y estéticas es real.
Erwartung, en efecto,
se escucha en vivo en Buenos Aires por primera vez en sesenta años, lo que hace que se trate, para más de dos generaciones, de una novedad nada metafórica. Por otro, y en un sentido que podría parecer opuesto, por primera vez en la historia, todo –o casi todo– el pasado esté disponible, por lo menos si se tiene la curiosidad y los medios técnicos –una computadora y un servicio de Internet– necesarios. Las reglas del juego han cambiado, aunque no se sepa exactamente cómo, y algunos de sus efectos empiezan a notarse. Podría pensarse que, desde hace un tiempo, los estilos han dejado de clausurarse y reemplazarse entre sí, como era otrora. Simplemente se superponen.
El
Primer libro de
Estudios para piano de György Ligeti, al que nadie en su sano juicio le birlaría su condición de contemporáneo, fue compuesto en 1985, hace 37 años. Por no hablar de
Revolver, de The Beatles, que tiene 46 años de edad, o del sorprendente
City of Glass que la orquesta de Stan Kenton registró 59 años atrás. En otras épocas, esos eran tiempos muy largos. 37 años es el lapso transcurrido, sin ir más lejos, entre las
Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, y el
Concierto para piano y orquesta K216 de Wolfgang Amadeus Mozart, es decir entre dos mundos estéticos absolutamente diferentes.
Por supuesto, la imagen de un tiempo estático es falsa. Como lo es la sensación de que nada nuevo ha sucedido en el campo de la música en los últimos cuarenta años. Y allí están para desmentirlo, en diferentes campos, Fausto Romitelli, Bang on a Can, Mars Volta, Björk, Kris Davis, Ernesto Jodos, Toshio Hosokawa, Factor Burzaco o Thinking Plague, entre muchos otros. Por un lado, se hace necesaria la actualización de la biblioteca de la modernidad. En un sentido, sería tiempo de que Schönberg, Cage y hasta Stockhausen y Boulez empezaran a poder ser vistos –y oídos– como la historia y no como el presente. Por otro habría que reconocer que sí ha caído, creo, ese gesto de voracidad estética, de afán por alguna clase de infinito, como sentimiento de época. Esa manera de saltar hacia adelante que está en los Beatles, en Caetano, en Almendra o en el primer disco de Deep Purple,
Shades of Deep Purple, de 1968 (anterior en varios meses al
Álbum Blanco), y en el Penderecki de los 50 y los 60, y en Ligeti y en Coltrane, por supuesto. Esa forma de entender el arte que, en la actualidad, está aquí o allá, pero no en todas partes.