Las grandes ciudades suenan. Tienen sus músicas. Sus voces. Y allí se oyen los distintos tonos de quienes han llegado de diferentes partes buscando trabajo o siguiendo un sueño, los acentos mezclados, y, como sucede en Bogotá, los tamales andinos envueltos en costeñas hojas de plátano y la cumbia y la salsa al lado de Beethoven, cuya cara y cuyo nombre son una presencia palpable en la ciudad mientras comienza un festival llamado, justamente,
Bogotá es Beethoven. Nada muy distinto de lo que sucede con otros festivales, en otras partes del mundo, salvo por un detalle: la comunicación no está pensada para los que ya saben de qué se trata sino para públicos mucho más amplios, las entradas baratas son muy baratas y en la programación se incluyen conciertos gratuitos, que se realizan en teatros barriales, bibliotecas públicas y centros comunitarios. Las grandes ciudades son el territorio de la polifonía. En los pueblos pequeños, el coronel de la gendarmería, la prostituta y el notario lo siguen siendo en el cine y en el paseo dominical. En las ciudades sus voces se mezclan. No es que no haya diferencias ni que la pobreza sea allí más pasable (puede ser incluso peor) pero hay algo de democrático en sus espacios (y en sus sonidos) que me seduce. Hay allí, por lo pronto, una magnífica celebración de la impureza, de lo mestizo: el hip hop que habla de un pibe que aspira pegamento, los ángeles con maracas de los que hablaba Alejo Carpentier, el plátano junto al maíz, y Beethoven tocado por el Cuarteto Latinoamericano, en compañía del
Metro Chabacano de Javier Alvarez y
Libertango de Piazzolla, en el Centro Comunitario La Victoria.
Que disfrute el Festival, Diego Fischerman
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