domingo, 29 de noviembre de 2009

Un aria con variaciones

Richard Egarr


Publicado originalmente en Revista Teatro Colón



Contar una historia es contar la historia. Que la primera vez que se contó una vida –y la primera en que una época miró al pasado para hacerlo–, haya sido la de Johann Sebastian Bach, en todo caso, dice mucho acerca de cómo la música decidió contarse a sí misma. O, más bien, qué mitos se edificaron para narrar, además de su creación, los valores que la sustentaban. Johann Nicolaus Forkel, nacido un año antes de la muerte de Bach y fallecido en 1818, escribió su Über Johann Sebastian Bachs Leben, Kunst, und Kunstwerke (Sobre la vida, arte y obra de Johann Sebastian Bach) en 1802, cuando Beethoven ya había compuesto su Segunda Sinfonía, su Tercer Concierto para piano y orquesta y sus Sonatas para piano Op. 31. Con Beethoven aparecieron las ideas del compositor que lucha con sus materiales, de la obra como doloroso resultado de la creación, y del sufrimiento y la dificultad –incluyendo la dificultad de la escucha–, asociados al valor del arte, Y podría pensarse que la aparición de Beethoven hizo necesaria la historia de Bach.

Mauricio Kagel, un compositor que, aunque muchas veces de manera irónica, nunca dejó de reflexionar acerca de la tradición, tituló una de sus obras Pasión según San Bach. Y es que si las Pasiones cuentan ni más ni menos que el paso del Hijo de Dios por la tierra de los hombres, la vida y la obra de Bach ocupan ese mismo lugar mítico para la música artística de tradición europea y escrita. De hecho, sus composiciones, ligadas casi siempre a circunstancias y funcionalidades muy precisas, desde el rito eclesiástico a la pedagogía, ya desde el siglo XIX son entendidas como el monumento de la Música Absoluta. La propia idea de música pura seguramente le habría resultado extraña a Bach y, sin embargo, en la actualidad es imposible pensar ese concepto sin recurrir, antes que nada, a las obras de Bach y, en particular, a sus composiciones para teclado.

Los mitos

“Señor Goldberg, toque una de mis variaciones”, relata Forkel que, invariablemente, solicitaba el Conde Hermann Carl von Keyserling a su clavecinista, que había sido alumno de Bach y para quien, siempre según ese texto, había encargado ese conjunto de piezas que Bach llamó “Estudios para teclado consistentes en un aria con diferentes variaciones para el clave de dos manuales”. Forkel habla de la paga insuficiente y del insomnio del Conde, dos tópicos fundamentales para una época en que la vida del artista ya había empezado a concebirse como obra. Poco importa que esta anécdota no haya sido siquiera mencionada en la portada de la primera edición de las variaciones, que, después de su ascético título aclara: “Preparada para el placer y la alegría de los amantes de la música por Johann Sebastan Bach, compositor de la corte para el Rey de Polonia y Gobernador de Saechs, Capellmaister y Directore Chori Musici en Leipzig”. En esa leyenda no parece contar que Bach haya incluido las variaciones como cuarta y última parte de sus Clavierübung (estudios para teclado) –sin referencia a insomnio alguno–, ni que el bueno de Goldberg tuviera, en 1741, apenas 14 años. Ni, tampoco, que, según la cantidad de lecciones tomadas con Bach y los ejercicios que su maestro le encomendaba, resultara totalmente imposible que el joven intérprete pudiera afrontar las dificultades de estas variaciones sobre el mismo bajo que Händel había utilizado para su gran Chacone en Sol Mayor, de 1733.

El notable clavecinista Richard Egarr, que publicó una magnífica interpretación de las Variaciones, desliza una hipótesis sorprendente, en un artículo publicado por una revista especializada llamada, casualmente, Goldberg. Bach, se sabe, era particularamente afecto a los juegos numéricos (las propias Variaciones son un total de 32 partes basadas en un tema de 32 compases). En numerosas oportunidades tuvo en cuenta, por ejemplo, que el número resultante de la suma de los que se asignaran a las letras de su apellido según la posición ocupada en el abecedario (A=1, B=2, C=3, etc) era 14. Bach había publicado la primera parte de sus Clavierübung, las Partitas, a los 41 años (retrógrado de 14), y cuando dio a imprenta su primera versión de ese conjunto de piezas con el Op. 1, incluía en total 41 movimientos. Que las Goldberg fueran publicadas en 1741 y con una historia atribuida a un clavecinista de 14, bien podía tratarse de una invención del propio Bach, contada por él a su hijo Carl Philipp Emanuel y por éste a Forkel. Pero, más allá de la dudosa veracidad de la historia relatada por Forkel lo cierto es que allí nace el primer mito sobre esta Aria con diferentes variaciones para el clave de dos manuales. El segundo y el tercer mito se relacionan entre sí y ambos tienen que ver con aquella idea de “música pura” y con el lugar que esa idea ocupó en la constitución de la propia imagen de la cultura culta a partir de mediados de la década de 1950.

