Podría tratarse de uno de esos pliegues del habla, originados vaya a saberse cómo. Ese “se” convirtiendo en reflejo aquello que no lo era podría ser un mero modismo al que la literalidad confiriera un viso cómico, como en la clásica adminición de las maestras a los niños argentinos: “No se copien”. No hay allí, se sobreentiende, ninguna referencia a una supuesta tendencia a la autorreplicación por parte de los educandos sino, tan sólo, la naturalización de algo que, en algún momento, posiblemente no haya sido otra cosa que un error. Este caso, en cambio, es de naturaleza absolutamente diferente. Porque cuando se pregunta “cómo se ordena una biblioteca”, la reflexión del verbo no podría ser más pertinente.
No es que no haya voluntad ni intención alguna por parte de sus propietarios. Ni que sea imposible detectar algún signo de su personalidad subyaciendo el aparente caos. Pero nadie que tenga una, o que en alguna ocasión haya contemplado las ajenas, puede tener dudas acerca de que son las propias bibliotecas las que se ordenan a sí mismas. Parten, es cierto, de algún diseño. Es posible encontrar, como base de ese palimpséstico orden final, la segunda edición de
El hacedor, en el segundo estante comenzando desde arriba, y más o menos en el centro. El propietario recuerda haberlo puesto allí. Y cree, y hasta se atrevería a aceptar apuestas, que eso tuvo que ver con que ese estante estaba destinado al grupo de la revista Sur y sus satélites. Podría jurar que al lado de los libros de Borges –y ya ahí hay un error, porque no hay tales libros sino apenas el solitario
El hacedor– está un volumen de cuentos (o novela corta, no lo recuerda) de Norah Lange, titulado, le parece,
Personas en la sala.
Es obvio, y el lector ya lo ha adivinado. El libro de Lange debe estar en alguna parte. Él no lo ha prestado ni lo ha visto en las últimas décadas, ni siquiera para comprobar si el título es el pretendido y si se trata de cuentos u otra cosa. Pero no puede encontrarlo. Es decir, él ahora, definitivamente, quiere encontrar ese libro en particular y realizar esas comprobaciones y, puesto en tales menesteres, hasta releerlo. Por lo menos de manera salteada. Pero el libro no aparece. Y para hallarlo habría que comenzar a sacar volúmenes de los estantes. Habría que mirar detrás de las segundas y terceras filas de los que, ya horizontales, se han ido posando sobre los verticales o han ido configurando espesas capas superpuestas, ocultándolos. No hay allí otra voluntad que la de la biblioteca misma. Es ella la que se ha ramificado, la que ha provocado la proliferación de algunas de sus ramas y el atrofiamiento de otras, la que, como hiedras voraces, se ha dedicado a ocultar o revelar, de maneras que escapan al conocimiento, y a la comprensión, del propietario.
El libro de Lange no será encontrado. O no esta vez, por lo pronto, pero, en cambio, será descubierta junto al libro de Borges una olvidada edición de las
Vidas imaginarias de Marcel Schwob que significarán, o que podrían significar, un inesperado placer. El propietario puede, todavía, reconocer algo de sí. Le viene a la memoria, vaga, absolutamente indecisa, una frase de Borges atribuyéndole a este libro el origen de su propio estilo. No se atrevería a citarlo públicamente; ya no sabe si en efecto recuerda la frase, o si lo que recuerda es haberlo pensado por su cuenta. Sí le llega, como un ramalazo cargado de significaciones, parte del segundo cuarteto de un soneto de Borges: “…la memoria, esa forma del olvido / que retiene el formato, no el sentido / y que los meros títulos refleja…” Puede haber sido él quien dejó a Schwob junto a Borges. Podría ser, es cierto. En cambio, no hay manera de entender por qué el libro contiguo es
Hotel de Arthur Hailey. No sólo no lo compró, ni lo leyó (sin embargo, algo, un olor a arena en el cuerpo, un sonido de viento entre los árboles, le dice que, tal vez, en unas vacaciones en una estancia de la provincia de Buenos Aires, o en alguna urbanización inconclusa cercana a la costa del mar, sí lo haya hecho) sino que, de haberlo leído, jamás lo hubiera conservado y, mucho menos, lo hubiera puesto allí.
