Mauricio Kagel, un compositor que, aunque muchas veces de manera irónica, nunca dejó de reflexionar acerca de la tradición, tituló una de sus obras Pasión según San Bach. Y es que si las Pasiones cuentan ni más ni menos que el paso del Hijo de Dios por la tierra de los hombres, la vida y la obra de Bach ocupan ese mismo lugar mítico para la música artística de tradición europea y escrita. De hecho, sus composiciones, ligadas casi siempre a circunstancias y funcionalidades muy precisas, desde el rito eclesiástico a la pedagogía, ya desde el siglo XIX son entendidas como el monumento de la Música Absoluta. La propia idea de música pura seguramente le habría resultado extraña a Bach y, sin embargo, en la actualidad es imposible pensar ese concepto sin recurrir, antes que nada, a las obras de Bach y, en particular, a sus composiciones para teclado.
Los mitos
“Señor Goldberg, toque una de mis variaciones”, relata Forkel que, invariablemente, solicitaba el Conde Hermann Carl von Keyserling a su clavecinista, que había sido alumno de Bach y para quien, siempre según ese texto, había encargado ese conjunto de piezas que Bach llamó “Estudios para teclado consistentes en un aria con diferentes variaciones para el clave de dos manuales”. Forkel habla de la paga insuficiente y del insomnio del Conde, dos tópicos fundamentales para una época en que la vida del artista ya había empezado a concebirse como obra. Poco importa que esta anécdota no haya sido siquiera mencionada en la portada de la primera edición de las variaciones, que, después de su ascético título aclara: “Preparada para el placer y la alegría de los amantes de la música por Johann Sebastan Bach, compositor de la corte para el Rey de Polonia y Gobernador de Saechs, Capellmaister y Directore Chori Musici en Leipzig”. En esa leyenda no parece contar que Bach haya incluido las variaciones como cuarta y última parte de sus Clavierübung (estudios para teclado) –sin referencia a insomnio alguno–, ni que el bueno de Goldberg tuviera, en 1741, apenas 14 años. Ni, tampoco, que, según la cantidad de lecciones tomadas con Bach y los ejercicios que su maestro le encomendaba, resultara totalmente imposible que el joven intérprete pudiera afrontar las dificultades de estas variaciones sobre el mismo bajo que Händel había utilizado para su gran Chacone en Sol Mayor, de 1733.
El notable clavecinista Richard Egarr, que publicó una magnífica interpretación de las Variaciones, desliza una hipótesis sorprendente, en un artículo publicado por una revista especializada llamada, casualmente, Goldberg. Bach, se sabe, era particularamente afecto a los juegos numéricos (las propias Variaciones son un total de 32 partes basadas en un tema de 32 compases). En numerosas oportunidades tuvo en cuenta, por ejemplo, que el número resultante de la suma de los que se asignaran a las letras de su apellido según la posición ocupada en el abecedario (A=1, B=2, C=3, etc) era 14. Bach había publicado la primera parte de sus Clavierübung, las Partitas, a los 41 años (retrógrado de 14), y cuando dio a imprenta su primera versión de ese conjunto de piezas con el Op. 1, incluía en total 41 movimientos. Que las Goldberg fueran publicadas en 1741 y con una historia atribuida a un clavecinista de 14, bien podía tratarse de una invención del propio Bach, contada por él a su hijo Carl Philipp Emanuel y por éste a Forkel. Pero, más allá de la dudosa veracidad de la historia relatada por Forkel lo cierto es que allí nace el primer mito sobre esta Aria con diferentes variaciones para el clave de dos manuales. El segundo y el tercer mito se relacionan entre sí y ambos tienen que ver con aquella idea de “música pura” y con el lugar que esa idea ocupó en la constitución de la propia imagen de la cultura culta a partir de mediados de la década de 1950.