Las variaciones “Gouldberg”

Pierre Bourdieu, uno de los más importantes sociólogos de la cultura en la segunda mitad del siglo pasado, señala en su libro La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, que de sus investigaciones se desprende que a un mayor nivel educativo corresponde una preferencia por músicas más abstractas. El sector de la burguesía “con ingresos más bajos y competencia más alta” (profesores y estudiantes universitarios, artistas) dice preferir, según Bourdieu, “las obras que requieren la más `pura’ disposición estética, como El clave bien temperado, El Arte de la Fuga o las Variaciones Goldberg” en lugar de la música más ligera y más ligada a funcionalidades explícitas (sobre todo la ópera) elegida por sectores más pudientes pero con menor formación. Si se piensa en la explosión del consumo de música barroca, en esos años, y del prestigio que lo barroco llegó a otorgar a músicas de otras tradiciones (los fugatos y contrapuntos, las secuencias armónicas y los trinos y mordentes en el Modern Jazz Quartet, Dave Brubeck y Piazzolla, el clave en los Beatles, Burt Bacharach o Ariel Ramírez, las citas a Bach de Procol Harum o Emerson, Lake and Palmer, las versiones de los Swingle Singers o de Jacques Loussier) se puede llegar a una conclusión bastante precisa acerca de lo que significó para la sociedad culta este estilo entonces recién redescubierto por el mercado. La música de Bach se había preservado con un cierto grado entre profesionales. Era parte de la educación pianística y Beethoven o Schumann ya la habían alabado como la summa del saber occidental. Pero la ampliación del consumo a las capas sociales medias, la popularización del disco y la radio y la proliferación de salas de concierto, solistas y orquestas en todo el mundo, desde Tokio o Sidney hasta Manaos o Buenos Aires, logró que la “palabra divina” corriera como agua por las montañas. Y en la constitución de este segundo mito, y en particular con el que todavía rodea a esta obra canónica, donde cada tres variaciones hay un canon, tuvo que ver el tercer mito: la canonización que, en 1955, se produjo precisamente desde la industria discográfica y desde un intérprete que terminaría levantando como bandera las formas nuevas de la circulación musical –el estudio de grabación– en reemplazo de la antigua y según él perimida modalidad del concierto público.

Glenn Gould era, a la vez, un narrador y un personaje. Y esa versión intelectual y deconstructivista, con su velocidad paralizante y su puntuación estricta, quedaría grabada hasta tal punto como las Goldberg que, para encontrar hoy una interpretación de esas variaciones que no sea una relectura de Gould hay que remitirse a la registrada por Wanda Landowska en París, en 1933. Es más, la revolución del filologismo –comenzada más o menos al mismo tiempo que Gould grababa las Variaciones por primera vez–, que transformó radicalmente la mirada sobre composiciones como los Conciertos Brandeburgueses, las Suites orquestales o, desde ya, las Suites para cello –basta comparar, en los primeros dos casos, a Münchinger o von Karajan con Pinnock o Goebel y, en el último, a Casals con Bylsma, Wispelwey o Jaap ter Linden–, en el caso de las Goldberg se limitó a perfeccionar, hasta el infinito, la versión de Gould. Ni Gustav Leonhardt en 1978, ni Trevor Pinnock en 1980, ni el técnicamente deslumbrante Pierre Hantaï en los noventa, se alejan de lo que, a esta altura del partido, bien podría llamarse Variaciones Gouldberg. Se podría llegar aún más lejos y asegurar que, en el campo de la música para clave, la idea del historicismo se ciñó, en contra de sus propios fundamentos, a la idea que sobre el clave tenía Gould. Y si a nadie se le ocurre que puedan ser definitivas sus lecturas de las Variaciones Op. 27 de Anton Webern o del Concierto Nº 24 de Mozart, en el caso de esas Goldberg brillantes, arbitrarias y únicas, sin duda había algo que coincidía con el mito de Bach y la Música Absoluta. Tal vez Gould no fuera fiel al compositor pero sí lo era a esa construcción sobre la forma pura que la historia había edificado con él. El sonido del Bach gouldiano expresaba –y en gran medida aún lo sigue haciendo– la idea que la sociedad culta tenía acerca de Bach.

