Ya en la edición de los setenta del viejo libro de Joachim-Ernst Berendt acerca del jazz, se hablaba de Jarrett como “pianista romántico”. Y eso era cuando Jarrett todavía no era totalmente Jarrett. Cuando apenas podía vislumbrarse el gesto lírico, la pasión melódica, por debajo –y al mismo tiempo– que la vorágine. Cuando era el pianista de uno de los grupos de jazz más pop que dio el género, el cuarteto de Charles Lloyd a mediados de la década de 1960, o cuando, en 1968, publicaba Somewhere Before, su primer disco en trío, con el contrabajista Charlie Haden y el baterista Paul Motian; cuando Facing You, grabado en noviembre de 1971, inauguraba la idea de la improvisación al piano como viaje y del jazz más como paisaje que como gramática. Cuando Keith Jarrett, en 1973, editaba su álbum triple Solo Concerts Bremen/Lausanne, con el registro de sus actuaciones de marzo y julio de ese año. Cuando todavía no existía Köln Concert, ese álbum doble de 1975 que llegó a convertirse en el best seller más inesperado de la historia, con una venta de más de tres millones y medio de copias.
Alguien, alguna vez, decidió que el romanticismo era una frase como “amar es nunca tener que pedir perdón”. Que se encontraba en los teleteatros y en las peores canciones. Lo romántico, sin embargo, estaba en otra parte. En la escena en que el padre cabalga enloquecido con su hijo enfermo en brazos, mientras el niño le cuenta, entre delirios, cómo la muerte lo llama insistente, en la canción “El rey de los alisos”, de Schubert y Goethe. En la noche de Novalis y la locura de Hölderlin. O, más cerca de Allentown, Pennsylvania, donde Jarrett nació en 1945, en los personajes de Scott Fitzgerald y en el amor mayúsculo de las historias minúsculas de Carson McCullers. Y, es claro, en sus largas improvisaciones al piano que diseñó como mapa y radiografía del desgarro, y donde, además, románticamente, se coloca a sí mismo –como Lord Byron, como Héctor Berlioz– en el lugar de la obra de arte. Esas improvisaciones al piano fueron cristalizando, con los años, en un género en sí mismo. Un género que incluía su realización en grandes salas de concierto; un diálogo con la tradición que terminaba de completar lo que sucedía con la música. La Scala, la Salle Pleyel de París, el Carnegie Hall o la Staatsoper de Viena fueron las huellas y las señales de esa travesía. Y hoy a la noche, el Teatro Colón se agregará a la saga. Aquí, en uno de los teatros con mejor acústica del mundo, en esa especie de Alla Scala ampliado imaginado en un puerto del fin del mundo por la megalomanía de las clases dominantes de comienzos del siglo XX, actuará el pianista que convirtió a la búsqueda de la idea –y no sólo a su hallazgo– en una de las bellas artes.
En Jarrett está ese gesto tan chopiniano de la tensión, de la voz que sujeta al tiempo (y se sujeta en él) mientras otra lo enmascara y desdibuja, lo bordea y difumina. Y está también su gestualidad, ese canturreo junto a las notas que puede convertirse en grito o en profunda aspiración o explosiva exclamación, en su hamacarse en el aire, y sacudirse y temblar, desde el único punto de apoyo de sus dedos en el teclado. Y está, también, su propia biografía: una vida que ncluye, como la de todo romántico, la enfermedad. Jarrett enfermó. No era una enfermedad externa. Era la propia enfermedad del alma: la fatiga crónica. Un eufemismo aceptado por todos para designar un brote psicótico. Y se dijo que Jarrett ya no tocaría. El artista, consumido por sí mismo, abandonaba el mundo antes que su cuerpo, tal vez sólo para poder mirar como los otros lo miraban; cómo veían su retiro y cantaban sus alabanzas. Cómo hacían para vivir sin él. Y entonces comenzó su otra historia romántica, la historia de fantasmas. De los que han dejado su vida inconclusa y deben seguir rondando, grisáceos y tan incorpóreos como inevitablemente visibles, para atar los hilos sueltos. O, simplemente, como aquel extra encarnado por Peter Sellers en The Party, incapaz de aceptar que la muerte del personaje había concluido con su escena. Jarrett, entonces, volvió para empezar a despedirse. Actuó con su extraordinario trío –él, Gary Peacock en el contrabajo (con cáncer) y Jack De Johnette en la batería (con una espantosa tendinitis crónica en una mano). Las últimas publicaciones del grupo eran siempre grabaciones de unos años atrás y la última de ellas se llamaba, sintomáticamente, Yesterdays (2001). Hubo, también, melancólicos conciertos solistas, en Tokio y en el Carnegie Hall. Como siempre, el pianista lograba que lo habitual sonara cada vez distinto. Y entonces llegó un conjunto de discos tan extraordinario (tres CDs y más de dos horas de música) que hizo palidecer a todo lo anterior. Que reunía las grabaciones de los conciertos en Londres y París en noviembre y diciembre de 2008. Y al que se nombraba como Testament.