La biblioteca podría ser una forma de la ciencia. O del conocimiento. Como otras, sería incapaz de predecir pero, dado un determinado conjunto de datos, siempre se las arreglaría para encontrar las conexiones e incluso las causalidades. Nada liga, en primera instancia, el alzamiento de las legiones de Piseno a favor de Sila, al mando de Gnaeus Pompeius Magnus, con el asesinato de Isabel de Baviera a manos de un anarquista italiano –en 1898 y mucho antes de que Romy Schneider la convirtiera en Sissi–. No obstante, basta con poner un acontecimiento junto al otro para que broten las relaciones entre ellos. De la misma manera, la biblioteca ligará a Borges con biografías apócrifas y con hoteles. Allí debería ponerse, entonces,
Los que aman odian, piensa él, entonces, imaginando un nuevo posible orden a partir del ya establecido por los objetos. Están quienes disfrutan con esta posibilidad, y la fomentan, dando a la biblioteca las máximas libertades para que se ordene. Y los que, infructuosamente, hay que decirlo, buscan doblegarla. Ellos, como los obesos que se remiten a un peso ideal (nunca más ideal y menos ligado al peso) que, en rigor, sólo poseyeron en algún lejano día de un año remoto, recuerdan un orden y creen poder lograrlo nuevamente alguna vez. Es cuestión de tiempo, se dicen. De dedicación. Como el régimen para adelgazar de los que fantasean con un peso imaginario, el orden de esas bibliotecas siempre sucederá en otra época; invariablemente comenzará el día, la semana o el año siguiente. Como los gordos eternamente adelgazantes, estos propietarios no reconocen a la realidad como tal. La ven como una deformación cuando, en realidad, es la única certeza.
No obstante, la biblioteca, para ordenarse, necesita del propietario. Hay allí un juego. Una tensión. El orden de la biblioteca no podría lograrse jamás sin otra voluntad que estableciera con ella alguna clase de tirantez. Y es que es necesario consignar que, así como fracasan los intentos de domeñarla por completo, también lo hacen los que no le oponen resistencia alguna. Las bibliotecas no logran procurarse un orden si no tienen con quien combatir (o debatir, o competir, o corregir). Y en ese sentido, merecen una especial consideración esos escarceos con los que los propietarios, con mayor o menor consciencia acerca de la relatividad de sus afanes, piensan un orden originario. La primera dificultad, menor, podría decirse, tiene sin embargo alcances gigantescos y se origina en una contradicción topológica. La dirección de la lectura, indiscutida en las culturas de tradición europea, va de izquierda a derecha. Pero el hecho de que las tapas de los libros respondan a esa direccionalidad conlleva una consecuencia impensada. Una vez que los libros son colocados de manera vertical, en tanto lo que queda hacia afuera es su lomo, que no es otra cosa que su reverso, las tapas quedan a la derecha. Y eso obliga, ya en el comienzo de lo que será el primer (y nunca definitivo) ordenamiento de la biblioteca, a optar entre dos convenciones igualmente fuertes.
Si se elige ubicar a los libros siguiendo a sus tapas, es decir acostando lo que sería una prolija pila vertical, quedarán de derecha a izquierda. Si se intenta respetar la direccionalidad de la lectura occidental, lo que quedará en el frente de cada volumen será, de hecho, su contratapa salvo que se los ubique con el lomo hacia adentro (cosa que posiblemente nadie haría). Una vez resuelta esta cuestión, que prefigurará mucho –no todo– de su futuro, quedan las cuestiones propiamente clasificatorias. Muchos muestran una preocupante preferencia por la manera más cómoda pero, a la vez, más superficial e ilógica: el orden alfabético. Equivalente bibliotecológico del populismo más ramplón, el éxito fácil de una búsqueda se impone a cualquier criterio profundo. Carver junto a Collins o Cavafis, Lotman al lado de Ludlum, Murakami con Murena, T. S. Eliot con Bret Easton Ellis. Otros, en una fórmula de compromiso, combinan el orden alfabético con otras categorias, utilizándolo dentro de grupos excluyentes entre sí, por ejemplo, poetas franceses. Parece mejor, pero provoca rispideces como encontrarse con Michaux antes que con Villon o contigüidades indefendibles, como la de Rimbaud y Ronsard.