Sin embargo, pocas interpretaciones como la de Gould, con su definitiva estética de lo tajante, lo rápido y lo breve, contradicen tanto lo que se sabe acerca de los deseos de Bach en cuanto a la interpretación de sus obras para teclado. En la introducción a sus Invenciones y Sinfonías (que es el nombre con el que publicó sus Invenciones a tres partes), por ejemplo, pide a sus alumnos dos cosas: la “comprensión de la fuerza y carácter verdadero” de la composición y que “nunca dejen de cantar con su instrumento”. El barroco fue un movimiento estético de origen eminentemente vocal. Numerosos teóricos apelaban a la voz para justificar la retórica y el tratamiento de los afectos esencial para el gusto de la época. El célebre violinista Tartini afirmaba que “para poder tocar, primero hay que poder cantar”. Resulta bastante improbable, por lo tanto, que en una serie de variaciones donde al tema, además, se lo llamaba “Aria”, la imagen de lo vocal y lo cantabile no estuviera presente. Ya la concepción de las Goldberg como obra es una imposición de un modelo de circulación impensable en la época de Bach. Que el aria debiera ejecutarse siempre seguida de las treinta variaciones y de su repetición final es, obviamente, un forzamiento provocado por las maneras de pensar la música generadas por el concierto público y el disco. En una época en la que no existían las radios ni los equipos de audio, la música tenía usos hoy desaparecidos pero entonces esenciales, como el solaz íntimo. Pero que, una vez que se decidiera tocar el Aria seguida por las Variaciones, no se intentara guardar una relación evidente entre estas y el bajo que les daba origen, resultaría inadmisible para cualquier época y estética. Y ese es, precisamente, el otro eje –además del abandono de la vocalidad– que caracteriza la visión de Gould: la construcción de una suerte de relato abstracto, guiado por las aceleraciones y los frenos repentinos y los más abrumadores cambios de tempo. Como ejemplo, bien puede bastar la desenfrenada excitación de la primera variación, sin relación alguna con la calma de algo que, vale la pena recordarlo, se llama “Aria”.

El sonido de las plumas de gaviota

Sólo cuatro de las variaciones tienen un epígrafe o una referencia al tempo (la séptima, “al tempo di Giga”, la décimoquinta, “Andante”, la vigésimosegunda, “Alla breve”, y la vigésimoquinta, “Adagio”). Todas ellas ocupan lugares importantes dentro de la arquitectura global. Se trata de la primera variación del tercer ciclo de tres, del canon a la quinta y en inversión que señala la mitad de la obra y que, además, es la primera variación en modo menor, de la primera y de la última –y extraña, “antimatérica”, en palabras de Egarr– variación del octavo grupo. La indicación “Aria”, por otra parte, en el barroco implica una cierta cuestión de velocidad. Esa palabra –o la versión Ayre, en algunos casos– indica, a la vez, lento y cantabile. Todas aquellas variaciones que no tienen una indicación específica, puede inferirse con bastante facilidad, deben interpretarse en un tempo que remita al del Aria. Toscanini decía que la tradición era la memoria de la última mala versión escuchada. No es que pueda decirse que las versiones de Gould sean malas interpretaciones. Tanto su primigenia grabación de 1955 como la que la completa y perfecciona, de 1981, son verdaderas obras maestras y fijan, sin duda, una mirada sobre las obras que es, además, la mirada de una época y un imaginario cultural. De lo que se trataría, en todo caso, es de relativizar su valor canónico. De negarles, por lo menos, el lugar de tradición única. Y esto es lo que hace Egarr que, además de respetar todas las repeticiones indicadas en la partitura y de ornamentar con discreción esas repeticiones, como corresponde si se parte de un paradigma estilista –lo que, desde luego, no es obligatorio–, completa su generosa extensión con los 14 Cánones sobre el mismo bajo de las Variaciones Goldberg que Bach también incluyó en el Clavierübung IV y que en la Edición Bach figuran como BWV 1087. Decir que esta interpretación es la primera de una nueva era podría parecer exagerado pero, de hecho, hasta allí no había aparecido ninguna en la que, independientemente de otras cuestiones de fraseo y articulación, se pusiera tal énfasis en la característica cantabile y en la relación de tempo entre el aria y las variaciones. Egarr, que ya había registrado grandes versiones de las Sonatas para violín y clave de Bach junto a Andrew Manze (y, también con él, de obras de Biber, Händel y Mozart, entre otras) deslumbra con su digitación perfecta (a pesar de todo gouldiana, qué duda cabe), con sus arcos melódicos siempre inteligibles, con su sentido de la inegalité rítmica, fundamental en el barroco, con la claridad en la exposición temática y en los planos, en los pasajes más contrapuntísticos, y con su manera de no hacer perder de vista jamás el bajo de la chacona sobre el que las variaciones se construyen. Egarr, en todo caso, no piensa al clave, a la manera de Gould, como un piano primitivo –en una época en que el piano aún no existía mal podía pensarse un instrumento como su antecesor– sino como un laúd moderno, con teclado, pero con las mismas características íntimas y cantantes de ese instrumento.