La música era la de un músico joven, dispuesto a abalanzarse sobre el mundo. Nada había allí de la resignación o del reciclaje. Cuando ya nada parecía poder inventarse, Jarrett volvía a crear las leyes de lo que él mismo había gestado como género casi cuatro décadas atrás. Todo empezaba de nuevo. Pero, por otra parte, estaba ese título, “testamento”, tan final. Es cierto, podría ser el comienzo de una nueva despedida. Y la despedida podría ser larga. No obstante, ya se sabe, lo importante no es que las cosas se digan sino el hecho de que alguien considere importante el hecho de que sean dichas. Que este testamento incluyera una música irremisiblemente nueva (aunque al mismo tiempo tan indefectiblemente jarrettiana) no podía ser ignorado. Y, tampoco, lo podían ser las extrañas notas incluidas en el cuadernillo del álbum por el pianista –es decir consideradas por él como esenciales a la música–. No se trataba tanto de colocar la desventura personal como parte de la música como, al contrario, incluir a la música en el discurso del desgarro. “Entonces mi mujer me dejó (fue la tercera vez en cuatro años)”, cuenta, por ejemplo. O, más adelante: “No había tocado solo en Londres, creo, desde hacía 18 años. Era mi primera actuación solista desde que mi mujer me había dejado y estaba en un estado de increíble vulnerabilidad emocional”. El pianista que había creado y desarrollado el concepto de la música como tránsito –o, más bien, en un sentido más cercano a Gurdieff, de quien Jarrett fue (o es) seguidor, de travesía o atravesamiento– se veía compelido a contar ese otro tránsito, el de su vida personal y sus desventuras amatorias, como parte de la misma música. Un relato y otro, eventualmente, concurrían. Si en el estilo de Jarrett siempre habían tenido un papel preponderante la deconstrucción, la fragmentación, la explosión de un motivo en miles de motivos y la posibilidad de que cada pequeña célula proliferara en un gigantesco magma, en estas actuaciones que el pianista realizó bajo el signo del abandono y, según él mismo dijo, del dolor más lacerante, el estilo se constituía en su exacto espejo. No había certezas. No había un orden prefijado. Todo podía desaparecer en cualquier momento. No se trataba, desde ya, de una música puerilmente narrativa. Tal vez ni siquiera hubiera allí un trabajo consciente en lo formal para que el desarrollo sonoro creara la sensación de abandono –y, también, de salvaciones providenciales–. Se trataba, más bien, de llevar aquello que siempre se había parecido a tocar sin red hacia un estado de verdadero desamparo y expectativa; de auténtica intemperie. Jarrett no jugaba al abandono. Estaba abandonado. No aparentaba, ni coqueteaba con los territorios inseguros. Se encontraba, literalmente, en un territorio que era todo temblor, todo anticipación.
Si el jazz es siempre irrepetible, es posible que estas improvisaciones sin clisés de ninguna índole, sin esas fórmulas que actúan como las grampas y los clavos de los andinistas, para sujetarse a una idea, a una región armónica, a ciertos patrones rítmicos, lo sean en extremo. Que Jarrett, por la fuerza de su pathos, haya llegado allí a un punto de depuración –y de abismo– absolutamente único. En el libro Mi deseo feroz, que recoge una serie de conversaciones de Jarrett con Kunishiko Yamashita y Timothy Hill, el pianista habla de cómo quedarse en un acorde de La Menor y aceptar lo que ese acorde es, sin intentar disimularlo ni investirlo de ninguna pretensión. Habla también de evitar los lugares comunes, de no caer en esos movimientos casi automáticos que se hacen para embellecer un acorde. “Es fácil agregarle una sexta o una novena para que suene más atractivo o más jazzístico. Lo verdaderamente interesante es, en cambio, mantenerse ahí, dejarse ganar por el color del acorde hasta que uno sepa que de ahí puede ir a cualquier lado.” Acerca de sus improvisaciones en el piano, lo que dice es revelador: “No debo tener ninguna idea previa para no ser víctima de mis condicionamientos más superficiales”. La idea se completa casi a la perfección con lo que aseguró en una entrevista realizada por Página/12, cuando llegó por primera vez a Buenos Aires, en 1994, para tocar con su trío: “Lo más importante es olvidarse de todo antes de tocar. Y, sobre todo, no empezar con un tema. Eso sería demasiado condicionante. Trato de que el punto de partida sea siempre mínimo. Cuanto más insignificante, más caminos abre”. En un sentido, a esas largas improvisaciones en que las transiciones, lejos de estar disimuladas, son expuestas sin culpa, podría caberles lo que Theodor Adorno descubre en las últimas sonatas de Beethoven: la falta de embellecimiento como acto supremo de creación. Jarrett exhibe los mecanismos para desarrollar una idea y también allí se hace cargo de un pensamiento esencial del siglo XX: el proceso es la obra.
