Una elección implica, siempre, por lo menos dos variables. La compra de un objeto cualquiera, por ejemplo, involucra no sólo la opción por ese objeto sino también por su precio. Es por eso que la discusión –discusión que por otra parte brilla por su ausencia– acerca de los criterios de programación del Teatro Colón no pueden ceñirse sólo a la calidad o el interés musical, aunque tampoco sólo al gasto. Un costo desproporcionado (y la proporción la da lo que gastan otros teatros o lo que el propio Colón ha gastado en su historia) deberá ser visto de muy diferente manera según cuál haya sido el resultado artístico, la influencia en el mundo cultural o la excepcionalidad de lo programado. Y, del otro costado, un espectáculo mediocre, no especialmente malo ni llamativamente bueno, deberá ser evaluado de maneras distintas según haya ocupado el lugar de relleno en la programación (y su costo se relacione con esa falta de protagonismo) o el de
Gran Esperanza Blanca de esa temporada.
Ignoro si en su momento se gastó mucho, poco o demasiado en la puesta de Jorge Lavelli de
Pelléas et Mélisande de Debussy, o en la de Alfredo Arias para
The Rakes Progress de Igor Stravinsky, o en el
Simon Boccanegra de Verdi que cantaron Karita Mattila, José Van Dam y Ferruccio Furlanetto. Sé que fue cara, sin duda, la venida de la Opera del Kirov para hacer
Boris Godunov y
Khovantchina, de Mussorgsky, con Valery Gergiev en el podio. Pero en ninguno de esos casos es el gasto lo que ha quedado en la memoria. Los administradores habrán hecho sus cuentas, habrán gastado un poco más (o mucho más) en algunas cosas y habrán ahorrado en otras pero lo que gastaron lo gastaron en espectáculos de interés indudable. Dicho de otra manera: si alguien se gasta una fortuna en un Rolls Royce podrá discutirse la oportunidad o el tino de la decisión pero no el valor del auto; si la misma cifra se desembolsa para comprar una carcaza vacía o una vieja pick-up F100 disfrazada de 4x4, la discusión pasa a ser otra.
Dos títulos programados el año pasado por el Teatro Colón resultan en ese sentido ejemplares. Uno fue la ópera
I due Figaro, de Saverio Mercadante, con dirección de Riccardo Muti y el concurso de un coro y una orquesta juvenil italianos, más un elenco totalmente extranjero. El otro es la muy mentada versión reducida de la
Tetralogía de Richard Wagner. En el primer caso, una evaluación incorrecta acerca del poder de convocatoria de un nombre (el de Muti) llevó a comprar un paquete que no cerraba por ningún lado. Un título menor (muy menor) que, con un elenco de cantantes argentinos (los hay excelentes para esa clase de papeles) podría haber formado dignamente parte de la temporada (el título en el que se gasta menos para poder gastar más en otros), puso en evidencia sus defectos precisamente por la erogación absurda que significó (cerca de un millón de euros, según fuentes reservadas) y, obviamente, por lo innecesario (y además inconveniente) de haber contratado una orquesta y un coro de muy escasos méritos cuando el Colón invierte en mantener una orquesta y un coro propios que, por otra parte, tenían un nivel mucho mejor que los contratados. Para aquellos a los que les gusta la ópera se trató apenas de un título más (o un título menos), destinado a engrosar la lista de lo rápidamente olvidado. Para aquellos entre cuyas preocupaciones no está la ópera ni sus universos, el tema directamente no existió. Demás está decirlo, se trata de uno de esos temas que en ciudades con una mayor preocupación por –y una tradición mayor en la discusión de– las políticas culturales, suelen hacer saltar por los aires la dirección de un teatro oficial.
El otro caso es aún más llamativo. En los medios culturales extranjeros, y entre directores de teatro de otras partes del mundo, oscilan entre calificarlo de escándalo (aunque aquí no hubo tal escándalo) y sainete. Por un lado se contrató a una puestista a quien nadie contrata en Europa, se le pagó una fortuna y, ante la defección de la misma, que no llegó a ensayar ni una sola vez en el Colón, se le pagó otra fortuna para que permitiera que el absurdo continuara (y para que no reclamara por su dudosa autoría en el hecho). El motivo de tamaño despropósito no fue otro que su apellido, Wagner, y la ilusión de legitimidad que conllevaba. Se conttrató, asimismo, un elenco totalmente extranjero (salvo una sola cantante, Adriana Mastrángelo, uruguaya pero incorporada a la escena local, que fue una de las ninfas del Rhin), pagando hoteles durante un mes para todos ellos, cuando para varios papeles hubiera habido muy buenos cantantes argentinos posibles. Se pagó una adaptación musical que nunca fue hecha por completo. Se decidió cobrar entradas carísimas, haciendo imposible la compra para un porcentaje muy significativo de la población que, sin embargo, financia el Colón con sus impuestos. Y todo eso para una adaptación sin interés musical, sin potencialidad comercial y sin poder de divulgación dado que, además de su escasísima calidad y su ridícula duración (nueve horas con intervalos), que hacían imposible su montaje en cualquier otro lugar y en cualquier otra circunstancia, tampoco hubo ningún plan pedagógico involucrado. Como ya se dijo en su momento, una comedia musical de menos de dos horas de duración, llamada
Las aventuras de Sigfrido, también hubiera sido una afrenta pero por lo menos hubiera sido claro su sentido (
aquí hay un ejemplo de adaptación posible). Ni siquiera se reservaron entradas baratas para estudiantes. De las funciones estipuladas inicialmente, sólo se pudo hacer una, a raíz de la magra venta de entradas (fuentes reservadas dicen que no fueron más de trescientas; no estaría mal que algún político de la ciudad pidiera informes). El teatro se rellenó con invitados y, para peor, fueron invitados
ricos y famosos (y vivillos, ya que no habían comprado entradas). A la organización no le salió ni el tiro del final (haber invitado a escuelas o estudiantes de conservatorios, por ejemplo). El costo del disparate, sólo explicable por la fantasía del director del Colón, alimentada por la lobbista Cecilia Scalisi, de que entraría en las páginas doradas de Bayreuth y ganaría un pasaporte directo al Walhalla, ascendió a dos millones de euros. Va a cumplirse un año. La crítica musical, en su gran mayoría, se limitó a opinar sobre los deméritos de la puesta y, ocasionalmente, sobre la inconveniencia de la adaptación de una obra maestra, sin ahondar en cuestiones políticas. Los políticos, por su parte, no le otorgaron interés alguno a la cuestión. A lo sumo les pareció mucha plata, pero sin tener una dimensión certera (y sin molestarse en indagar al respecto) acerca de la desproporción gigantesca y de los posibles aspectos fraudulentos, que implicarían una agencia de contratación de artistas cuyo socio local sería un pariente cercano del director del teatro. La gravedad del hecho no debería ser olvidada. La investigación está pendiente.