Alex Ross asume públicamente su entusiasmo –y hasta reivindica la función "random"–. Y conozco a varios para los que la
playlist se ha convertido en la forma predominante de escucha. Para aquellos educados sentimentalmente en la era del disco hay algo de sacrílego. Y es que el disco, y aún más el CD, llevó hasta su propio extremo un cierto cambio en la idea de lo que es la obra que, de alguna manera, había comenzado con las pinacotecas renacentistas y se había cristalizado durante el último Romanticismo. Para la industria fonográfica, de los setenta hasta el nuevo siglo, primó el integralismo. La obra dejó de ser un preludio con su fuga y pasó a ser la totalidad de
El clave bien temperado. Y, en algún sentido, sobre todo algunos conjuntos de composiciones altamente
significados por el mito de la música absoluta –los
Cuartetos o las
Sonatas para piano de Beethoven, los
Cuartetos de Bartók o, llegando desde otro campo, las
Grabaciones Dial de Charlie Parker, por ejemplo– pasaron a convertirse en
obras de obras, en cuerpos casi indivisibles, como si el sentido –y el placer de la escucha– del
Cuarteto Op. 130 de Beethoven, o de "Out of Nowhere", por Parker, no hubieran sido ya posibles sin su relación de figura y fondo con el resto de la "obra". En paralelo, y dentro del terreno de la música pop, el mercado cometió un pecado que lo llevaría a una crisis sin precedentes: abandonó el que había sido su gran sostén a lo largo de décadas, el disco simple (o
single).
La
playlist, en todo caso, restituye una forma de escucha más humana. Más cercana a la manera en que la música fue escuchada durante siglos. Los "jardines musicales", los "banquetes musicales" o los "florilegiium" del Renacimiento o el barroco no eran otra cosa que
playlist. Nadie esperaba que un grupo de madrigalistas cantara de un tirón todo un libro de Marenzio o D'India. O que un grupo de cantantes e instrumentistas se despachara, durante una fiesta, con todas las canciones de John Dowland. El
Musicall banquet del otro Dowland, Robert, era una antología, al igual que las
Lecciones para consort de Thomas Morley, de las que los intérpretes elegían (¿en función
random?) lo que tocarían cada noche. Y, casi con certeza, ni a Johann Sebastian Bach ni a nadie en su época se le hubiera ocurrido que las
Variaciones Goldberg eran
una obra. Bienvenido, eventualmente, el regreso de la
playlist. Un regreso que, claro, está lejos de ser inocente y conlleva, inevitablemente, la marca de una derrota: la de la idea del
Gran Arte con la que la música alemana edificó su propio monumento.
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