La literatura no necesitó ser antirromántica. O no lo necesitó a fondo. La música, como la pintura –aunque con menos suerte en el mercado– reivindicó, en los comienzos del siglo XX, la abstracción como virtud. Y, a diferencia de la literatura, en el mundo del sonido los que pretendían algún grado de representación –incluso representaciones populares– eran los reaccionarios. El progreso estaba del lado de quienes ignoraban connotaciones o funcionamientos sociales. Los revolucionarios (musicales) eran quienese negaban cualquier posible extramusicalidad. Lo que en otras artes estaba bien (hablar del pueblo, mostrar la cultura de la pobreza, defender las especificidades lingüísticas regionales) en la música era signo inocultable de decadencia. Lo que en la literatura significaba el enfrentamiento con las viejas academias, en la música implicaba la consagración de sus ideales. Escuchaba, hoy,
Festa das igrejas, una magnífica (y algo delirante) pieza para orquesta y órgano compuesta en 1940 por Francisco Mignone, un brasileño nacido en 1897 y muerto en 1986. La escuchaba en la extraordinaria versión de la Orquesta de San Pablo editada por el sello sueco Bis (con publicación brasileña por parte de Biscoito Fino, la misma marca en la que actualmente editan su material Chico Buarque y Maria Bethania). Pensaba en una nueva posible lectura del nacionalismo musical en Latinamérica como movimiento modernista. Aun cuando sus cultores no lo fueran. O no del todo. O no conscientemente.
Muy bella, me recordó a los poemas sinfónicos de Ottorino Respighi.
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