En el excelente prólogo escrito por Pablo Gianera para
Pensamientos verticales, de Morton Feldman –bella y trascendente publicación de la editorial Caja Negra–, se abunda con maestría en la relación de la música de Feldman con la pintura de algunos de sus contemporáneos y, en particular, con la de Philip Guston y, claro, de Mark Rothko. Cita el artículo "Pintura de tipo americano", escrito por Clement Greenberg en 1955, donde "hablaba del 'color incandescente' y 'de la descarada y simple sensualidad' de los grandes cuadros verticales de Rothko'." Y concluye el párrafo diciendo: "Por lo demás, no hay en la segunda mitad del siglo XX música más sensual que la de Feldman".
Disiento.
Y parto de una admisión. Feldman me interesa, puedo llegar a admirarlo y hay obras como
Rothko Chapel (precisamente) o
The viola in my life que escucho con cierta cautivación. Pero no me produce placer en absoluto. Y mucho menos encuentro allí ninguna clase de sensualidad. Tal vez se trate de mí. Ya se sabe, para aquel que sólo sueña con morochas delgadas, una rubia voluptuosa puede ser invisible. Y no se trata, es obvio, de que ella carezca de atractivos. Pero lo cierto es que, puesto a pensar en la sensualidad de la música y circunscribiéndome al campo delimitado por Gianera –explícitamente el de la segunda mitad del siglo XX e implícitamente el de la tradición académica– y aun sin negarle del todo su sensualidad a Morton Feldman, encuentro que sí hay músicas más sensuales. La sensualidad exquisita y refinada de Kaija Saariaho, la sensualidad torturada de Sofia Gubaidulina –me percato del hecho de que mis primeros ejemplos son femeninos y sólo puedo concluir en que el inconsciente hace lo suyo–, la sensualidad acuarelística de Toshio Hosokawa, la sensualidad avasalladora de John Adams (que me perdone la
inteligentzia), la sensualidad explosiva del
Cuarteto de cuerdas No. 2 de Krzysztof Penderecki, la sensualidad envolvente del
Concierto de cámara de György Ligeti y hasta la sensualidad material, escandalosa, si no de la obra completa por lo menos del comienzo de
Répons, de Pierre Boulez.
Dice Gianera, glosando al compositor Cornelius Cardew, que la lentitud, en Feldman, es algo así como "la puerta estrecha a cuyas dimensiones el oyente debe acomodarse para empezar a reconocer los materiales de esa música, la invención irisada que habita sus obras. El tiempo –continúa Gianera– no es utilizado como principio constructivo, sino más bien abandonado a su suerte. Se trata de una quietud que, en palabras del propio Feldman, se despliega entre la expectativa y la consumación y que parece situar ilusoriamente su música antes y después de toda música." Nada de esa lentitud me interpela; nada de la ilusión de falta de transcurso y de borramiento del tiempo me seduce. No deja de sorprenderme, eso sí, el extraño y particular culto argentino a Feldman, tal vez originado en el peso que Mariano Etkin –uno de sus primeros apóstoles locales– ha tenido como formador. Podría caer en una
boutade a la que ya he recurrido en alguna oprtunidad con cierto éxito: "morton feldman, se acabó la rabia". Prefiero en cambio agradecer la existencia de un libro inteligente, capaz de lograr que uno discuta con él. Y, por supuesto, la de un inteligente –y magníficamente escrito– prólogo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario