miércoles, 9 de octubre de 2013

Recuerdo










Escucho, con placer, el último disco del cuarteto de Gary Burton, Guided Tour. El grupo es fantástico: el joven y brillante Julian Lage en guitarra, Scott Colley en contrabajo y en batería Antonio Sánchez. El séptimo tema es una hermosa milonga habanera. Voy en busca de la tapa del disco para ver el nombre del tema: "Remembering Tano". Sonrío. Recuerdo, yo, cuando Steve Swallow me contó la impresión que les causó, a él y a Burton, cuando llegaron a Buenos Aires en 1964 como parte del cuarteto de Stan Getz, y escucharon al quinteto de Piazzolla, que compartía la noche con ellos en el Jamaica. "No había grupos, en ese momento, que sonaran así. La soltura y al mismo tiempo la complejidad de lo que tocaban era increíble", contó Burton a Página/12 en 2009, cuando volvió a esta ciudad para tocar, justamente, música del bandoneonista. "Nos acercábamos con Steve (Swallow) a ver las partituras porque no entendíamos cómo podía ser que todo eso estuviera escrito. En esa visita compré todos los discos de Piazzolla que conseguí y después continué haciéndolo. Cada vez que viajaba alguien conocido a la Argentina, le pedía que me llevara discos de Astor. Nos encontramos en París a comienzos de los ’80, cuando él fue a escuchar un concierto en el que tocábamos a dúo con Chick Corea. Y cuando vino a saludarme, le dije que me gustaría hacer algo con él. Tocamos juntos por primera vez en el Festival de Ravenna, en 1986" Aquí, el recuerdo de Burton junto a Piazzolla, en esa ocasión.

...momentos








El discurso amoroso está poblado de oxímoron. O, digamos, de sensaciones que sólo pueden ser expresados por esas contradicciones que tan caras le resultaban al príncipe Carlo Gesualdo. Dolorosa alegría, por ejemplo. El discurso estético, incluso el más íntimo, también necesita de ellas. Aquí, un ejemplo
de dolorosa alegría. O, si se prefiere, de exaltada y gozosa tristeza.
Adagio de la Sinfonía No 2 de Sergei Rachmaninov.

domingo, 6 de octubre de 2013

Algún tiempo atrás






Algún tiempo atrás, Sergio Mihanovich contaba que su letra favorita era la que hizo para un tema de Jorge Calandrelli, ‘When Love Was All We Had’ (‘Cuando el amor fue todo lo que tuvimos’), un tema que Tony Bennett grabó en Art of Excellence. “Es mi mejor letra y creo que me salió bien porque estaba separándome de mi mujer”, bromeaba –o no–.
“Sometime Ago” fue el primer tema que Mihanovich compuso en Estados Unidos, cuando John Lewis le prometió un trabajo y una casa que no existían y acabó durmiendo en un sofá, sin más horizonte que conseguir, de alguna manera, el dinero para volverse a Buenos Aires. El cuarteto de Art Farmer y Jim Hall lo incluyó en el excelente Interaction (que acaba de llegar a Buenos Aires como parte de la serie de títulos que Warner publicó en Europa tomando las matrices y la gráfica de la edición japonesa). Aquí se puede ver y excuchar a ese grupo extraordinario, aunque con un sonido bastante malo. Único tema de un argentino (aunque alguna contratapa lo atribuía a "un gran autor yugoeslavo") incluido en el Real Book (el libro sagrado del jazz), este vals exquisito fue registrado más de setenta veces. El notable trombonista y arreglador Bob Brookmeyer lo grabó dos veces, con el cuarteto que tenía junto al trompetista Clark Terry y en su disco Bob Brookmeyer and FriendsLos amigos del caso eran Stan Getz, Herbie Hancock, Elvin Jones, Ron Carter y Gary Burton. Fred Hersch (en su disco E.T.C.), June Christy (en Impromptu), Lee Konitz (en Satori), Michel Petrucciani (en Darn That Dream y en Conversation), Sergio Mendes, Joe Pass, Teté Montoliu, Steve Kuhn y George Shearing también lo grabaron. Y la versión que más le gustaba a Mihanovich era, claro, la de Bill Evans, con Eddie Gomez y Elliott Zigmund, incluida en el disco You Must Believe in Spring, grabado en 1977. Aquí puede escuchárselo por el autor en piano, junto a su sobrina Sandra y Javier Malosetti en bajo, en el programa Badía y Compañía, aquí en vivo en una bellísima interpretación de Joe Pass en guitarra y Niels-Henning Oersted Pedersen en contrabajo y aquí por Carol Sloane. Algún tiempo atrás, en un asado convocado por Horacio Molina, Sergio Mihanovich tocó y camtó varias de sus canciones, entre ellas uno de los mejores boleros jamás compuestos, con un título a lo Jane Austen: "Love and Deception" (acá por su amigo Molina, cantado en castellano y traducido como "amor y decepción" aunque una traslación más rigurosa  –aunque tal vez menos musical– hubiera sido "amor y engaño"). Algún tiempo atrás, el 7 de mayo del año pasado, murió casi en secreto, como había vivido. Hay, todavía, dando vueltas, dos discos grabados por él en la década del sesenta y uno más reciente, registrado en vivo en Notorious.


