Sucedió en un festival de música, en el sur de la Argentina, pero podría haber sido en otra parte. Un grupo de cámara, integrado por jóvenes austríacos, tocaba el cuarteto con piano de Schumann. Pensaba, en ese momento, en algunas cuestiones relacionadas con la música de cámara y, en particular, con la cercanía que la situación del concierto público ha borrado o, por lo menos, convertido en improbable. Pensaba en el sonido de los arcos frotando las cuerdas; en la sensación espacial que se tiene al estar cerca de los instrumentos; en ese ingrediente carnal, corpóreo, del sonido que la lejanía –y la idealización, ese concepto de que la verdadera música, la más pura, está en las partituras y no en su sonido– obtura. Algo similar me había pasado mucho tiempo atrás, en el Salón Dorado del Colón, en un concierto de la Sinfonietta Omega que dirigía Gandini y donde habían tocado
Noche transfigurada, de Schönberg. Estaba en primera fila y tal vez no haya sido la interpretación más perfecta que escuché pero sí fue, con certeza, la que más me conmovió. Y gran parte de esa conmoción tenía que ver con la inmediatez del sonido. Con su percepción como algo espeso, tridimensional. Hay toda una tradición, surgida durante el Romanticismo y crecida a la vera de las reacciones al Romanticismo, que imagina a la música como algo completo en sí mismo ya en el acto del pensamiento. Pienso en Schumann. Y en lo que decía Roland Barthes acerca de su música. Y nuevamente en Gandini y su manera –schumanniamna– de ser compositor desde el piano, aunque no lo utilizara o escribiera para otros instrumentos. Pienso en los idealistas. En ese posible sonido sin cuerpo. Y elijo, qué duda cabe,
el cuerpo del sonido.
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