Entre las particularidades de la versión está, también, el temperamento, es decir la manera en que fue afinado el instrumento, una copia de un original flamenco de Rückers, de bellísimo sonido y magníficamente grabado en la Iglesia de Doopsgesinde de Haarlem, en Holanda. La actual escala de doce sonidos es una convención, donde todas las notas están apenas desafinadas para que no haya ninguna en que la desafinación sea excesiva. Es que la división de la octava en doce sonidos jamás es exacta y, a lo largo del tiempo, desde las mediciones de Pitágoras, fueron cambiando las maneras de hacerlo. Es decir, fueron cambiando las decisiones acerca de qué se desafinaba para que la escala fuera razonablemente afinada, por lo menos en sus intervalos más usuales. La discusión acerca de cuál fue la afinación preferida por Bach lleva tantos años como la preocupación filologista en relación con la interpretación de su música. Y el musicólogo Bradley Lehman, en un artículo publicado en el número de mayo de 2005 de la revista Early Music, propone una hipótesis tan verosímil como sencilla (esas son siempre las mejores hipótesis). Según él, la clave sobre el temperamento la da el propio Bach, precisamente, en la portada del Clave bien temperado. Todos los rulitos, de apariencia meramente decorativa, que se encuentran sobre el título de la obra no estarían haciendo otra cosa que indicando las relaciones de distancia que debe haber entre un sonido y otro de la escala. Egarr, además de pedirle al constructor de su instrumento, Joel Katzman, que colocara plectros de pluma de gaviota en lugar de los usuales de plástico –lo que, aunque parezca una sofisticación excesiva, indudablemente influye en el sonido cantabile– afinó el instrumento sobre un La de 409 vibraciones por segundo –aproximadamente medio tono más grave que el actual– y de acuerdo con el temperamento Lehman, que, por añadidura, suena bien. “He intentado que el Aria aparezca en el trasfondo musical incluso en las partes más acrobáticas y decididamente grandiosas” afirma Egarr en Goldberg, acerca de sus Goldberg. Y concluye: “No consigo siquiera imaginar el momento en que me sea posible alcanzar un punto de comprensión total de la música de Bach y, en particular, de sus Variaciones Goldberg, además de una satisfacción plena en su interpretación. Se trata de una música consumada, perfecta e inagotable. Sólo nos queda esperar que, al dejar que esta música cante y respire, y hacerlo con inteligencia, podamos comunicar de la mejor manera qué había en la mente y el alma extraordinarias de Bach”.

.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Feliz cumpleaños













Hoy, 27 de noviembre, junto a mí, cumple años Hilary Hahn. También lo harían, si sus destinos hubieran sido otros, Jimi Hendrix y Bruce Lee. Para todos ellos –es decir para todos nosotros– mi homenaje.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Travesías













Había oído hablar de Milton Nascimento. Y hay que decirlo, a comienzos de los setenta, el único que hablaba de él era Litto Nebbia. En 1973 o 1974, cantó en Buenos Aires Elis Regina. Su grupo tenía al frente a César Camargo Mariano, pero yo no sabía nada de eso. Un amigo, Teodoro Cromberg, y dos compañeros suyos de escuela, Marcelo Ramal y Sergio Giancaglini, amaban la música brasileña, tenían discos de Elis Regina y cantaban (y tocaban magníficamente, o por lo menos eso es lo que recuerdo), muchas de las canciones que ella hacía. Por eso fui a ese concierto y allí escuché un grupo que sonaba como ningún otro que jamás hubiera oído antes en vivo, en los territorios cercanos al rock –guitarra y bajo eléctricos, batería, teclados– (mi repertorio de esa época era Aquelarre, Pescado Rabioso, La Cofradía de la Flor Solar y Pappo's Blues). Pero también escuché una canción de Milton Nascimento, "Travessia", que me produjo una impresión similar al disco Revolver, cuando llegó a casa y papá lo puso en el tocadiscos. Todo era sorpresa.  En este video, registrado en 1974 en la inauguración del Teatro Bandeirantes, Elis Regina, con ese grupo, canta esa canción. Cuando lo veo, siento la misma emoción de entonces. Ustedes dirán si sólo tiene que ver conmigo, y mis memorias y travesías, y ese lugar de "oyente emocional" que Theodor Adorno despreciaba, o si, en efecto, allí hay algo más. 

martes, 24 de noviembre de 2009

Música para una escena cinematográfica








Entre 1929 y 1930, Arnold Schönberg compuso Begleitungsmusik zu einer Lichtspielszene (Música para auna escena cinematográfica). La obra no tenía que ver con ninguna película en especial sino que más bien buscaba algo así como la "filmicidad" –si se me permite el dudoso neologismo– de la música en su condición más pura. La composición fue estrenada en 1930 con la dirección de Otto Klemperer y ahora forma parte de los planes de grabación de la Filarmónica de Berlin, cuyo director, Sir Simon Rattle, acaba de protagonizar una escena de película al renovar un contrato de exclusividad (ya una rareza) con la EMI. El convenio extiende por cuatro años más una relación que ya lleva más de treinta e incluye, además del de la música de Schönberg, los registros de Cascanueces de Tchaikovsky (en versión completa), un programa de música estadounidense y una obra especialmente encargada a Wynton Marsalis.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Villa-Lobos


