En enero de 1991, Revista Clásica, entonces dirigida por Jorge Aráoz Badí, pidió a
Gerardo Gandini –presentándolo como “el movilizador más trascendente que puede
exhibir la música contemporánea nacional”– su opinión sobre Aaron Copland, a raíz de la
muerte del compositor norteamericano. El texto es una especie de obra maestra en un nuevo género, el obituario en contra. En el número siguiente, el crítico Martín Müller le contestó con cierta indignación y sin haber entendido demasiado los chistes del caso. Y en el que siguó, el compositor lo retó a duelo. Aquí transcribo aquellas tres notas.
Aaron Copland
GERARDO GANDINI
No es un gran compositor. No es
Ives, no es Cage, no es Gershwin. Es un compositor menor, una especie de D’Indy
disecado y enflaquecido con aspecto de pastor luterano con negocios en el Once.
En su momento fue un académico, un
académico poderoso, del círculo pre-gay vergonzante; no el de Capote o Warhol,
sino el de Schuman [William], Barber y Virgil Thompson, todos alumnos de la
mítica [en ambos sentidos] Nadia Boulanger, la panadera que más hizo por las
academias postravinskianas (cuando ya el gran Igor estaba en otra cosa),
predicando la claridad lineal, el diatonismo, la objetividad en otras palabras,
la falta de complicación, el rechazo de todo lo que viniera de Viena, la
desconfianza en la pasión.
Fue un compositor exitoso, sus obras
se tocaron, se editaron, se grabaron; fue un hombre poderoso, decidió el
destino de mucha gente, manejó cargos importantes, tuvo poder de decisión en
universidades, Grants and Scholarships.
Su obra más prestigiosa en ciertos
círculos “intelectuales” son sus Variaciones para piano. El machaqueo de un
reducido grupo de notas es muy apreciado por estos habitués consecuentes de la
Lincoln Library.
Personalmente prefiero sus piezas
turísticas: Salón México (by 5 dollars at day), Danzón Cubano (before Castro,
of course); Billy the Kid y sobre todo Appalachian Spring. También Quiet City
(aunque el gran Charles Ives había escrito muchos años antes The Unanswered
Question) y la música para teatro, y en otro plano, las canciones con textos de
Emily Dickinson.
El éxito de Copland en un país que
produjo compositores como Ives, Ruggles, Cage, Nancarrow, Feldman... o
Gershwin, Cole Porter o Ellington; y en el que vivieron Varèse, Schönberg,
Bartók y Stravinsky no es fácilmente explicable. Tampoco lo son el asesinato de
Kennedy ni la presidencia de Reagan.
Una opinión
contundente sobre Aaron Copland: Respuesta a Gerardo Gandini
MARTÍN MÜLLER
En el número
anterior de Clásica, Gerardo Gandini opina que Copland no es un gran
compositor. Su opinión interesa porque proviene de un compositor, si no del más
“trascendente” por lo menos de un importante “movilizador” de la música
contemporánea nacional. Menos interesante es su lógica para probar por qué
Copland no es un gran compositor.
“No es Ives, no es Cage, no es
Gershwin”, afirma. Pero esta argumentación es precaria y hasta puede ser
injusta. Por ejemplo: “Gandini no es un gran compositor, porque no es
Ginastera, no es Kagel, no es Davidovsky, no es Roque Alsina, no es”... etc.
Luego, para probar que es un compositor menor, acude a un título de Satie para
compararlo no a un embrión, sino a un D’Indy “disecado”. Por su viñeta
descriptiva, debe ser también muy feo: “enflaquecido con aspecto de pastor
luterano con negocios en el Once”. Según la connotación de este barrio porteño,
Copland para peor también es judío. En efecto, su apellido original era Kaplan.
Aborda luego un
rápido examen de la vida sexual del músico. Lo sitúa en el “académico poderoso
círculo pre-gay vergonzante como William Schumann, Samuel Barber y Virgil
Thomson”, acusándolos de no ser homosexuales asumidos como Capote y Warhol.
Además, debe haber sido malo, porque “fue un hombre poderoso, decidió el
destino de mucha gente, manejó cargos importantes, tuvo poder de decisión en universidades...”,
etc.