Las variaciones “Gouldberg”
Pierre Bourdieu, uno de los más importantes sociólogos de la cultura en la segunda mitad del siglo pasado, señala en su libro La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, que de sus investigaciones se desprende que a un mayor nivel educativo corresponde una preferencia por músicas más abstractas. El sector de la burguesía “con ingresos más bajos y competencia más alta” (profesores y estudiantes universitarios, artistas) dice preferir, según Bourdieu, “las obras que requieren la más `pura’ disposición estética, como El clave bien temperado, El Arte de la Fuga o las Variaciones Goldberg” en lugar de la música más ligera y más ligada a funcionalidades explícitas (sobre todo la ópera) elegida por sectores más pudientes pero con menor formación. Si se piensa en la explosión del consumo de música barroca, en esos años, y del prestigio que lo barroco llegó a otorgar a músicas de otras tradiciones (los fugatos y contrapuntos, las secuencias armónicas y los trinos y mordentes en el Modern Jazz Quartet, Dave Brubeck y Piazzolla, el clave en los Beatles, Burt Bacharach o Ariel Ramírez, las citas a Bach de Procol Harum o Emerson, Lake and Palmer, las versiones de los Swingle Singers o de Jacques Loussier) se puede llegar a una conclusión bastante precisa acerca de lo que significó para la sociedad culta este estilo entonces recién redescubierto por el mercado. La música de Bach se había preservado con un cierto grado entre profesionales. Era parte de la educación pianística y Beethoven o Schumann ya la habían alabado como la summa del saber occidental. Pero la ampliación del consumo a las capas sociales medias, la popularización del disco y la radio y la proliferación de salas de concierto, solistas y orquestas en todo el mundo, desde Tokio o Sidney hasta Manaos o Buenos Aires, logró que la “palabra divina” corriera como agua por las montañas. Y en la constitución de este segundo mito, y en particular con el que todavía rodea a esta obra canónica, donde cada tres variaciones hay un canon, tuvo que ver el tercer mito: la canonización que, en 1955, se produjo precisamente desde la industria discográfica y desde un intérprete que terminaría levantando como bandera las formas nuevas de la circulación musical –el estudio de grabación– en reemplazo de la antigua y según él perimida modalidad del concierto público.
Glenn Gould era, a la vez, un narrador y un personaje. Y esa versión intelectual y deconstructivista, con su velocidad paralizante y su puntuación estricta, quedaría grabada hasta tal punto como las Goldberg que, para encontrar hoy una interpretación de esas variaciones que no sea una relectura de Gould hay que remitirse a la registrada por Wanda Landowska en París, en 1933. Es más, la revolución del filologismo –comenzada más o menos al mismo tiempo que Gould grababa las Variaciones por primera vez–, que transformó radicalmente la mirada sobre composiciones como los Conciertos Brandeburgueses, las Suites orquestales o, desde ya, las Suites para cello –basta comparar, en los primeros dos casos, a Münchinger o von Karajan con Pinnock o Goebel y, en el último, a Casals con Bylsma, Wispelwey o Jaap ter Linden–, en el caso de las Goldberg se limitó a perfeccionar, hasta el infinito, la versión de Gould. Ni Gustav Leonhardt en 1978, ni Trevor Pinnock en 1980, ni el técnicamente deslumbrante Pierre Hantaï en los noventa, se alejan de lo que, a esta altura del partido, bien podría llamarse Variaciones Gouldberg. Se podría llegar aún más lejos y asegurar que, en el campo de la música para clave, la idea del historicismo se ciñó, en contra de sus propios fundamentos, a la idea que sobre el clave tenía Gould. Y si a nadie se le ocurre que puedan ser definitivas sus lecturas de las Variaciones Op. 27 de Anton Webern o del Concierto Nº 24 de Mozart, en el caso de esas Goldberg brillantes, arbitrarias y únicas, sin duda había algo que coincidía con el mito de Bach y la Música Absoluta. Tal vez Gould no fuera fiel al compositor pero sí lo era a esa construcción sobre la forma pura que la historia había edificado con él. El sonido del Bach gouldiano expresaba –y en gran medida aún lo sigue haciendo– la idea que la sociedad culta tenía acerca de Bach.