Como casi todo lo ligado a los grandes movimientos populistas latinoamericanos, la figura de Heitor Villa-Lobos, músico oficial de Getúlio Vargas, es sumamente contradictoria. El martes se cumplieron 50 años de su muerte y escribí sobre él en Página/12. Aquí agrego, apenas, algunas recomendaciones discográficas (y algunos enganches con Youtube). Hace unos años, el sello inglés Hypérion había publicado un CD magnífico donde el extraordinario pianista Marc-André Hamelin tocaba, entre otras obras, RudepoêmaPrôle do Bebé –lo absurdo es la tapa, donde, tal vez guiados por el sonoro nombre del compositor, colocaron un lobo aullando–. Naxos, por otra parte, ha publicado la obra para piano completa y un disco con música de cámara –entre ella la bellísima Recolección de las flores– que, en Buenos Aires, solía conseguirse en alguna de las dos sucursales de Zival's (Callao y Corrientes o Borges y Cabrer). También se conseguía en esta ciudad, aunque estimo que ahora habrá que comprarlo vía Internet (o bajarlo vía la misma vía), un CD donde Tilson-Thomas dirigía su Quinta Bachiana, con Renée Fleming como cantante, además de la Cuarta, la Séptima y la Novena, y esa extraña muestra de stravinskianismo amazónico que es el genial Chôros No. 10, de 1925, para coro y orquesta (con los BBC Singers) –aquí una versión de la Quinta por la soprano portorriqueña Ana María Martínez con la Filarmónica de Berlín, dirigidos por Dudamel–. Naxos editó también, en un álbum triple, la versión integral de las Bachianas por la Orquesta Sinfónica de Nashville. La interpretación es muy buena salvo en el caso de la Primera, escrita para orquesta de cellos, que hace pensar en aquel viejo chiste de músicos originalmente referido a las violas (¿La diferencia entre el primero y el último de la fila?: medio tono y un compás). Hay excelentes versiones de la Sinfónica de San Pablo, tanto de las Bachianas como de los Chôros completos, editadas por el sello sueco Bis. En Zival's, por otra parte, se conseguía hasta hace un tiempo, un disco francés en que junto a piezas de Egberto Gismonti –tal vez su mejor heredero, junto a Jobim– aparecía el sorprendente Sexteto Místico de 1917, que comienza muy francés –fue escrito en París– y luego se va totalmente para otro lado. Un clásico: su música para guitarra por Julian Bream (editado por RCA). Y ya en plan aventurero, las Sinfonías fueron editadas, en muy buenas versiones, por el sello CPO, y los Cuartetos para cuerdas por el sello Dorian,  en una notable interpretación del mexicano Cuarteto Latinoamericano (aquí el Cuarteto haciendo "Metro Chabacano" de Javier Alvarez).

martes, 17 de noviembre de 2009

El macró

















LA POLICIA PORTEÑA TAMBIEN ESPIABA A TODA LA CLASE POLITICA
La Justicia descubrió en la computadora del actual jefe de la Policía Metropolitana investigaciones sobre dirigentes políticos y gremiales, tanto oficialistas como opositores. (Página/12, 17-11-2009)


¿Alguien se acuerda por qué era que había habido un escándalo en los Estados Unidos que terminó con la renuncia del presidente, Richard Nixon? Incidentalmente, el viaje a Oriente del mandatario estadounidense (antes de su renuncia) fue el tema de una ópera minimalista de John Adams, Nixon in China. También podría ser tema de una ópera la mínima lista de actos de gobierno de Mauricio Macri (¿antes de su renuncia? y alguno de sus viajes  a Oriente, es decir a la Banda Oriental. Un título posible sería Macri en Punta del Este y la música podría ser de Lito Vitale.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Autoprogramación