¿Qué lo enoja
tanto a Gandini? ¿Que Copland hubiera aprendido de Nadia Boulanger el
neoclasicismo de Stravinsky, “cuando ya el gran Igor estaba en otra cosa”?
El epistemólogo
Karl Popper, un vienés dos años menor que Copland, se anotó en la Sociedad para
Audiciones Privadas, que Schönberg fundó en 1918, donde pudo reflexionar acerca
del progresismo en arte, especialmente en música. Trató de indagar sobre la
compulsión de avanzar en arte, de adelantarse, de cambiar y no ser alcanzado. Trató
de comprender argumentos triunfales como “ya el gran Igor estaba en otra cosa”.
Sin eufemismos,
Popper opina: “La teoría de que el arte avanza con los grandes artistas en la
vanguardia no es solamente un mito; ha conducido a la formación de camarillas y
grupos de presión. Estos tienen la ambición de escribir música que esté más
allá de su tiempo y que preferiblemente no sea entendida demasiado pronto, que
choque a tantas personas como sea posible.” (Karl R. Popper: Búsqueda sin
término; una autobiografía intelectual, Editorial Tecnos).
No es éste el
caso de Copland, quien inicialmente –como Ginastera– buscó una música
vernácula, “que igual que la lengua, no presentase dificultades a mis oyentes”.
Escribió obras que Gandini dice preferir, llamándolas despectivamente
“turísticas”. Pero Copland dice: “Mientras los turistas sacan sus cámaras
fotográficas, el músico quiere saber cómo suena un país”. De esos sonidos
provienen El salón México (1936) y Danzón Cubano (1942).
La veta
principal del material estadounidense, la encontró en la tradición
sobreviviente del siglo pasado, registrando canciones y bailes de cowboys,
himnos y danzas de la secta Shaker, aplicados en sus ballets Billy the Kid (1940), Rodeo (1942) y Appalachian Spring (1944). En esas obras y sobre todo, en su Tercera Sinfonía (1946), Copland
comunica la solemnidad solitaria de las vastas praderas y el espíritu
ingenuamente religioso de los antiguos pioneros protestantes. Esos materiales
vernáculos han llegado al público, con la mala suerte de que se escuchan con
placer.
Respuesta a
Martín Müller (sobre Aaron Copland)
GERARDO GANDINI
Ante ciertas
sugerencias implícitas en el escrito de Martín Müller (publicado en el número
34/Feb. 1991 de Clásica) aclaro:
1) No soy
antisemita ni lo quiero ser.
2) No tengo nada
en contra de la homosexualidad.
3) No tengo nada
en contra de la heterosexualidad.
Por otra parte:
1) No pienso que
los sonidos tenidos evoquen necesariamente las vastas praderas americanas y su
solemnidad solitaria (sic).
2) No obligatoriamente
debo escuchar con placer las mismas músicas que producen esta sensación a
Martín Müller.
3) No creo que
el término “turístico” sea inevitablemente despectivo.
4) Para saber
cómo suena México me basta con escuchar la gran música de don Silvestre
Revueltas.
Por lo tanto:
1] Por este
único medio reto a duelo al señor Müller.
2] Este
consistirá en una prueba que el señor Müller podrá elegir entre las siguientes:
A) Destrezas en
piano, violín, quena o triángulo (a elegir).
B) Marcar 5
pulsos con la mano derecha y 3 con la izquierda.
C) Analizar
públicamente un Adagio de Mozart.
D) Escribir la
crítica del mismo recital (o concierto sinfónico o disco). (El señor Müller
puede elegirlo).
3] El jurado
constará de 3 miembros, 1 por cada uno de los duelistas y el tercero elegido
por votación de los lectores de Clásica.
4] En caso de
ser declarado ganador el señor Müller, yo deberé escuchar ininterrumpidamente
durante 12 horas las Piano variations de Mr. Copland.
Si resulto
vencedor, el señor Müller deberá escuchar, también ininterrumpidamente, 12
horas de música compuesta por mí.
Y en qué quedó todo esto?
ResponderEliminarHumour does belong in music...
ResponderEliminar:)