En 1950 y 1954 había viajado a Buenos
Aires como director musical de la compañía teatral de Jean-Louis Barrault. En
1996, Pierre Boulez llegó a esta ciudad por tercera vez y dio tres conciertos
al frente del Ensemble Intercontemporain, protagonizando un fenómeno inédito en
el ámbito de la música clásica. “Colas de jóvenes que llegaron desde distintas
partes del país lo asediaron día y noche para poder intercambiar una palabra
con el maestro o pedirle que firmara uno de sus discos o un programa del
concierto. Aunque suene extraño, Pierre Boulez, en Argentina, es una especie de
pop star”, describía la revista Le Monde
de la Musique.
En esa ocasión, en un encuentro con
compositores realizado en el Centro Cultural Recoleta, se le preguntó acerca
del posible agotamiento de las vanguardias. Boulez respondió citando al poeta
René Char, sobre cuyos textos había compuesto Le marteau sans maître: “El decía que no se puede vivir sin algo
desconocido delante. Siempre habrá algo desconocido, y siempre habrá gente que
quiera conocerlo”. Compositor, director orquestal, divulgador, polemista,
analista, maestro y “músico de Estado”, de una manera que sólo Francia podría
haber propiciado, fue uno de los hombres más poderosos del siglo XX y, tal vez,
el único ligado al campo de la creación musical contemporánea. Había nacido el
26 de marzo de 1925 y murió el 5 de enero de 2016 a los 90 años, en Baden Baden, la ciudad
donde vivía.
Como sólo Jean-Baptiste Lully –el músico
de Luis XIV– antes que él, Boulez llegó a ser –y a saber que lo era– el dueño
de la vida musical de todo un país. Sus deseos bastaban para entronizar a un
autor o para condenarlo al temprano olvido. Encabezó las tres grandes
instituciones de música contemporánea de París: el Ircam (Instituto de
Investigación y Coordinación Acústica Musical), el Ensemble Intercontemporain y
la sociedad de conciertos Domaine Musical. Y fue además director de la orquesta
de Cleveland, con la que grabó sus históricas versiones de la música sinfónica
de Claude Debussy en 1966 (volvió a registrar el mismo repertorio, con la misma orquesta, treinta años después), de la Sinfónica de la BBC y de la Filarmónica
de Nueva York, donde reemplazó a Leonard Bernstein. Formado inicialmente en
Matemática y estudiante en los cursos de composición de Olivier Messiaen en el
Conservatorio de París, fue uno de los personajes fundamentales de los cursos
de verano de Darmstadt, donde se acuñaron gran parte de los sellos de la
vanguardia musical de los 50 y 60, y de las reacciones posteriores a esas
vanguardias. Fue el adalid del serialismo integral, escuela que buscaba derivar
todos los elementos de una obra –o casi todos: ésa era precisamente la
cuestión– de una serie inicial de sonidos a la que se asignaban, también,
valores en relación con las duraciones, intensidades y formas de ataque. Pero
fue también uno de los músicos que usó esas técnicas con mayor libertad. Por
ejemplo, su fascinación con los gamelanes balineses –grandes orquestas
conformadas sólo por instrumentos de placas– hizo que incluso en obras
ortodoxas como El martillo sin dueño trabajara con uno de los grandes enemigos
de sus contemporáneos, los ostinatos, que permitían ligar unos sonidos con
otros, en un cierto relato sonoro, en vez de darle a cada uno una entidad propia.
Autor de un notable conjunto de ensayos
sobre música, Puntos de referencia
(publicado en castellano por Gedisa), Boulez se convirtió con el tiempo en un
imprevisto mimado del mercado. Su disco con música de Alban Berg, de 1967,
publicado por el sello Columbia, era anunciado a fin de ese año, en un aviso de
la revista Time, con el siguiente
texto: “Tenga una Navidad dodecafónica”. Años después fue el primero en grabar
la obra completa de Anton Webern y gracias a él entraron al canon de los
grandes sellos compositores como Edgar Varèse, Karlheinz Stockhausen y,
obviamente, él mismo. Su visión de la Tetralogía
de Richard Wagner, estrenada en el Festival de Bayreuth de 1976 con puesta de
Patrice Chéreau, definió toda una época, tanto de la concepción teatral como
musical. Ese mismo año, también con Chéreau, presentó por primera vez la
versión de Lulu de Alban Berg
completada por Friedrich Cerha. El estreno fue en la Opéra de París, el mismo
lugar que 12 años antes había invitado a dinamitar, luego de caracterizarlo
como “un ghetto lleno de mierda y de polvo”. Podría decirse que su puesta fue
tan efectiva como los explosivos. Esa Lulu,
luego famosa, fue uno de los grandes escándalos de la nutrida historia de la
sala francesa.
Fue uno de los pocos autores que contó,
en la segunda mitad del siglo XX y en la primera década del siguiente, una
profusa discografía de su obra. Columbia (hoy Sony) lo festejó en los 70 y
Deutsche Grammophon lo hizo en los 90, dedicándole toda una colección cuando el
músico cumplió 70 años. Sus 80 también fueron bendecidos por el mercado, con
una edición de los conciertos para piano de Bartók, cada uno de ellos grabado
en vivo con un pianista diferente –Kristian Zimmermann, Leiv Ove Andsnes y
Hélène Grimaud–, y una nueva versión de su ya legendario Martillo sin dueño. La lista de las obras y compositores que
interpretó, en todo caso, fue siempre tan clara acerca de su credo estético
como sus propias obras. Los franceses de comienzos del siglo XX, Bartók,
Stravinsky, Wagner, Mahler, Schönberg, Webern, Berlioz y algunos otros autores
contemporáneos: Harry Birtwistle, Elliot Carter e, impensadamente, Frank Zappa,
algunas de cuyas composiciones grabó con el Ensemble Intercontemporain.
Consideraba la historia de la música clásica “más como una carga que como
cualquier otra cosa” y también en ese caso aconsejaba los explosivos.
Rescataba, de cada época, sus modernistas y sus revoluciones. Fue un humanista
a la vieja usanza y, hasta último momento, un luchador incansable. Alguien,
alguna vez, le recriminó que contestara a una crítica adversa que carecía
totalmente de relevancia. La réplica de Boulez se hizo famosa: “Siempre hay que
responder”.
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