El nuevo director del Teatro Colón, Pedro Pablo García Caffi, eligió, para que hiciera la puesta en escena, la iluminación y la escenografía de la ópera Katya Kabanová, de Leós Janacék, a alguien sin antecedentes en la materia: Pedro Pablo García Caffi. El ex integrante del Cuarteto Zupay y ex manager de la Filarmónica de Buenos Aires y la Camerata Bariloche, había realizado con anterioridad sólo una puesta en escena, la de Oedipus Rex de Stravinsky, en el Teatro Argentino de La Plata, convocado por el entonces director de la sala, Pedro Pablo García Caffi. Hace unos años, Pablo Sirvén, en su columna de los domingos en La Nación, había hablado de autoprogramación y había condenado, en una misma bolsa, a Sofovich programando su propio programa como director del entonces ATC, a Sergio Renán, Martín Bauer y Mauricio Wajnrot, entre otros que no recuerdo. También se ha mencionado, en algunas oportunidades, el caso de Marcelo Lombardero. Se mezcla, desde una perspectiva moralista, lo que no debería mezclarse. Más allá de que el decoro nunca es desaconsejable y que, en un panorama de escasez laboral, ocupar uno mismo el lugar que podría ser para otros, no parece la actitud más elegante, no es lo mismo cuando quien se programa a sí mismo es alguien que también es programado por otros que cuando se trata de su único elector posible. En el segundo caso se trata de una versión extrema del tráfico de influencias. Alguien, en este caso la misma persona en lugar de su mujer, su amigo o su vecino, que es contratado en virtud, exclusivamente, del conocimiento que de él tiene quien ocupa una función de poder.
Suelen elegirse, como directores de teatros o para cargos de administración cultural, a dos clases de profesionales: aquellos que tienen antecedentes en el campo del arte o la cultura y aquellos que los ostentan en el terreno de la administración. La cuestión es relevante. En el primer caso, la autoprogramación no sólo no se condena sino que, en muchos casos, se espera y hasta se fija –en otras partes del mundo– en el contrato. Cuando se llama para dirigir un teatro a Maurice Béjart, Pina Bausch, James Levine, Ricardo Muti o Peter Brook, se espera que estos artistas desarrollen su obra en la casa que los contrató. Pero, en esos casos, los contratos fijan límites y obligaciones. Los artistas se comprometen a hacer un mínimo de obras anuales pero también un máximo y, además, la cuestión de la remuneración queda precisada con exactitud. Es cierto que se trata de trabajos de naturaleza diferente y no es correcto que el director del teatro no cobre, por ejemplo, por hacer una régie de una ópera. Pero, tal vez, durante ese período, debería tomar licencia sin goce de sueldo en sus otras funciones ya que, de hecho, no las estará realizando. En cualquier caso, y aunque las cosas no sean tan claras en la Argentina, no es lo mismo que Lombardero, siendo director artístico del Argentino de La Plata, haya decidido comenzar la temporada 2010 con su propia puesta de Lady Macbeth del Distrito de Mstsenk, de Shostakovich, que ya fue presentada, y con un éxito notable, en el Teatro Municipal de Santiago de Chile, que el hecho de que García Caffi quiera comenzar su carrera como director de escena, escenógrafo e iluminador precisamente en el teatro que dirige y al que fue llamado no por sus méritos artísticos –que, aun en el caso de tenerlos, son desconocidos por todos salvo por él– sino, eventualmente, por sus antecedentes como administrador y programador. Ambos casos pueden parecer, a algunos, igualmente antipáticos. Pero en el primero no hay tráfico de influencias y en el segundo sí.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El resto no es silencio















"Donde sea que estemos, lo que oímos es mayormente ruido. Cuando tratamos de ignorarlo, nos molesta. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante."
John Cage, Silence.

martes, 10 de noviembre de 2009

Saber de música







La mayoría de las personas escucha música. Todas, hay que suponerlo, la disfrutan y, si se juzga a partir de la pasión que la rodea –discusiones, colecciones, rituales colectivos–, la disfrutan mucho. La mayoría de las personas dice no saber "nada de música". La mayoría de las personas que escuchan música sienten que ese placer que sienten no es el que deberían o que la música oculta algo que les es absolutamente ajeno (lo que no entienden). Muchas de esas personas –e incluso muchas de las que consideran que sí saben "de música" (que no es lo mismo, para el sentido común, que saber música)– piensan que ese saber es el que se refiere a circunstancias de composición o ejecución de las obras, biografías de autores e intérpretes o datos contextuales y esto es así tanto en las músicas artísticas, de tradición europea y escrita o popular, como en otras músicas. Ni el fan de Damas Gratis ni el de Jussi Björling se piensan a sí mismos como oyentes comunes. Y para los otros, ellos, los que han memorizado fechas, nombres y lugares, son los que "saben de música". La apoteosis de ese malentendido fue la elección, por parte de Macri y su ingente equipo intelectual, de Horacio Sanguinetti –alguien que "sabía de ópera"– como director del Teatro Colón.
Se ha hablado en este blog de escuchas mejores que otras, de la partitura como facilitador –o según algunos como vehículo imprescindible– para cierta clase de entendimiento –o de placeres–. Es cierto que cada uno lee, escucha, mira, con su enciclopedia a cuestas y que distintas enciclopedias posibilitan distintas lecturas (¿mejores? ¿peores? ¿sólo distintas?). Quien ha leído La Odisea lee el Wakefield de Hawthorne o esas historias de maridos que desaparecen de la casa durante años, escritas por Carver –o por Auster, que los lee a  todos ellos– en una clave distinta que quien no. Pero, creo, antes que eso e incluso sin negar el valor de los bienes simbólicos del fan o el melómano (su saber sobre nombres y circunstancias) en la construcción de la escucha y de la propia imagen como amante de la música de quien escucha,  está la atención. Quien escucha, aun quien lo hace sin saber sobre formas y procedimientos y sin análisis partitura mediante, ¿escucha todo lo que está ahí para ser escuchado? O, mejor, y teniendo en cuenta que la escucha sin duda se refina y se hace más precisa con la práctica, ¿escucha todo lo que podría escuchar? Es decir, ¿escucha con toda la atención de que es capaz? El oído no tiene párpados y la vida enseña, podría pensarse, a no escuchar. A cerrar la atención a la canilla que gotea interminable, al taladro del vecino,  la campanilla de la barrera del ferrocarril que está al lado de la casa, a la radio de los taxis. Concentrarse implica, precisamente, seleccionar algunos sonidos, entre muchos. Poder No escuchar. Y escuchar música, o dominar ese arcano esquivo que la mayoría de los oyentes cree que no tiene, comienza con el aprendizaje contrario. Antes de saber si una obra es barroca o renacentista, antes de saber si el cantante estuvo antes en tal o cual grupo o si el guitarrista murió de HIV o de sobredosis a los 25 años o si la soprano tuvo una deslumbrante –aunque breve– carrera entre marzo y abril de 1937, de la que quedó apenas una grabación pirata, creo que conviene aprender, simplemente, a prestar atención a lo que se escucha. Después vendrán –o no– otros aprendizajes.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Rocas en el mar


