El ojo mira las imágenes con estupor. Ve a un grupo de condenados colgar boca abajo de las cuerdas de un arpa, atados al traste de un laúd, confinados dentro de un tambor o un pífano gigante, sodomizados con una flauta de madera, tatuados en sus nalgas con neumas de una monodia gregoriana. A los condenados los rodean otros hombres y mujeres. Cantan en el cuadro desnudos y desorbitados. Cantan para mitigar el espanto. El ojo no es inocente. Mira como si estuviera en el interior de ese cuadro profético pintado por El Bosco: El infierno musical.
¿Ese es nuestro castigo? ¿Vivir en un infierno musical? ¿Cuál ha sido nuestro delito? ¿En qué quedó aquello de que nadie es culpable hasta que se oiga lo contrario?
La oreja ve que no hay absolución posible.
El ojo escucha lo que no se puede nombrar.
Infierno de radios encendidas, de música que sale de los negocios, los automóviles, altavoces y televisores, bares, parlantes y walkmans. Música en aeropuertos, funerarias, ascensores, aviones, redes, trenes y oficinas. Música en el espacio y el ciberespacio. Celulares que avisan una llamada con la Sinfonía 41 de Mozart y con la Quinta de Beethoven. Noche transfigurada en el noticiero. Un obituario. Gruppen. Escaramuzas armadas entre paquistaníes e hindúes en Cachemira. Un corte y volvemos: Este es el sabor, el sabor del encuentro… Corte otra vez. Un taxi o una ambulancia. Sí, me llamo Julia y vivo en Haedo. Trabajo en el subte y escucho siempre el programa. Me gustaría que pasen a… Música y chirridos. Música y demolición. Tecnología infernal. Sonocracia. Lo que El Bosco representaba en el medioevo tardío ya no tiene rostro a fines de siglo. Y esa ausencia hizo mas inquietante su fáctica autoridad. Un poder sin centro constituido ni instancia vertical. Un lenguaje articulado que nos interpela a cada minuto, en cada momento del día en cada rincón público o privado. Acechamiento perpetuo, fatua proximidad.
Acaso sea la resonancia de nuestra desdicha.