Ciertas fórmulas fuertemente ligadas al irracionalismo pueden, en cambio, tener sentido. Una biblioteca ordenada por fecha de compra –o de lectura– de los volúmenes, por ejemplo, podría deparar hallazgos sorprendentes y revelar afinidades insospechadas entre los libros contiguos. Eventualmente, proporcionaría un mapa bastante claro de los intereses del propietario, y su evolución pormenorizada a través del tiempo. Cada sector de la biblioteca funcionaría como una especie de fotografía. Allí estarían sus avergonzantes intereses de la década de 1970, su renuncia a lo trascendente en la década siguiente y su claudicante seguimiento de los gustos propagados por algunos suplementos culturales en los años subsiguientes. Sería curioso comprobar cómo ese ordenamiento tan poco ligado a la doxa acabaría provocando otros mucho más tradicionales. Es posible que en esa hipotética biblioteca todos los libros de Anagrama, o por lo menos todas las novelas de Auster o Martin Amis, estuvieran juntos. Libros que mencionen al mar. Libros que hablen del tiempo. Libros que deberían tener cien páginas menos que las que poseen. He allí otras posibles categorías que podrían intentar regir una biblioteca.
Libros comprados, libros robados y libros recibidos como obsequio, podrían configurar también una taxonomía útil. Libros comprados junto a ex novias o novios, o regalados por ellos o ellas. Libros odiados y libros queridos. Libros que cuentan una sola historia o que se diseminan como ríos. Libros que expresan dudas o que prometen certezas. Libros leídos muchas veces y libros que no serán leídos jamás. Que pretendían más que lo que lograron o que, por el contrario, consiguieron mucho más que lo buscado. Pedantes y humildes. Más importantes que bellos o más bellos que importantes. Hay, en realidad infinidad de clases posibles, mucho más reveladoras que las tradicionales por colección o tamaño, elegidas principalmente por abogados, médicos o ingenieros –en el caso de que lean o de que consideren importante lucir una biblioteca– o la academicista discriminación por géneros, cuyo paroxismo consiste en el subordenamiento por escuelas, estilos y cronología. Lo innegable es que en las bibliotecas no existe el desorden. Todo es –o podría ser– significativo. Es un territorio vedado al puro azar y aun cuando este pudiera estar en el origen de algún agrupamiento involuntario, acabará queriendo decir algo. Como en las capas geológicas o la estratigrafía de los arqueólogos –o, quizá, como en el psicoanálisis–, el orden no está en lo observado sino en la mirada de quien lo observa. No cuesta, al fin y al cabo, encontrar una voluntad y una intención, un gesto que une desafío y juguetona complicidad, en la manera en que las bibliotecas muestran y ocultan. Y, además, en cómo, con el tiempo, cambian sus estrategias y sus preferencias, revelando aquello que estaba velado, o escondiendo lo que antes era evidente. Los designios de las bibliotecas pueden expresarse por sí solos o valerse de otros. En ocasiones podrá ser una empleada doméstica distraída la que derribará una pequeña torre colocada en precario equilibrio en el borde de un estante atiborrado, y volverá a ponerla en otro orden y, posiblemente, en otro lugar. Pero quienes conocen a las bibliotecas saben que la empleada no fue dueña de sus actos. Que el libre albedrío tiene límites. Y que ellas, las bibliotecas, en su permanente afán, en su inevitable obsesión por ordenarse, no se detienen ante nada.