Publicado originalmente en 51 9 10







Es un lugar común. Jan Sibelius es un compositor nacionalista. Su música es indudablemente finlandesa. Y, por si faltara un dato, su segunda sinfonía sería el equivalente finés de la Obertura 1812 de Tchaikovsky aunque en este caso, obviamente, los rusos vendrían a ser los malos. El propio Sibelius ensaya una respuesta en un diálogo transcripto por su biógrafo Bengt de Törne. “Cuando uno llega a Finlandia, se ven rocas graníticas, bajas y rojizas, emerger desde un mar azul pálido”, decía el escritor. Y la respuesta del compositor era: “Sí, y cuando vemos esas rocas graníticas sabemos por qué podemos tratar a la orquesta de la forma en que lo hacemos”. Poco importa si la anécdota es verdadera o no. El musicólogo británico Gerald Abraham no duda en hablar de “orquestación granítica” y, en efecto, la manera de utilizar los registros más graves de los instrumentos, ese sentido del color cuyo único antecedente podría encontrarse en el final de la escena campestre de la Sinfonía Fantástica de Berlioz, es granítico: al fin y al cabo unas rocas que, con su amalgama de cuarzo, feldespato y mica, no hacen otra cosa que encontrar una encarnación mineral –y de aspecto inusualmente sólido– para el puntillismo.

En todo caso, el supuesto nacionalismo de Sibelius, que no sabía hablar el finlandés y que, como todo personaje más o menos culto en ese naciente país, se comunicaba en sueco, más allá de la temática mítica de sus poemas sinfónicos, hay que encontrarlo en la orquestación. Y, por qué no, en su sentido de la forma. También allí hay algo ígneo. Cecil Gray, uno de los exégetas de Sibelius (Inglaterra fue, sin duda, el campo más fértil encontrado por el compositor), compara a sus sinfonías con “un tipo de estrella que los físicos y astrónomos llaman Enana blanca, cuya sustancia es tan densa y compacta que un pedazo del tamaño de un chelín puede pesar varias toneladas”. Abraham, en su afán de entronizar al usualmente subestimado Sibelius lleva a la astronomía hasta el extremo de la condenación a quien encuentra en el polo opuesto de la evolución sinfónica a comienzos del siglo XX y compara a Gustav Mahler con Júpiter, inmenso pero con una densidad apenas mayor que la del agua. Incidentalmente, Sibelius y Mahler se encontraron en noviembre de 1907 en Helsingfors (Helsinki en sueco, tal como se la conocía entonces). Y hay nuevamente un diálogo, relatado por Sibelius y esta vez transcripto por Karl Ekman, otro de sus biógrafos: “Cuando nuestra conversación tocó el punto de la esencia de la sinfonía –escribió Ekman que contó Sibelius– yo dije que admiraba la severidad y el estilo del género y la lógica profunda que creaba una conexión interna entre los motivos. Esta es la experiencia a la que yo había llegado componiendo. La opinión de Mahler era justo la contraria: ‘No, la sinfonía debe ser como un mundo; debe abarcarlo todo’”. Mundos que caben en una moneda. Monedas que proliferan hasta convertirse en planetas. Lo cierto es que si Mahler se expande, es claro que el movimiento de Sibelius es la contracción. Nadie como él es capaz de comenzar en un punto, mantenerse en él y abandonarlo recién cuando no tiene más nada que decir. Su Séptima sinfonía, por ejemplo, condensa todos los elementos clásicos en un solo movimiento de apretadísima textura y en la Cuarta todo está jugado, ya, en el tritono inicial.