viernes, 4 de octubre de 2013

Retórica







Vi ayer, por televisión, un ensayo abierto donde Nikolaus Harnoncourt dirigía (enseñaba) la Sinfonía No 5 de Beethoven, con la Orquesta Simón Bolívar, en el Festival de Salzburgo. Claridad. Pasión. Rigor. Escucho, ahora, el Requiem de Mozart, en la que para mí es una de las mejores versiones existentes y donde Harnoncourt conduce al Concentus Musicus de Viena con Christine Schäfer, Bernarda Fink, Kurt Streit y Gerald Finley como solistas (grabado en vivo en la Grosse Musikvereninsaal de Vien en 2003 y publicado por Deutsche Harmonia Mundi –aquí puede escucharse aunque, claro, con un sonido más que deficiente–). Hay un sentido del relato, un manejo de las pausas, de los contrastes, de la dinámica (escuchar, por ejemplo, el "Lacrimosa") extraordinario. En su explicación a la orquesta Simón Bolívar, Harnoncourt analizaba a Beethoven desde la retórica. Este Requiem, sin duda, está pensado desde la misma perspectiva. Ya en el comienzo, las síncopas, la manera en que están destacados los acentos, son increíbles. Recuerdo (escucharé después) su notable Pasión según San Mateo y la increíble "Erbarme Dich" de Bernarda Fink. También allí el centro estaba en la retórica. Y es que con Harnoncourt (también en sus ejemplares sinfonías de Brahms, Haydn y Dvorak, tanto con el Concentus como con la Filarmónica de Berlín o la Orquesta del Concertgebouw Real de Amsterdam) la música habla.

jueves, 3 de octubre de 2013

Memoria (y desbalance)