Héctor Berlioz había convertido, en una sinfonía a la que llamó “fantástica”, su enamoramiento por una actriz inglesa en una gesta donde el artista se enfrentaba a la insensibilidad del mundo burgués y acababa como parte de un delirante aquelarre. Jarrett llevaba su sinfonía fantástica al terreno del piano y de esas improvisaciones sin diseño previo en las que los momentos de búsqueda, las indefiniciones, los titubeos, las costuras, en lugar de ser escamoteados –como en el relato clásico– son expuestos. La idea de testamento, es decir de legado a la posteridad –tal vez, impregnado de denuncia hacia la incomprensión de su tiempo– parecía, por otra parte, absolutamente wagneriana. “Con esta nueva concepción mía me salgo por entero de toda relación con nuestros actuales teatro y público”, escribía el compositor alemán. “En el Rin construiré entonces un teatro e invitaré a una gran fiesta. Después de un año de preparación, representaré a lo largo de cuatro días mi obra entera; con ella daré a conocer a los hombres de la revolución la significación de su empresa en su sentido más noble. Este público me entenderá, el actual no puede hacerlo”. No debe olvidarse, en ese sentido, que Jarrett, a su manera –es decir a la manera del mercado discográfico y de la producción de un sello como ECM, que Manfred Eicher creó casi a su imagen y semejanza (la de Jarrett)– siempre tendió al wagnerianismo. En una época en que un álbum doble era un acontecimiento y los triples correspondían a los proyectos más descomunales de los grupos de rock más pretenciosos, Jarrett editaba dobles o triples como si nada y llegó a la desmesura de un álbum de diez discos de larga duración (la edición en CD abarca seis), con Sun Bear Concerts, grabado en 1976 en Kioto, Osaka, Nagoya, Tokio y Sapporo.
Otra edición fuera de medida, los seis Cds que cuentan todo (absolutamente todo) lo que sucedió en cada uno de los seis sets de cada uno de los shows que el trío dio en el Blue Note a lo largo de tres días de 1994, dan cuenta de la misma idea, fractalmente ampliada, de sus improvisaciones. Allí todo cuenta. Y Jarrett cuenta también –y es por cierto más interesante que la historia del abandono de su mujer y la fragilidad emocional en que esto lo sumió– la historia de esas historias. En el mismo folleto de su testamento, dice: “A lo largo de los años, los conciertos solistas –y habría que decir solo concerts, casi una marca acuñada por Jarrett– se hicieron más abstractos y algo fue madurando desde las semillas que habían sido plantadas espontáneamente en el comienzo. Pero todavía estaban atadas a una extensión de 45 minutos, más o menos, entonces un corte, y después otros 45 minutos. Se trataba de una cierta clase de viajes épicos a lo desconocido. La arquitectura, sin embargo, y sobre todo a lo largo de los años, se hizo demasiado predecible para mí. Entonces dejé de hacer estos conciertos y me concentré en mis cuartetos y en mi escritura (se refiere a los cuartetos “americano”, con Dewey Redman, Charlie Haden y Paul Motian, y “europeo”, con Jan Garbarek, Palle Danielsson y Jon Christensen, y a las obras de cámara que compuso para discos como Bridge of Light, de 1993). Después de mi divorcio de Margot (su primera mujer, y nuevamente la biografía en el lugar del arte), viví treinta años con mi segunda mujer, Rosse Anne. Intenté, muchas veces, reinventar los solo concerts. Pero los dos años con el síndrome de fatiga crónica lo impidieron. La carga de energía que esos conciertos me demandan siempre me resultó asombrosa. Es como las Olimpiadas cada vez”.
Esta actuación en el Colón llega después de un nuevo disco que fue, como todos los otros, imprevisible. En Jasmine, en dúo con el contrabajista Charlie Haden, como en The Melody at Night, With You –el primer disco que grabó después de su síndrome, en 1998– recurre a la simpleza más extrema. A una clase de desprendimiento sólo posible para el que ya ha estado en todas partes y lo ha aprendido y lo ha probado todo. “Deberíamos intentar por una vez hacer que lo ordinario nos resultara extraño”, escribía LudwigTieck, uno de los gestores del Sturm und Drang (tormenta e impulso) romántico de fines del siglo XVIII. “Estaba llorando en los camarines. Sentía, sin embargo, que empezaba una nueva posibilidad para mí”, decía Jarrett, en su romántico testamento.