La Sinfonía No.2 comenzó a ser escrita en febrero de 1901 en una casa rodeada de jardines, cerca de la montaña, en Rapallo, al noroeste de Italia. Cuando se estrenó en Helsinki, dirigida por Sibelius, el también compositor Robert Kajanus escribió en Hufvudstadsbladet, un periódico en sueco, que la obra era “un retrato de la resitencia finlandesa al dominio ruso”. Tal vez allí nació el malentendido por el cual el musicólogo Ilmari Krohn llamó a la obra, a mediados de la década de 1940, “Sinfonía de la Liberación”. Sibelius, que había llevado para sus vacaciones italianas –donde viajó con su mujer Aino y sus dos hijas–, entre otros, dos libros de memorias, las Cartas y diarios del latinista sueco Adolph Törneros y el Diario de un soñador del filósofo y moralista suizo Henri-Fréderic Amiel, estaba pensando más bien en otra cosa. En sus apuntes para el que luego sería el segundo movimiento de la sinfonía escribió, por ejemplo: “Don Juan. Sentado en la oscuridad de mi palacio, un invitado (el invitado de piedra) llega. Pregunto más de una vez quién es. No hay respuesta. Él permanece en silencio. Finalmente, el extranjero empieza a cantar. Entonces yo, Don Juan, reconozco quién es: la Muerte”. Y es que esos primeros esbozos estaban destinados, en realidad, a una obra sobre el Don Juan. Otra parte del mismo movimiento (el segundo tema, “Christus: andante sostenuto, cuerdas en divisi, ppp”) vio la luz en Florencia, en relación con un proyecto sobre La divina comedia de Dante. La familia había quedado en Rapallo, con una de las hijas, Ruth, enferma de tifus, junto a las interminables discusiones matrimoniales. Sibelius pasó por Viena y Praga antes de llegar a Finlandia. Y casi apenas arribado viajó a Berlín, para dirigir El cisne de Tuonela y El retorno de Lemminkäinen en el Festival de Heidelberg. Recién entre agosto y septiembre, mientras pasó unos días en lo de su madrina, Elisabeth Järnefelt, en el estado sueco de Lojo, volvió a sus apuntes y abandonó a Don Juan y Dante para pensar en una sinfonía. La obra se completó en noviembre aunque hubo, a partir de entonces, numerosas revisiones que postergaron el estreno hasta el 8 de marzo de 1902. Su tonalidad, Re Mayor, era asociada por Sibelius con el amarillo. Y el primer movimiento de esa obra aparentemente beethoveniana, en una aparente Forma sonata y dentro de un aparente romanticismo ruso de cuño tchaikovskiano –o más bien borodiniano– alcanza para señalar el modernismo del más secreto entre los revolucionarios del siglo XX. Más que dos temas hay dos grupos de temas. Y ambos provienen del mismo material. La obra, por supuesto, suena finlandesa (y hasta algunos pudieron imaginar allí un canto patriótico) aunque no hay un solo elemento que remita a un hipotético folklore finés. Hay, sí, “orquestación granítica”, por ejemplo en el formidable pasaje de contrabajos y cellos en pizzicato, al comienzo del segundo movimiento. Hay, todo el tiempo, el posible –e intangible– sonido de unas rocas graníticas emergiendo en un mar azul pálido.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Jazz Sebastian Bach


El título Jazz Sebastian Bach es el de un disco de los Swingle Singers, de 1963. La versión de la Sinfonía de Berio, el viernes pasado, en el ciclo de música contemporánea del San Martín, me llevó a escuchar de nuevo a aquel coro de cámara que fue protagonista del estreno de la obra (y también de su estreno en Buenos Aires, en 1973) y que, con sus veloces tarareos, imitados hasta el hartazgo, definió como pocos una época. Escuchaba, también, el segundo de los volúmenes dedicados por el pianista Murray Perahia a las Partitas de Bach, que acaba de ser editado localmente y cuyas exegéticas críticas ya había leído en revistas europeas. La asociación con el pianismo de John Lewis –que también interpretó a Bach– y con el estilo contrapuntístico del Modern Jazz Quartet es inevitable. Escuchando a Perahia se escucha, como en todas las grandes versiones de las Partitas (Martha Argerich de la Segunda, en Do Menor, Trevor Pinnock en su segunda integral, para el sello Hänsler) algo jazzístico. Algo que explica la fascinación del jazz por Bach: los contratiempos, las síncopas, el avance casi en el aire de una voz contra otra que, como el walking del jazz –o de Piazzolla– la sujeta. Y en esa cadena de asociaciones entra un pianista más y otra escucha reciente: Jarrett y Testament, su fenomenal último triple, en vivo en París y Londres. Sus producciones anteriores, la mayoría con grabaciones de hace unos años, parecían una meditada, perfecta despedida. Éste, con registros del año pasado, muestra que Jarrett no sólo puede empezar de nuevo, desde un lugar distinto, sino que sigue siendo, a pesar de todo lo ya dicho durante unos treinta y cinco años particularmente fecundos, quien más tiene para decir. Y también allí, en el fondo, junto a Paul Bley, Denny Zeitlin o Bud Powell, está, por supuesto, Jazz Sebastian Bach.