Una elección implica, siempre, por lo menos dos variables. La compra de un objeto cualquiera, por ejemplo, involucra no sólo la opción por ese objeto sino también por su precio. Es por eso que la discusión –discusión que por otra parte brilla por su ausencia– acerca de los criterios de programación del Teatro Colón no pueden ceñirse sólo a la calidad o el interés musical, aunque tampoco sólo al gasto. Un costo desproporcionado (y la proporción la da lo que gastan otros teatros o lo que el propio Colón ha gastado en su historia) deberá ser visto de muy diferente manera según cuál haya sido el resultado artístico, la influencia en el mundo cultural o la excepcionalidad de lo programado. Y, del otro costado, un espectáculo mediocre, no especialmente malo ni llamativamente bueno, deberá ser evaluado de maneras distintas según haya ocupado el lugar de relleno en la programación (y su costo se relacione con esa falta de protagonismo) o el de Gran Esperanza Blanca de esa temporada.
Ignoro si en su momento se gastó mucho, poco o demasiado en la puesta de Jorge Lavelli de Pelléas et Mélisande de Debussy, o en la de Alfredo Arias para The Rakes Progress de Igor Stravinsky, o en el Simon Boccanegra de Verdi que cantaron Karita Mattila, José Van Dam y Ferruccio Furlanetto. Sé que fue cara, sin duda, la venida de la Opera del Kirov para hacer Boris Godunov y Khovantchina, de Mussorgsky, con Valery Gergiev en el podio. Pero en ninguno de esos casos es el gasto lo que ha quedado en la memoria. Los administradores habrán hecho sus cuentas, habrán gastado un poco más (o mucho más) en algunas cosas y habrán ahorrado en otras pero lo que gastaron lo gastaron en espectáculos de interés indudable. Dicho de otra manera: si alguien se gasta una fortuna en un Rolls Royce podrá discutirse la oportunidad o el tino de la decisión pero no el valor del auto; si la misma cifra se desembolsa para comprar una carcaza vacía o una vieja pick-up F100 disfrazada de 4x4, la discusión pasa a ser otra.
Dos títulos programados el año pasado por el Teatro Colón resultan en ese sentido ejemplares. Uno fue la ópera I due Figaro, de Saverio Mercadante, con dirección de Riccardo Muti y el concurso de un coro y una orquesta juvenil italianos, más un elenco totalmente extranjero. El otro es la muy mentada versión reducida de la Tetralogía de Richard Wagner. En el primer caso, una evaluación incorrecta acerca del poder de convocatoria de un nombre (el de Muti) llevó a comprar un paquete que no cerraba por ningún lado. Un título menor (muy menor) que, con un elenco de cantantes argentinos (los hay excelentes para esa clase de papeles) podría haber formado dignamente parte de la temporada (el título en el que se gasta menos para poder gastar más en otros), puso en evidencia sus defectos precisamente por la erogación absurda que significó (cerca de un millón de euros, según fuentes reservadas) y, obviamente, por lo innecesario (y además inconveniente) de haber contratado una orquesta y un coro de muy escasos méritos cuando el Colón invierte en mantener una orquesta y un coro propios que, por otra parte, tenían un nivel mucho mejor que los contratados. Para aquellos a los que les gusta la ópera se trató apenas de un título más (o un título menos), destinado a engrosar la lista de lo rápidamente olvidado. Para aquellos entre cuyas preocupaciones no está la ópera ni sus universos, el tema directamente no existió. Demás está decirlo, se trata de uno de esos temas que en ciudades con una mayor preocupación por –y una tradición mayor en la discusión de– las políticas culturales, suelen hacer saltar por los aires la dirección de un teatro oficial.
El otro caso es aún más llamativo. En los medios culturales extranjeros, y entre directores de teatro de otras partes del mundo, oscilan entre calificarlo de escándalo (aunque aquí no hubo tal escándalo) y sainete. Por un lado se contrató a una puestista a quien nadie contrata en Europa, se le pagó una fortuna y, ante la defección de la misma, que no llegó a ensayar ni una sola vez en el Colón, se le pagó otra fortuna para que permitiera que el absurdo continuara (y para que no reclamara por su dudosa autoría en el hecho). El motivo de tamaño despropósito no fue otro que su apellido, Wagner, y la ilusión de legitimidad que conllevaba. Se conttrató, asimismo, un elenco totalmente extranjero (salvo una sola cantante, Adriana Mastrángelo, uruguaya pero incorporada a la escena local, que fue una de las ninfas del Rhin), pagando hoteles durante un mes para todos ellos, cuando para varios papeles hubiera habido muy buenos cantantes argentinos posibles. Se pagó una adaptación musical que nunca fue hecha por completo. Se decidió cobrar entradas carísimas, haciendo imposible la compra para un porcentaje muy significativo de la población que, sin embargo, financia el Colón con sus impuestos. Y todo eso para una adaptación sin interés musical, sin potencialidad comercial y sin poder de divulgación dado que, además de su escasísima calidad y su ridícula duración (nueve horas con intervalos), que hacían imposible su montaje en cualquier otro lugar y en cualquier otra circunstancia, tampoco hubo ningún plan pedagógico involucrado. Como ya se dijo en su momento, una comedia musical de menos de dos horas de duración, llamada Las aventuras de Sigfrido, también hubiera sido una afrenta pero por lo menos hubiera sido claro su sentido (aquí hay un ejemplo de adaptación posible). Ni siquiera se reservaron entradas baratas para estudiantes. De las funciones estipuladas inicialmente, sólo se pudo hacer una, a raíz de la magra venta de entradas (fuentes reservadas dicen que no fueron más de trescientas; no estaría mal que algún político de la ciudad pidiera informes). El teatro se rellenó con invitados y, para peor, fueron invitados ricos y famosos (y vivillos, ya que no habían comprado entradas). A la organización no le salió ni el tiro del final (haber invitado a escuelas o estudiantes de conservatorios, por ejemplo). El costo del disparate, sólo explicable por la fantasía del director del Colón, alimentada por la lobbista Cecilia Scalisi, de que entraría en las páginas doradas de Bayreuth y ganaría un pasaporte directo al Walhalla, ascendió a dos millones de euros. Va a cumplirse un año. La crítica musical, en su gran mayoría, se limitó a opinar sobre los deméritos de la puesta y, ocasionalmente, sobre la inconveniencia de la adaptación de una obra maestra, sin ahondar en cuestiones políticas. Los políticos, por su parte, no le otorgaron interés alguno a la cuestión. A lo sumo les pareció mucha plata, pero sin tener una dimensión certera (y sin molestarse en indagar al respecto) acerca de la desproporción gigantesca y de los posibles aspectos fraudulentos, que implicarían una agencia de contratación de artistas cuyo socio local sería un pariente cercano del director del teatro. La gravedad del hecho no debería ser olvidada. La investigación está pendiente.