Sin embargo, pocas interpretaciones como la de Gould, con su definitiva estética de lo tajante, lo rápido y lo breve, contradicen tanto lo que se sabe acerca de los deseos de Bach en cuanto a la interpretación de sus obras para teclado. En la introducción a sus Invenciones y Sinfonías (que es el nombre con el que publicó sus Invenciones a tres partes), por ejemplo, pide a sus alumnos dos cosas: la “comprensión de la fuerza y carácter verdadero” de la composición y que “nunca dejen de cantar con su instrumento”. El barroco fue un movimiento estético de origen eminentemente vocal. Numerosos teóricos apelaban a la voz para justificar la retórica y el tratamiento de los afectos esencial para el gusto de la época. El célebre violinista Tartini afirmaba que “para poder tocar, primero hay que poder cantar”. Resulta bastante improbable, por lo tanto, que en una serie de variaciones donde al tema, además, se lo llamaba “Aria”, la imagen de lo vocal y lo cantabile no estuviera presente. Ya la concepción de las Goldberg como obra es una imposición de un modelo de circulación impensable en la época de Bach. Que el aria debiera ejecutarse siempre seguida de las treinta variaciones y de su repetición final es, obviamente, un forzamiento provocado por las maneras de pensar la música generadas por el concierto público y el disco. En una época en la que no existían las radios ni los equipos de audio, la música tenía usos hoy desaparecidos pero entonces esenciales, como el solaz íntimo. Pero que, una vez que se decidiera tocar el Aria seguida por las Variaciones, no se intentara guardar una relación evidente entre estas y el bajo que les daba origen, resultaría inadmisible para cualquier época y estética. Y ese es, precisamente, el otro eje –además del abandono de la vocalidad– que caracteriza la visión de Gould: la construcción de una suerte de relato abstracto, guiado por las aceleraciones y los frenos repentinos y los más abrumadores cambios de tempo. Como ejemplo, bien puede bastar la desenfrenada excitación de la primera variación, sin relación alguna con la calma de algo que, vale la pena recordarlo, se llama “Aria”.
El sonido de las plumas de gaviota
Sólo cuatro de las variaciones tienen un epígrafe o una referencia al tempo (la séptima, “al tempo di Giga”, la décimoquinta, “Andante”, la vigésimosegunda, “Alla breve”, y la vigésimoquinta, “Adagio”). Todas ellas ocupan lugares importantes dentro de la arquitectura global. Se trata de la primera variación del tercer ciclo de tres, del canon a la quinta y en inversión que señala la mitad de la obra y que, además, es la primera variación en modo menor, de la primera y de la última –y extraña, “antimatérica”, en palabras de Egarr– variación del octavo grupo. La indicación “Aria”, por otra parte, en el barroco implica una cierta cuestión de velocidad. Esa palabra –o la versión Ayre, en algunos casos– indica, a la vez, lento y cantabile. Todas aquellas variaciones que no tienen una indicación específica, puede inferirse con bastante facilidad, deben interpretarse en un tempo que remita al del Aria. Toscanini decía que la tradición era la memoria de la última mala versión escuchada. No es que pueda decirse que las versiones de Gould sean malas interpretaciones. Tanto su primigenia grabación de 1955 como la que la completa y perfecciona, de 1981, son verdaderas obras maestras y fijan, sin duda, una mirada sobre las obras que es, además, la mirada de una época y un imaginario cultural. De lo que se trataría, en todo caso, es de relativizar su valor canónico. De negarles, por lo menos, el lugar de tradición única. Y esto es lo que hace Egarr que, además de respetar todas las repeticiones indicadas en la partitura y de ornamentar con discreción esas repeticiones, como corresponde si se parte de un paradigma estilista –lo que, desde luego, no es obligatorio–, completa su generosa extensión con los 14 Cánones sobre el mismo