La tapa de su último disco mira al pasado. Lo hace, sin embargo, con un
comentario desde el presente. Y el título, sin duda, enfoca al futuro.
The Next Day
comenta
Heroes, uno de sus discos canónicos. Tacha la palabra
del título (ya no hay héroes) y cubre la cara del músico con un cuadrado blanco
en el que aparece el nuevo título: el día siguiente. Treinta y seis años
separan aquella pieza, parte central de la trilogía berlinesa que
tuvo a Brian Eno como cómplice (y que se completaba con
Low y
Lodger) de este
disco que llegó después de diez años de silencio, después de un infarto y
después de que su autor hubiera cumplido los 64 anunciados por los Beatles. Y
también los 65. David Bowie, un hombre maduro (ahora ya tiene 67), se pregunta por el futuro
e, inevitablemente, por el de una música que ligó su mitología a la
idealización de la juventud.
En todo caso, su respuesta estética aparece muy
alejada de la de ciertos caballeros de la reina casi septuagenarios que, por
conveniencia o cálculo comercial, son capaces de seguir pregonando una
insatisfacción ya poco creíble.
Bowie fue psicodélico en su disco
Man of Words, Man of Music, que mucho después pasó
a llamarse como su tema más exitoso,
Space Oddity (peculiaridad del espacio, en
lugar de la odisea de Stanley Kubrick y Arthur Clarke). Sonó cerca del soul en
Young Americans, de cierto experimentalismo en la trilogía de Berlín, y de
una suerte de jazz glam junto a Pat Metheny, en la magnífica “This is not
America”, compuesta para el film
The Falcon and the Snowman de John
Schlesinger. Fue Ziggy Stardust y el “delgado duque blanco”. Y también puede
ser Bowie a secas que, en realidad, es otra invención, la de David Jones,
nacido en el barrio londinense de Brixton en 1947, que debió cambiar su nombre
debido a la fama de otro impostor, el verdadero Davy Jones que formaba parte
del grupo más falso de la historia –por lo menos antes de los reallity shows–:
The Monkees. Transformer que produjo
Transformers, de Lou Reed, que descubrió
al tecladista Rick Wakeman –aparece en
Man of Words..., de 1969–, y al
guitarrista Steve Ray Vaughan –que tocó en
Let’s Dance, de 1981–, Bowie fue el
impensado tecladista de Iggy Pop y el actor de
The Hunger –un film de vampiros
dirigido por Tony Scott–. Y, además, el protagonista de un film de vampiros propio, en su
revisita a “I Got You Baby”, un viejo éxito de Sonny & Cher, con una
Marianne Faithfull disfrazada de monja –o algo así– y cercana a la
reencarnación de Marlene Dietrich quien, de paso, también trabajó con él en la película
Just a Gigolo. Bowie, o Stardust, o David Jones, o el Mayor Tom, decía,
perdido en el espacio, “El planeta Tierra es azul, y no hay nada que pueda
hacer”. Hoy, todavía vivo después de todos estos años, canta, promediando el
tema que encabeza y da título al disco, "Aquí estoy/ no exactamente moribundo/
mi cuerpo abandonado para que se pudra en un árbol hueco/ sus ramas arrojando
sombras/ sobre mi patíbulo/ y el día siguiente/ y el siguiente/ y otro día".
Como en el tachado
Heroes está aquí Tony Visconti, que aparece como guitarrista y
productor. Robert Fripp, en cambio, declinó la invitación. También están Tony
Levin y el notable guitarrista David Torn, entre otros, logrando un sonido de
rara contundencia. Una de las más bellas canciones del disco, “Where are Now?”,
remite a escenas berlinesas y, claro, a la cercanía de la muerte. La sigue otro
de los puntos altos de un disco notablemente homogéneo, “Valentine’s Day”, que
nada tiene que ver con los enamorados sino con un día en la vida de un tal
Valentin, y lo hace con ese estilo al borde del music hall que, también, Bowie
supo patentar. Aquel que inventó la primera gran voz teatralmente masculina del
rock, en una época en que reinaba el agudo, y lo hizo con un cuerpo feminizado
al máximo, ya no tiene aquella voz pero sigue cantando como los dioses. Y ante cualquier sospecha de falta de coherencia originada en la variedad de estilos
por los que ha transitado y por los que todavía transita (incluyendo un buen
coqueteo con el heavy en “(You will) Set the world on fire”), habría que
recordar no sólo la naturaleza enciclopédica que el rock tuvo a partir de The
Kinks y de
Revolver, de The Beatles, de la que Bowie es deudor, sino la del
propio músico, uno de los primeros en clasificar y ordenar el saber del género
–mucho antes que Costello, en todo caso– como muestra
Pin Ups, de 1973, desde
donde relee, entre otros, a The Who, The Kinks y Pink Floyd. En las canciones
de Bowie hay algo que él aprendió en la historia. En la del rock y también en
la que, consciente o inconscientemente se revisitaba desde este género: la de
la balada inglesa. El rock, cuando Bowie empezó, podía adueñarse de todo. En
esos pequeños mundos de tres minutos –que después, desde ya, se alargaron–-
cabían desde la cita a Bach hasta el experimento electrónico y desde la
referencia folklórica a la distorsión. Era una música omnívora. Vampírica. Y
Bowie, como en el film de Scott, podía ser, y aún lo es, en su disco número
veintisiete –que, incidentalmente, vendió más de noventa mil unidades sólo en
Gran Bretaña y en apenas un mes–, el mejor de los vampiros.
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