bajo de las Variaciones Goldberg que Bach también incluyó en el Clavierübung IV y que en la Edición Bach figuran como BWV 1087. Decir que esta interpretación es la primera de una nueva era podría parecer exagerado pero, de hecho, hasta allí no había aparecido ninguna en la que, independientemente de otras cuestiones de fraseo y articulación, se pusiera tal énfasis en la característica cantabile y en la relación de tempo entre el aria y las variaciones. Egarr, que ya había registrado grandes versiones de las Sonatas para violín y clave de Bach junto a Andrew Manze (y, también con él, de obras de Biber, Händel y Mozart, entre otras) deslumbra con su digitación perfecta (a pesar de todo gouldiana, qué duda cabe), con sus arcos melódicos siempre inteligibles, con su sentido de la inegalité rítmica, fundamental en el barroco, con la claridad en la exposición temática y en los planos, en los pasajes más contrapuntísticos, y con su manera de no hacer perder de vista jamás el bajo de la chacona sobre el que las variaciones se construyen. Egarr, en todo caso, no piensa al clave, a la manera de Gould, como un piano primitivo –en una época en que el piano aún no existía mal podía pensarse un instrumento como su antecesor– sino como un laúd moderno, con teclado, pero con las mismas características íntimas y cantantes de ese instrumento.
Entre las particularidades de la versión está, también, el temperamento, es decir la manera en que fue afinado el instrumento, una copia de un original flamenco de Rückers, de bellísimo sonido y magníficamente grabado en la Iglesia de Doopsgesinde de Haarlem, en Holanda. La actual escala de doce sonidos es una convención, donde todas las notas están apenas desafinadas para que no haya ninguna en que la desafinación sea excesiva. Es que la división de la octava en doce sonidos jamás es exacta y, a lo largo del tiempo, desde las mediciones de Pitágoras, fueron cambiando las maneras de hacerlo. Es decir, fueron cambiando las decisiones acerca de qué se desafinaba para que la escala fuera razonablemente afinada, por lo menos en sus intervalos más usuales. La discusión acerca de cuál fue la afinación preferida por Bach lleva tantos años como la preocupación filologista en relación con la interpretación de su música. Y el musicólogo Bradley Lehman, en un artículo publicado en el número de mayo de 2005 de la revista Early Music, propone una hipótesis tan verosímil como sencilla (esas son siempre las mejores hipótesis). Según él, la clave sobre el temperamento la da el propio Bach, precisamente, en la portada del Clave bien temperado. Todos los rulitos, de apariencia meramente decorativa, que se encuentran sobre el título de la obra no estarían haciendo otra cosa que indicando las relaciones de distancia que debe haber entre un sonido y otro de la escala. Egarr, además de pedirle al constructor de su instrumento, Joel Katzman, que colocara plectros de pluma de gaviota en lugar de los usuales de plástico –lo que, aunque parezca una sofisticación excesiva, indudablemente influye en el sonido cantabile– afinó el instrumento sobre un La de 409 vibraciones por segundo –aproximadamente medio tono más grave que el actual– y de acuerdo con el temperamento Lehman, que, por añadidura, suena bien. “He intentado que el Aria aparezca en el trasfondo musical incluso en las partes más acrobáticas y decididamente grandiosas” afirma Egarr en Goldberg, acerca de sus Goldberg. Y concluye: “No consigo siquiera imaginar el momento en que me sea posible alcanzar un punto de comprensión total de la música de Bach y, en particular, de sus Variaciones Goldberg, además de una satisfacción plena en su interpretación. Se trata de una música consumada, perfecta e inagotable. Sólo nos queda esperar que, al dejar que esta música cante y respire, y hacerlo con inteligencia, podamos comunicar de la mejor manera qué había en la mente y el alma extraordinarias de Bach”.
.